jueves, 15 de febrero de 2018

Una "nuez" donde debería haber una "avellana"

El 19 de noviembre del año que pasó, el escritor boliviano Edmundo Paz Soldán publicó en el diario La Tercera, de Chile, una entrevista con la escritora estadounidense Lydia Davis, también traductora de una de las más celebradas versiones de Madame Bovary al inglés.

Lydia Davis, traductora

En el mundo hispanoamericano Lydia Davis es conocida sobre todo como una cuentista excepcional que ha renovado las formas del género y una estilista admirable. No se sabe mucho del hecho de que es también una traductora de peso que ha llevado al inglés la obra de Blanchot y las cumbres de Flaubert (Madame Bovary) y Proust (el primer volumen de En busca del tiempo perdido). La semana pasada estuvo de visita en Cornell, para hablar de traducción y de los múltiples problemas técnicos asociados a esta.

Delgada y de gafas, Davis parece más una académica jubilada que una escritora. Apenas se pone a hablar, uno descubre que no está tan errado: su obsesivo interés en la traducción une la pasión por el lenguaje con el trabajo riguroso del filólogo. A los 20 años ella ya hablaba seis idiomas; hoy, con 70, se ha puesto a aprender el occitano y también traduce para The Paris Review textos de autores holandeses (A. L. Snijders) y suizos (Peter Bichsel) que le interesan particularmente. Para traducir Madame Bovary leyó trece de las veintidós traducciones al inglés que existen (“lo bueno de traducir una novela como esa es que así puedes escribir un clásico”). Después de que se publicara su traducción de Proust, hizo 1500 correcciones para la edición de bolsillo y 800 más para una edición inglesa. Publicar un libro no la detiene: hace poco revisó una reciente y muy celebrada traducción de Madame Bovary, la de Adam Thorpe, para ver en qué había mejorado él la de ella (“no quiero sonar muy posesiva”).

Traducir es para Davis desaparecer en el estilo de un autor y regresar con una sensibilidad alterada por la visita: no se sale indemne de Flaubert o Proust. Davis respeta incluso los errores en el texto (hay un momento en Madame Bovary en que Flaubert menciona a cuatro personajes que van de viaje, pero luego, en las descripciones, solo habla de tres). Proust es más difícil de traducir; una sola de sus frases monumentales podía tomarle un día entero. De Flaubert descubrió su amor por las aliteraciones y el punto y coma, su brillantez para modular el punto de vista y para usar el imperfecto (esto se pierde en inglés, pues para evitar el uso frecuente de “would” hay que cambiar el tiempo al pasado simple).

La escritura de Davis es también una reacción a sus traducciones. Alguna vez tradujo una mediocre biografía de Marie Curie (“¡tantas maravillosas frases pésimas!”), y luego separó las frases pésimas que más le gustaban y las fue uniendo hasta convertirlas en un cuento. Sus microrrelatos de una frase pueden leerse como reacciones a los estilos opulentos de un Proust. En Ni puedo ni quiero (Eterna Cadencia, 2015) hay trece cuentos que partieron como traducciones literales de fragmentos de las cartas de Flaubert a Louise Colet, para luego ser modificados levemente por Davis y convertidos en sus propios cuentos (Davis se arrepiente de algunas de estas modificaciones: en “La lección de la cocinera”, el “triple imbécil” de Flaubert se convirtió en “imbécil”, pero ahora cree que debió ser “tres veces imbécil”).

Davis reconoce que en sus traducciones hay errores todavía no corregidos (en Madame Bovary hay una “nuez” donde debería decir “avellana”). Cuando revisa su labor, la frase que la guía es: “podía haberme acercado más al original”. No es tanto confesar una derrota como aceptar que la traducción es solo una interpretación, un acercamiento, y que siempre hay espacio para las mejoras, sobre todo si quien se encarga de la labor es una perfeccionista.

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