También el 15 de diciembre pasado, y sobre el mismo tema del día de ayer, Claire Armitstead escribió en The Guardian un
segundo artículo sobre la situación de los escritores de ficción en Gran
Bretaña. Se reproduce aquí, traducido por Julia
Benseñor.
La ficción
literaria está en crisis.
Debe comenzar
un nuevo capítulo en el
financiamiento
de autores
Finalmente, la noticia es oficial: la ficción
literaria se encuentra en crisis y los escritores de todo el país se pasan la
noche en vela en sus buhardillas, dan clases o trabajan duro en empleos ajenos
a la escritura para que el fuego siga ardiendo en el hogar. Esta imagen al
estilo de Dickens fue revelada por el Arts Council England hoy en un informe
que indica que es probable que deba modificar sus prioridades de financiamiento
con el fin de salvar a una población suya solvencia económica y cultural se ha
ido debilitando con el correr de los años.
¿Por qué se ha llegado a esta situación y cuán
importante es? Lo primero que hay que aclarar es que la gente no está
necesariamente leyendo menos: la venta de libros impresos entre ficción, no
ficción y títulos infantiles aumentó casi el 9% en el Reino Unido el año
pasado, mientras que el jueves los analistas del mercado Nielsen Book Scan revelarán
que las ventas durante el importantísimo período navideño han crecido el 20%
desde 2013.
Pero lo que resulta indudablemente cierto es que en la
era del teléfono inteligente y los servicios de streaming, los libros
enfrentan una competencia sin precedentes por atraer nuestra atención, y que
cuando preferimos un libro en lugar de una película o contenidos de redes
sociales, estamos corriendo menos riesgos. El año pasado, encabezó las listas
el guión de la obra de teatro Harry Potter y el legado maldito, de J. K.
Rowling (y Jack Thorne). Rowling también ocupó los puestos 12, 28, 64 y 95, el
último como su álter ego, el escritor del género negro Robert Galbraith, un
éxito debido a la combinación de marketing y familiaridad que puede mantener
viva una tendencia por años, si no décadas. El libro de Philip Pullman que
siguió a la serie de La materia oscura, La bella salvaje, vendió
casi un cuarto de millón de copias desde octubre.
A los autores que se han vuelto intergeneracionales a
medida que sus lectores jóvenes fueron creciendo les va particularmente bien
con esta tendencia de familiaridad para crear afecto. Pero esto no ocurre sólo
con escritores de libros infantiles. El último volumen de la muy literaria y
muy adulta trilogía sobre Thomas Cromwell de Hilary Mantel tendrá megaventas
garantizadas cuando llegue a las librerías.
Este imperativo de la continuidad ha formado parte
desde hace mucho tiempo de los cimientos de los editores comerciales, que
esperan que muchos de sus escritores más exitosos “escupan” un libro por año. Y
a medida que la industria editorial se ha centralizado más y ahora concentra
mucho de su poder en tres conglomerados gigantescos, se ha vuelto más
despiadada.
La cruel verdad es que a los largo de las décadas del
ochenta y del noventa, los novelistas literarios podían vivir de los anticipos
que no generaban ganancias extra. Eran apoyados por un sistema de valores
pasado de moda que autorizaba el paso a pérdidas y ganancias por el prestigio
que significaba que lo asociaran con un escritor “importante” y por la creencia
de que el valor literario podía compensarse con las utilidades de ediciones más
pragmáticas.
Pero es fácil volverse nostálgico. Si analizamos las
novelas literarias que según el Arts Council vendieron más de un millón de
copias en el último par de décadas, se pone en evidencia otra tendencia: Expiación,
de Ian McEwan, Cometas en el
cielo, de Khaled Hosseini, La vida de Pi, de Yann
Martel y La mujer del
viajero en el tiempo, de Audrey Niffenegger pueden no
deber su éxito original a las películas que se basaron en ellas, pero han
obtenido beneficios del lucrativo mercado de los productos licenciados.
A diferencia de las artes escénicas, la industria
editorial siempre ha sido un sector comercial que ha tenido que encontrar la
cuadratura de sus círculos. Esto se refleja en el hecho de que recibe sólo el
7% de la torta financiera que reparte el Arts Council, a diferencia del teatro,
que recibe el 23%, y la danza, que recibe el 11%.
La mayor parte de ese dinero se ha utilizado para
financiar a editores que producen poesía y literatura traducida, que nunca han
podido abrirse su propio camino financieramente. De modo que habrá sangre en la
alfombra si los recursos existentes se vuelcan a brindar apoyo a los novelistas.
Algunos argumentarán que esto sencillamente demuestra
que la ficción literaria es resaca del pasado y que los pobres autores deberán
ponerse las pilas y resignarse a escribir lo que la gente quiere leer realmente.
Pero pocos se atreverían a decir lo mismo sobre el teatro o la danza
experimental. Y esto no tiene en cuenta el hecho de que —como sucedió con Pullmany
Mantel— a los escritores puede llevarles décadas lograr el éxito.
Es más, investigaciones realizadas por la Nueva Escuela
de Investigaciones Sociales de Nueva York el último año indicaron que la
ficción literaria tiene un valor social medible, que aumenta los niveles de
empatía a diferencia de otros géneros de ficción.
De modo que, suponiendo que no vamos a decirles a los
escritores qué deben escribir, y que tampoco queremos que la literatura se
convierta en el dominio exclusivo de aquellos que no necesitan ganarse la vida,
es preciso encontrar maneras de permitir que los demás tipos de novelistas
continúen escribiendo.
Esto no quiere decir que, simplemente, haya que cortar
el actual trozo de la torta en porciones más pequeñas o diferentes; implica que
hay que hablar con más fuerza y convicción para que se agrande el tamaño de la
porción. Aun si desconocemos su valor intrínseco, ¿dónde estarían los mundos de
las películas u obras de teatro si no existieran todas esas novelas literarias
y cuentos para adaptar?
•Claire Armitstead es editora asociada de cultura de The Guardian.
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