Los últimos meses del año 2017 nos depararon Citas de lectura, otro magnífico libro
de Sylvia Molloy. A causa de ese
breve volumen, Silvina Friera la
entrevistó para Página 12, diálogo
que se publicó el 23 de diciembre pasado. En la bajada, puede leerse “Los
ensayos de la escritora y crítica literaria exploran diversos aspectos de su
condición de lectora. ‘Yo leo y escribo y para mí son una misma cosa, están
inextricablemente ligados’, sostiene”. Probablemente, ésta sea la mejor manera de empezar el año del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires.
“Mi trayectoria
de lectura está marcada por el deseo”
El discreto encanto de los encuentros clandestinos
nunca desapareció de su imaginación. Robar libros “prohibidos” por su madre
–censurados por los pasajes sexuales, referencias a una violación o a la
homosexualidad– fue el primer gesto de su identidad en construcción como
lectora en tres lenguas: español, inglés y francés. En uno de los ensayos que
integran Citas de lectura
(Ampersand), Sylvia Molloy revela que fue sensible tempranamente al prestigio
de verse y ser vista con un libro en la mano. “Como aquellos cuadros
renacentistas donde el sujeto aparece con un objeto que señala su profesión,
suerte de metonimia que lo prolonga y lo significa –el médico con su bisturí,
el pintor con su pincel, el cazador con su carabina– me imaginaba siempre
retratada con un libro y lo sigo haciendo”, confiesa la escritora y crítica
literaria que vive en Estados Unidos desde fines de los años 60, donde ha sido
catedrática de literatura latinoamericana y comparada en las universidades de
Princeton, Yale y en la New York University.
La gota de bromo le quemó el dorso de la mano
derecha. Esa cicatriz, muchos años después, es apenas una ínfima rayita que la
escritora le muestra a Página 12 como
el último trofeo de una guerra que perdió con la carrera de Química, durante su
breve paso por la Facultad de Ciencias Exactas. Héctor Pozzi, jefe de trabajos
prácticos, la llamó a su oficina: “Se sacó la mejor nota, Molloy, pero usted no
está contenta aquí”, le dijo. Y la invitó a irse, le dio ese permiso
fundamental, el empujón que necesitaba para estudiar literatura. “Mal que bien,
uno vuelve a esos libros que ha leído con cierta frecuencia, y siempre me
acuerdo de cosas distintas. Me ha pasado de tener un recuerdo nítido y después
volver al texto y encontrarme con otra cosa que no había visto”, plantea la
autora de las novelas En breve cárcel y El común olvido. “La palabra cita para
mí tenía algo un poco dudoso, cierta ambigüedad, algo clandestino, porque yo le
robaba los libros a mi madre, como cuento en uno de los textos, para leerlos.
Hasta que me descubrieron”.
–Quizá varias generaciones de lectores se formaron un poco al calor de
esta especie de clandestinidad inicial, de leer a escondidas de los padres, ¿no?
–Escapar a la vigilancia paterna o materna es uno de los placeres de la
niñez, ¿no? A través de la lectura se aumenta ese placer porque estás escapando
a la vigilancia y estás haciendo algo que sabés que no tendrías que estar
haciendo, porque por algo están esos libros semi escondidos en un cajón, en
donde sea; entonces esa transgresión se vuelve sumamente deseable. Uno se
vuelve más uno mismo al poder tomar algo que se supone que no corresponde.
–Lo prohibido tiene ese encanto particular.
–Totalmente. Además, quiero esto, ¿por qué no? Mi trayectoria de lectura
está marcada por el deseo
–En “El libro como artículo de viaje” dice: “El miedo de quedarme sin
libro que leer me sigue rondando”. ¿Cómo explica ese miedo?
–Es el miedo no solo a sentirme sola, sino literalmente a estar
desamparada. El libro me protege, el libro es un refugio, y si no tengo un
libro estoy a la intemperie. Eso me perturba enormemente. Me perturba más no
tener un libro que no tener un paraguas (risas). Incluso en este último viaje compré
un libro en inglés, pero no me acuerdo cuál era porque no lo leí. Muchas veces
los libros que compro en los aeropuertos son libros que no leo en el viaje.
Pero sé que están ahí. Como el paraguas.
–En “Un posible comienzo” cuenta que le gustaría creer que el primer
libro que leyó de chica fue en español, pero que no sabe si fue así.
–Sé que los primeros cuentos que escuché fueron en español, antes de que
supiera leer. Muchos de ellos eran traducciones de cuentos de hadas ingleses o
franceses. El primer libro que leí no lo recuerdo. Y es algo que me taladra
porque pienso que a lo mejor fue en inglés, pero por otro lado me leían los
cuentos en español. No sé… son puras conjeturas y ese comienzo está un poco
borroso, lo cual me da rabia. Para consolarme pienso que esa indecisión a lo
mejor es una buena cosa porque no importa tanto recordar en qué lengua leíste,
sino qué leíste. Para mí, que siento que la lectura me ha moldeado en cualquier
lengua, leer fue una manera de devenir yo.
–“No sólo vivía a través de los libros, vivía los libros, los volvía
performance personal”, afirma en uno de los textos. ¿Por qué las escenas de
lectura son tan teatrales?
–Esa teatralidad queda cifrada en la idea del lector o la lectora con el
libro en la mano. Ese libro en la mano que leés y que te completa; pero a la
vez es una manera de significar algo para el otro que te está mirando. La
satisfacción es doble: tener un libro por si quiero leerlo y tener un libro que
me completa, que es algo que necesito para ser yo y para que el otro entienda quién soy. Yo soy una lectora con el libro en la mano. De muy chica volvía loca
a mis padres porque no era un libro, sino no sé cuántos que quería llevar
cuando viajaba. Y tenían que ser libros, no revistas. Yo quería que me vieran
con libros. Algo de autoexposición o de jactancia hay sin duda en ese gesto,
pero lo veo como algo más esencial, como parte de mí. Yo quiero que me conozcan
con el libro en la mano.
–¿Es su primera identidad?
–Sí, exacto. Yo creo que había una frase “legal”, que siempre la recuerdo
porque me divierte, que es “fulana de tal, que sí lee y escribe”. Yo leo y
escribo y para mí son una misma cosa; están inextricablemente ligados.
–¿En qué sentido su primo, que aparece homenajeado en uno de los textos,
cambió la dirección de sus lecturas?
–Mi primo, que era bilingüe como yo, me abrió a otro tipo de lecturas en
un momento en que lo necesitaba. Hay dos personas que me abrieron hacia otro
tipo de lecturas: mi profesora de francés, que me abrió hacia la literatura
francesa, y por otro lado mi primo, que me llevó a leer a T. S. Eliot. Yo
venía de un colegio inglés donde leíamos la literatura del siglo XIX,
pero no dábamos ni un paso más adelante.
–¿Cómo no se leía a ningún autor del siglo XX en ese colegio?
–A lo más que llegábamos era a Thomas Hardy. Vi una libertad de escritura
en Eliot en la que no había reparado anteriormente en las lecturas prescriptas
en el colegio.
–Qué escena tremenda que cuenta con Victoria Ocampo, linda manera de
conocerla..
–Esa fue una escena de pavor que todavía recuerdo nítidamente porque la
arrogancia de Victoria –a quien conocí después muy bien y llegué a
querer mucho– fue temeraria. Yo estaba haciendo un trabajo sobre traducciones
de escritores argentinos al francés. Entonces quería hacerle a José Bianco
algunas preguntas sobre (Ricardo) Güiraldes. Me di cuenta de que Güiraldes no
era un escritor que le interesara demasiado, pero muy amablemente me dijo con
quién podía hablar. Y fue entonces cuando irrumpió Victoria diciendo: “¿dónde
está mi libro? ¿quién me robó un libro de Jean Giono?”. Ahí se creó una
complicidad muy linda con Bianco porque puso los ojos en blanco y dijo: “yo no
sé dónde está su libro”. Bianco me dijo a mí: “¿a quién se le ocurre leer a
Giono?”. Esa falta de respeto fue liberadora para mí, porque yo había intentado
leer a Giono y me parecía ilegible. Esas complicidades son muy lindas en las
lecturas. Otro momento muy lindo de complicidad que tuve con “Pepe” Bianco fue
a propósito de los cuentos de Katherine Mansfield. En una conversación se
hablaba de escritores ingleses y yo dije algo sobre Mansfield y me di cuenta de
que la gente no había leído a Mansfield, salvo “Pepe”, que se acordaba del
mismo cuento que yo, de un detalle que guardo como quien almacena monedas raras
porque sabe que en algún momento van a valer algo y las va a usar en la
escritura. Se acordaba de ese cuento donde hay una mujer que anda deambulando
por la ciudad buscando un zaguán donde pueda llorar porque acaba de recibir una
mala noticia. Los dos nos acordábamos de esa escena; fue un momento de
hermandad muy lindo.
Hay otra circunstancia en la que cunde el malentendido con Silvina Ocampo
por el título de una novela de Molloy. “Silvina me enseñó muchas cosas, pero
ese momento fue increíble –reconoce–. Cuando me preguntó cuál era el título de
mi novela, le dije que En breve cárcel. Silvina me dijo que no le gustaba. Y yo
con ganas de matarla, aunque reconociendo que tiene derecho a que no le guste
un título, me quedé callada. Al rato me preguntó: ‘¿cómo era el título?’ Y se
lo repetí. ‘Ah, yo había entendido En breve cáncer’…, me dijo. Me dio un ataque
de risa, pero me maravilló que pudiera pensar que una novela se pueda llamar En
breve cáncer”.
–En otro de los textos de “Citas de lectura” revela que en la plaza
Dorrego compró una primera edición de “Las invitadas”, dedicada a otra persona.
¿Es un gesto de amor hacia Silvina comprar ese libro, tener algo dedicado por
ella?
–Debo decir que llegué al amor a través de los celos, porque mi primera
reacción fue de celos al descubrir que hay un libro de Silvina dedicado a
alguien que era amigo mío. Lo cual añade más celos a los celos que sentí. ¿Por
qué había un libro dedicado a Eugenio (Guasta) y no a mí? Yo no tenía ningún
libro de Silvina dedicado, no sé por qué… Entonces me dio rabia y lo dejé.
Después efectivamente volví porque quería tener un libro de Silvina dedicado,
aunque fuera a otra persona.
–¿Qué le debe a Borges?
–Hay dos momentos en mi lectura de Borges. Una es mi primera lectura, que
se hace desde un punto de vista más “escolar”, porque en Francia trabajé con la
recepción de los escritores latinoamericanos en francés y Borges era figura
central en esa recepción, así que lo trabajé desde el punto de vista académico,
leyéndolo y viendo además los malentendidos que se planteaban en esa recepción:
cómo el país extranjero siempre le pide al texto que ha sido traducido que
coincida con la imagen que ellos tienen. Borges rompía todos los moldes y no
coincidía con lo que se esperaba de América Latina. Entonces hubo una serie
desencuentros muy interesantes. Ese fue mi primer acercamiento a Borges. Pero
más allá de esa experiencia académica, yo empezaba a tantear la escritura y me
daba cuenta de que era otro el Borges que me interesaba: no el que entra en
diálogo con la literatura francesa, sino el Borges que entraba en diálogo
conmigo. A partir de ese momento, cuando empiezo yo misma a escribir, me doy
cuenta de aspectos básicos de Borges que marcan mi escritura: la idea de
traslado de textos, la idea de que la literatura es algo que se repite y que
recontamos y que la literatura refiere. Otra cosa muy importante que me enseñó
Borges es que la crítica y la ficción no son ejercicios diferentes. Se
contaminan provechosamente y eso lo vivo en mi vida diaria: escribo ficción y
escribo crítica al mismo tiempo y muy a menudo lo que no voy a usar en una lo
uso en la otra. También me enseñó el uso del fragmento; él tiene una frase que
me encanta, que trabaja con “pormenores lacónicos de larga proyección”. Para mí
ese trabajar con lo pequeño, con lo menor, y poder proyectarlo es algo muy
importante. Para decirlo en una palabra, Borge me enseñó la atención
literaria.
–En todos sus libros hay una suerte de reservorio de palabras, algunas
quizá cayeron en desuso o están un tanto olvidadas. En “Citas de lectura”, la
más significativa es “mamarrachientos”. ¿Qué función tienen estas palabras?
–Me divierte usarlas, aunque sé que estoy cometiendo un anacronismo. Me
gusta recuperar ciertas palabras que se usan menos ahora. Tengo un museo
personal de palabras que oí en mi infancia, que les oí a mi madre y a mis tías,
que por cierto hablaban de una manera muy linda, a mí me encantaba oírlas y
apropiarme de ellas. A pesar de que el castellano es mi lengua de escritura, al
hablar otros idiomas de manera cotidiana, el inglés por ejemplo, esas palabras
adquieren un aura especial y me gusta ponerlas de vez en cuando en lo que
escribo.
–¿Qué otras palabras recuerda de ese museo personal?
–Cuando mi madre hablaba de una vecina que era un tanto arrogante,
me decía: “es una estirada”. Me encanta estirada. También está el
vocabulario de amigas mayores que yo, que usan mucho “mangangá”, una persona
que habla mucho. Son palabras de las que reconozco su rareza y las uso de
manera muy dosificada para que no parezca que estoy haciendo color local.
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