martes, 17 de septiembre de 2019

"La traducción es un músculo que hay que ejercitar"

Desde el 2015, el Laboratorio Trādūxit, laboratorio de traducción literaria colectiva del italiano al español, es coordinado “a cuatro manos” por Barbara Bertoni y Tomás Serrano Coronado en el Instituto Italiano de Cultura Ciudad de México, con participantes presenciales y a distancia (de España y Argentina). En el marco de sus actividades, el 2 de mayo de 2018 tuvo lugar la siguiente conversación a varias voces con el poeta y traductor Fabio Morábito, de la cual se publican algunos fragmentos–, también publicados en el sitio del Periódico de Poesía, de la UNAM.

El músculo del traductor:
una conversación con Fabio Morábito

Fabio Morábito (1955) nació en Alejandría, Egipto, de padres italianos y a los tres años su familia regresó a Italia. Transcurrió su infancia en Milán y a los quince años se trasladó a México, donde vive desde entonces. A pesar de que su lengua materna es el italiano, ha escrito toda su obra en castellano. Es autor de varios libros de poesía, cuento, ensayo y novela. Tradujo la poesía completa de Eugenio Montale y Aminta de Torquato Tasso. Ha residido largas temporadas en el extranjero y su obra ha sido traducida al alemán, inglés, francés, portugués e italiano.

Barbara Bertoni: ¿Te acercaste primero a la poesía o a la traducción?
Me acerqué primero a la traducción. Mi caso es un poco raro porque yo traduzco de una lengua materna a no materna. Traduzco del italiano al español, que no es mi lengua materna pero quiero creer que se ha vuelto mi lengua materna. Y creo que ha sido así en parte por la traducción; fue mi primera manera de agarrar confianza con la lengua española. Hubo un periodo de mi vida en el que yo no sabía muy bien qué hacer; estaba estudiando sociología, que no me interesaba mucho. Abandoné la carrera y de pronto se me ocurrió traducir poetas italianos: Ungaretti, Pavese, Saba, muy poco Montale (que se me hacía muy difícil). Traducirlos al español fue mi manera de agarrar confianza. El italiano todavía era mi lengua más fuerte; ahora ya no.

BB: Y cuando decidiste ser escritor elegiste escribir en español...
Era inevitable. Yo llegué a México a los quince, de manera que con tan pocos años y con una vocación todavía tan frágil a esa edad uno quiere ser muchas cosas, hubiera sido muy raro que yo escribiese en italiano. Lo hice con muchos cuentos porque el primer año en México fue de mucha soledad. No conocía a nadie y entonces escribía y leía mucho. Iba prácticamente todos los días a la Dante Alighieri, sacaba un libro, lo leía y al día siguiente sacaba otro, y escribía cuentos que mandaba al profesor de música que había tenido en la secundaria —un hombre muy culto y generoso que se tomaba el trabajo de leer esos cuentitos y me hacía sugerencias—. Eso es lo único que he escrito en italiano. Un día quemé esos tres cuadernitos, cosa de la que me arrepiento porque ahora me gustaría ver esos primeros ejercicios. De ahí en adelante todo lo que he escrito ha sido en español.

BB: Aunque te acercaste a la traducción de forma autodidacta, sí tienes formación como traductor…
Fue posterior. Estudié en el Colegio de México. Debo decir que ahí aprendí cosas mucho más interesantes, pero lo que menos aprendí fue a traducir. Sí fue una formación autodidacta; no dolorosa, pero sí problemática, porque cuando uno empieza a traducir se enfrenta a un problema, para mí irresoluble, y es que, en un sentido, la traducción es imposible. Ni siquiera la traducción de poesía sino la llana, como decir “Me gusta un perro”. Una frase tan simple pareciera que no daría problemas, pero sí los hay porque se traduce culturalmente. No traducimos sólo un idioma sino una cultura. Al principio te enfrentas con el hecho de que las palabras coinciden más o menos, pero uno siente que el sentido no es el mismo y eso paraliza. Yo he notado que algunos alumnos míos, en el curso que doy de traducción en la Licenciatura de Lenguas y Literaturas Modernas (Letras Italianas) de la UNAM, tienen todas las premisas técnicas para ser buenos traductores; conocen bien el idioma de llegada y de partida, pero hay algo, un problema metafísico, que los inquieta tremendamente. Hay muchas personas que no pueden traducir por eso: la conciencia de que la traducción es una traición los inhibe. Para traducir hay que aceptar que se traiciona.

BB: ¿Qué te inspira a escribir un poema y qué te empuja a traducir un poema?
Si no hay un encargo editorial de por medio, como en el caso de Montale, traducir un poema es casi siempre porque te gusta mucho ese poema y lo quieres masticar, apropiarte de él casi orgánicamente. La mejor forma es traduciéndolo; es decir, reescribiendo lo que ya fue escrito. Es una forma de entender algo que no termina de entenderse en una simple lectura, para tratar de captar aquello que uno siente que se le escapa.
No sé por qué uno escribe un poema. Los estímulos son muchos: puede ser algo oído en la calle, una frase, algo leído, o destellos, así de repente. Montale decía que él escribía los poemas de golpe, cosa que a mí siempre me ha sorprendido porque son poemas tan complejos, tan trabajados, que uno los pensaría escritos después de muchas versiones. Él decía: “Lo que pasa es que tengo los poemas incubados, sin saberlo yo mismo, mucho tiempo, y de repente cuando escribo ya estaban casi hechos en mi cabeza de un modo inconsciente”. Ésa es una manera de escribir poesía: uno está escribiendo todo el tiempo, se fija y almacena cosas todo el tiempo, y de repente, a la hora de escribir, sale todo eso que estaba guardado.

BB: ¿Qué sientes cuando lees un poema tuyo traducido a otro idioma? ¿Es todavía tuyo o alguien se apropió de tu poema?
Es una sensación a la que uno tiene que acostumbrarse. Ahora me están traduciendo al francés y he llegado a un acuerdo con la traductora, que vive en México, de trabajar juntos después de una primera versión, porque a mí me interesa mucho la musicalidad de la poesía. Lo primero que se pierde en la traducción es justamente el elemento sonoro. Los traductores tendemos a respetar el significado, temiendo no perderlo, y muchas veces sacrificamos ritmo y musicalidad. Por ejemplo, Stefano Strazzabosco, que tradujo una antología mía al italiano, hizo un muy buen trabajo con mis poemas. Aprovechando mi conocimiento, yo le hacía muchas sugerencias de cambios, que eran invitaciones a que traicionara más el original, cosa que él no se hubiera permitido si yo no le hubiera dado ese permiso a fin de que tuviera más libertad de trabajo con la sonoridad.

BB: ¿Consultas tus dudas con los poetas vivos que traduces o piensas que el lector (y también el traductor) tiene interpretar sin consultarlas?
Cuando hay una duda lo mejor es consultar. Si uno no entiende una palabra, un verso, lo más honesto es, si se puede, preguntarle al autor lo que quiso decir. Realmente la poesía de Patrizia Cavalli es muy sencilla, pero en un par de ocasiones había palabras que yo no entendía. Le escribí y ella aclaró mis dudas. Más allá de eso, uno siempre está interpretando y cambiando las cosas. Eso es inevitable y no debe tentarse el corazón para hacerlo; si no, caemos en esas traducciones muy serviles, muy correctas, pero muertas.
Ahora, por ejemplo, estoy haciendo algo que nunca había hecho. Yo trabajo en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. Ahí hay un Centro de Estudios Clásicos, que de hecho es un centro de traducción donde se traducen griegos y latinos. Para mí, se hace de un modo deplorable. Es una escuela de traducción en donde se calca prácticamente la sintaxis del griego y del latín. El resultado es, desde mi punto de vista y con honrosas excepciones, ilegible. Más o menos intuimos cómo era la sintaxis del griego y del latín, pero en esas traducciones no se nos está dando poesía, sino una cosa híbrida que no sabemos muy bien qué significa.
Hay un joven doctor del Instituto que está traduciendo líricos griegos arcaicos (Safo, Anacreonte, Arquíloco, etc.) y lo hace de esa manera, siguiendo esta escuela muy dura y filológica. Pero con la diferencia de que a él no le satisface nada. Como él no es poeta, ni se siente poeta, ni aspira a ser poeta, no se atreve ni quiere hacer una traducción poética. Entonces me propuso que hiciéramos un trabajo a cuatro manos. Es decir, que él ofreciera su traducción filológica y, sobre ella, yo hiciese una traducción más lírica y potable. Es un trabajo muy interesante: yo no sé una palabra de griego, él me ayuda a desentrañar las peculiaridades de cada verso y luego yo improviso. Los resultados son, desde luego, muy distintos. La traducción filológica y la lírica se parecen poco. Creo que es un ejercicio necesario para restituir algo de lo que era la poesía en sí: hecha para disfrutar, no para rescatarse como un documento académico.
Al traductor le interesa ser fiel y respetuoso hacia el original; o sea, no aprovecharse de él para alardear de sus propias virtudes literarias sino respetar el texto lo más posible, pero no al extremo de volver ilegible el producto de esa traducción. La traducción siempre va a oscilar entre esos dos polos: ser respetuosa del original y, al mismo tiempo, construir un texto autónomo.
Cuando uno traduce autores clásicos, la complejidad está en que uno ya pueden consultarse dudas con el autor. Grave problema. A menos de que haya una exitosa sesión espiritista, que no es tan mala idea. En este trabajo que estoy haciendo me di cuenta de algo que no sabía. Estoy consultando muchas traducciones, no solamente la de mi colega, y me doy cuenta cómo cambian de una a otra; hay versos que cada traductor entiende o aprovecha a su manera. Eso es una ventaja porque me da permiso de ser también un poco arbitrario. No sabemos cómo se oían y cómo se vivían esos poemas. En concreto, los poemas griegos pertenecían a una cultura sobre todo oral, donde la poesía no se leía: se recitaba, se oía, se aprendía de memoria. De pronto, convertida en papel, cambia profundamente. Son muchas las mediaciones que nos alejan de ese producto original, y quererlo rescatar es una quimera. Sucede lo mismo la música griega antigua: nunca vamos a saber cómo sonaba, porque nunca hemos podido escuchar una lira.
Cuando traduje a Montale tenía el propósito de rescatar, dentro de lo posible, su musicalidad. Porque Montale ha sido, probablemente, el poeta italiano más musical de todos los tiempos. La suya es una musicalidad muy torturada, no cantarina; es muy seca, con muchas rimas internas. Montale es un maestro, por ejemplo, en recoger el sonido de una rima que está seis o siete versos arriba, cuando pareciera que ese sonido ya desapareció en la mente del lector. Era cantante de ópera; nunca se presentó, nunca debutó como tal, pero tenía un oído finísimo que le permitía hacer eso en la poesía. Entonces, me dije: “Si no hacemos una traducción que rescate la musicalidad, no estamos traduciendo a Montale sino inventando a otro poeta”. El resultado, por supuesto, me deja insatisfecho: la musicalidad en cualquier estrofa de Montale es mil veces superior a lo que yo pude lograr. Pero hice ese esfuerzo, cuando otros traductores de Montale ni siquiera lo intentaron. Ellos, muy correctitos, tradujeron palabra por palabra. No todas las traducciones son así: hay algunas más vivas pero muchas son sordas, y yo creo que el propio Montale diría “ése no soy yo”.
En el caso de Tasso tuve una polémica por escrito, muy interesante, con Antonio Alatorre, quien junto con Margit Frenk ha sido uno de los más grandes filólogos en México. Cuando publiqué un fragmento de mi traducción de Aminta en una revista, él la criticó por escrito. Alatorre me decía, por ejemplo: “No usas ‘zagalejo’, una palabra que quiere decir ‘muchacho’ y que aparece en la traducción anterior, hecha por Jáuregui, una de las grandes traducciones del italiano al español, elogiada por el propio Cervantes en El Quijote”. “Zagalejo” era una palabra viva en ese momento, la decían en la calle. Hoy nadie la usa. Había que poner “muchacho” —tampoco iba a poner “chavo”—. Él decía que “zagalejo” nos trae el sabor del Siglo de Oro. Pero no se trata de traer el sabor del Siglo de Oro, se trata de meter a Tasso en nuestras palabras y sensibilidad. Tuvimos un intercambio que luego se publicó y en el que, según él, hubo un empate técnico, cosa que me dio mucho orgullo: yo estaba debatiendo con un gran filólogo, un hombre muy inteligente y sensible. Hay tantos filólogos que no tienen sensibilidad literaria; él sí la tenía.
Traté de modernizar —no sólo traté: era inevitable que lo hiciera— y, sobre todo, de respetar el verso de Tasso, aparentemente amable pero en el fondo cargado de gran ingeniería poética: Tasso corta los versos, igual que Montale, con muchas rimas internas. El texto de Tasso es muy complejo y la extraordinaria traducción de Jáuregui es mucho más amable y light. Es decir, sus versos son muy apacibles, y la prueba de eso es que alarga la traducción en unos setenta u ochenta versos. Se toma todo el tiempo y su cadencia es más sinuosa. Me parecía el momento de hacer una traducción más moderna que reflejara lo que vivimos: un mundo más tortuoso y complejo. Esa fue mi apuesta con Tasso.

BB: ¿A qué español traduces? ¿A un español “neutro”? ¿Te corrigen tus traducciones en España?
Yo tenía ese miedo con Montale porque era una editorial española. Pero ahí la suerte es que Nicanor Vélez, un extraordinario editor, era colombiano. Él era el primero en oponerse a esa costumbre ibérica de corregir a todos los que no escribimos en español peninsular. A mí me lo han hecho con mis libros de cuentos. Publiqué un libro de cuentos en Tusquets México, lo republicaron en Tusquets España y, para la nueva edición, me pidieron que corrigiera algunas palabras. En algunos casos se entiende: si uno pone “banqueta”, el lector español, colombiano y venezolano se imagina un banquito y no se entiende nada; hay que poner “acera”, que es la palabra neutra. Pero existe ese vicio, un poco colonialista, del que dice: “Venga aquí al español que vale, al verdadero español”. Por suerte, con Montale no tuve ese problema.
La pregunta que haces es conflictiva. Yo siempre me pregunto eso, no sólo en poesía, sino también en prosa: a qué español traducir. Siempre hay una oscilación. No podemos traducir a un español tan estándar que se vuelva incoloro, pero tampoco a uno demasiado local porque corremos el riesgo de, entre tantas variantes del español, volvernos provincianos y que sólo nos entiendan los de nuestro país.

BB: ¿Eres de los que piensan que sólo los poetas pueden traducir poesía?
Hay una antología muy interesante de poesía italiana en la que, por primera vez, he visto que se antologa a traductores de poesía que no son poetas. Me parece un gesto muy interesante. Son traductores a los que, por alguna razón, no les interesa escribir su propia poesía pero son poetas al momento de traducir. No hay que pedirle a un traductor de poesía que te muestre sus credenciales de poeta o sus libros de poesía.

BB: ¿A qué poeta te hubiera gustado traducir y aún no lo has hecho?
Tuve mis ínfulas dantescas. Empecé a traducir el primer terceto de la Comedia y me fue imposible. Porque hay que tomar muchas decisiones al traducir a Dante. Yo no lo traduciría con rima consonante: eso es limitar enormemente y no me sentiría capaz, con esa prisión, de traducirlo bien. Haría una rima libre, lo más sonora que se pudiese. Pero me gana mi ignorancia filológica. Para traducir a Dante hay que documentarse, consultar ediciones críticas; es un trabajo titánico al que habría que dedicar demasiado tiempo. Sería maravilloso poder traducir a Dante. Acaba de salir una traducción en Argentina de Jorge Aulicino donde, curiosamente, no suele respetarse el endecasílabo. Sí me ha impactado un poco el hecho de que el ritmo mismo esté roto. Puede ser una apuesta interesante, alejarse incluso del endecasílabo para obtener alguna ganancia en otro campo.

BB: ¿Qué traducción tuya te enorgullece más?
La de Montale, por el esfuerzo. Tardé un año en decidirme; tenía mucho miedo. Finalmente me decidí cuando logré que el editor español me diera tres años de plazo. Ellos querían que lo hiciera en ocho meses. ¿Cómo se puede traducir la obra completa de Montale en ocho meses? Sí, se puede hacer, pero va a salir una porquería. Cuando logré que me dieran ese tiempo, entonces me animé. Creo que es un trabajo del que, con sus altibajos, estoy orgulloso.

BB: ¿Qué consejos le puedes dar a un joven traductor?
La traducción es un músculo que hay que ejercitar. Después de dos clases con mis alumnos ya sé la calificación que va a tener cada uno de ellos. Con dos clases me doy cuenta quién es muy bueno, quién no es tan bueno, quién es malo. Eso no va a cambiar en un semestre, pero quizá sí en un año. Es una cosa muy lenta, como escribir. Nadie puede escribir mejor en dos meses. Es un trabajo muy lento y paciente. Mi curso es práctico: no vemos nada de teoría de la traducción. La teoría de la traducción no sirve para nada a la hora de traducir. Mi único consejo es seguir traduciendo y leer.

Jorge Issa: ¿Has sentido alguna vez la tentación, la necesidad de “mejorar” un texto cuando lo traduces porque juzgas que hay insuficiencias, errores? Hay traducciones mejores que el original y uno agradece que existan. Borges decía enorgullecerse más de lo que había leído que de lo que había escrito, pero se permitió “corregirle la página” a Herman Melville, cortar párrafos, añadir pasajes…
¿Qué significa mejorar? Si se trata de añadir con impunidad, creo que es algo que ya nadie hace. O como en muchas traducciones, sobre todo decimonónicas, cuando el traductor pulía moralmente el texto original, las partes “indecentes”. En la cultura de la época existía ese permiso.
Pero el alarde del traductor sigue siendo un riesgo. Milan Kundera, en Los testimonios traicionados, cuenta que cuando llegó a Francia y aprendió francés, ya habían sido traducidas una o dos novelas suyas. Por primera vez pudo leer en francés su novela y brincó porque el traductor había pecado de virtuosismo. Donde el personaje decía “tomó un vaso de agua”, el otro decía “el vaso lanzaba reflejos de luz”. Kundera exigió a la editorial que retiraran esa traducción por ser barroca, sobre todo por tratarse de un autor que más bien se caracteriza por su sequedad y economía. Exigió que se retradujera y ahora podía él cotejar esa traducción. Es probable que el traductor pretendiese mejorar a Kundera: pensó que le faltaba la sensibilidad del rayo de luz atravesando el vaso. Hay que tener cuidado.
Cuando veo y releo mi traducción de Montale siempre pienso: “Qué lástima, este verso pude haberlo traducido mejor así”. Pasa lo mismo con lo que uno escribe. Uno puede estar perfeccionando todo el tiempo lo que ha hecho.

JI: Me refería a la falta de modestia de pensar que pueden subsanarse insuficiencias.
No hay traductor que se salve de eso. Hay que controlarse, pero a veces hay que darse también ese gusto, pensar en el lector. Eso justifica que, en algunas traducciones, me robe un trozo de otro traductor porque lo hizo muy bien. Si así fue, por qué no utilizarlo. Al final está la posibilidad de decir a dónde pertenece ese verso; uno decide si rinde cuentas o se hace pato.

Eleonora Biasin: ¿Cómo traducir un dialecto?
En México no tenemos dialectos, al menos del español. No queda más remedio que achatar el original porque, si no, tendríamos que inventar. Lo que más se parece a un dialecto es una jerga juvenil o gremial, un lenguaje dentro del lenguaje. El salto estilístico es enorme. Si yo traduzco, por ejemplo, a Trilussa y digo a qué lenguaje específico lo voy a traducir en México un lenguaje que tenga un remoto parecido con lo que es un dialecto en Italia, a lo mejor decido traducirlo a una jerga juvenil como de José Agustín. Es un experimento interesante porque, al menos, respeta eso: saltarse el lenguaje estándar. Traducir un dialecto a una jerga juvenil es traicionarlo de base, pero puede que el resultado lo justifique. El traductor tendría que decir que, puesto ante la necesidad de no traducir a un español pulcro, tuvo que escoger una jerga de algún tipo; advertirle al lector la enorme libertad que se ha tomado. Yo acentuaría el localismo porque un dialecto es un lenguaje ultra local.

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