Tomas Bernhard |
Guillermo Piro,
en su columna del diario Perfil,
publicada el pasado 15 de septiembre, se refiere a lo que leemos mediado por
traductores y de qué manera estos prestan su propia voz y, a veces, definen un
estilo. Nada más y nada menos.
La maravillosa prosa de
Llegó el momento de
volver sobre un tema que habíamos acantonado en el arcón de los resentimientos,
y es el momento de volver a él porque es un tema de nuestro tiempo y porque
ciertas cosas hay que repetirlas. Es frecuente escuchar y leer a lectores
profesionales (entiendo por esto a gente que bien o mal –más mal que bien– vive
de lo que lee) referirse a “la maravillosa prosa de” refiriéndose a una
traducción –e incluso hablando de una traducción de Anagrama, lo que ya rozaría
el delirio. No soy de esos obsecuentes maleducados que creen que el nombre del
traductor debería figurar indefectiblemente en la tapa de los libros; por el
contrario, creo que el traductor debería en lo posible ser olvidado, pasado por
alto, ignorado. Salvo, claro está, a la hora de hablar de ciertas virtudes del
texto, porque tampoco está bien adjudicarle la invención del teléfono a Graham
Bell y no a Antonio Meucci. Lo que quiero decir es que hay que ver con buenos
ojos que el traductor prefiera permanecer no en el anonimato pero sí en
silencio, sin interrumpir la lectura con molestas notas al pie, como esa gente
que cae a una fiesta sin que nadie la haya invitado. Pero a la hora de hablar
de “la maravillosa prosa de” hay que hacer una salvedad, olvidar el
autorcentrismo y reconocer que “la maravillosa prosa de”, sin importar de quien
sea, no es suya. No digo “no es solamente suya” sino “no es suya”, en el
sentido de que no le pertenece, le es ajena.
Llegar a entender eso
no es fácil. Fácil es adjudicarle a otro un determinado logro, pero es difícil
creer verdaderamente en que es el otro el autor de ese logro. En el caso de la
traducción no hablamos de un logro absoluto, pero en cualquier caso se trata de
un logro que aniquila cualquier posibilidad de hablar de “la maravillosa prosa
de” –se sobreentiende que lo mismo corre para “la espantosa prosa de”, pero
hablemos de la maravillosa.
Hay una cadencia típica
en los libros de Bernhard traducidos por Sáenz –muchos de ellos publicados por
Anagrama: las vueltas de la vida–, tan reconocible como la de Muerte a crédito, de Céline, en la
traducción de Néstor Sánchez, cadencia perdida en la traducción del mismo libro
hecha por Carlos Manzano. La diferencia es que Sánchez tradujo una sola vez a
Céline, en cambio Sáenz consiguió, en base a la china insistencia, instalar esa
cadencia, al punto de hacernos creer que efectivamente era propia de Bernhard.
Para probarlo basta tomar cualquier obra del austriaco que no haya sido
traducida por Sáenz, Los comebarato,
por ejemplo, cuya traducción fue encomendada a otro español: Carlos Fortea. Los comebarato no parece un libro de
Bernhard. Es otra cosa. Suena de otro modo. No es el Bernhard conocido por
todos, el Bernhard de la gente.
Quien habla de “la
maravillosa prosa de” se comporta como el fan de un teleteatro que al ver pasar
por la calle a la actriz que encarna a la tía malvada la insulta a los gritos:
al mismo tiempo que demuestra no haber entendido nada de la mecánica ficcional
pone de manifiesto que la actuación de la susodicha actuación es celebérrima,
al punto de hacerle confundir realidad y fantasía. Hablar de “la maravillosa
prosa de” es un elogio inmenso para el traductor, pero al mismo tiempo una
injusticia. En tiempos en que estamos tan pendientes de lo que decimos para no
ofender a nadie yo optaría por una variante que se acerca un poco más a la
verdad, hablando de “la maravillosa prosa de en la versión de”. O mejor aún,
“la maravillosa prosa de en la perversión de”. Eso sí que sería hacer justicia.
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