jueves, 24 de junio de 2021

Edgardo Scott, traductor de "Dublineses" de Joyce

Edgardo Scott se hizo una reputación como narrador –No basta que mires, no basta que creas (2008), Los refugios (2010), El exceso (2012) y Luto (2017)– y ensayista –Caminantes (2019)–, pero un día empezó a traducir. Su traducción más reciente es Dublineses, de James Joyce, que acaba de publicar la editorial Godot en Buenos Aires. Esa fue la excusa para entrevistarlo para este blog.

 

“Nunca hay algo asentado del todo”

 


–Dijiste en varias entrevistas que desde hacía mucho querías traducir Dublineses. ¿Por qué este libro entre todos los posibles libros de cuentos que se pueden traducir?

Supongo que porque traducirlo era la manera de leerlo con la mayor intensidad posible y de darlo a leer del mismo modo; dar a leer algo que había sido absolutamente clave para mí. Traducir es a veces como leer hasta el punto de hacer de esa lectura una escritura. También porque me parecía que todavía no estaba o no está del todo subrayada la importancia de Joyce para la reinvención del cuento. O la invención del relato contemporáneo. Creo que tenemos más presente a Chejov o a Hemingway  (que sin embargo le debe tanto), incluso a Mansfield, que a Joyce.

 

–Decís que leer Dublineses, antes de traducirlo, fue absolutamente clave para vos, ¿por qué?
–Por un lado, por algo biográfico, íntimo, que a través de ese cuento, “Clay” (“Arcilla”) que leí a los 17 años en Lenguas Vivas, cuando estudiaba inglés, yo leía la lengua de mi familia paterna, en gran medida irlandesa. Quiero decir; fijate que en el cuento “Eveline”, el éxodo, la tierra prometida es Buenos Aires. Mi familia paterna viene de ahí, de donde viene Gretta, la esposa de Gabriel Conroy. Y después porque en los relatos de Joyce de Dublineses yo encuentro una forma de sugerir la verdad que es magistral y que me sigue pareciendo contemporánea. Lo que hace en el cuento “Gracia” es ejemplar en este sentido.

 

–También hablaste de los problemas que encontraste en otras versiones. ¿Podrías detallar cómo los evitaste en la tuya?

–Bueno, en muchos casos, estos veinte años han sido claves, porque han sido los años en que Internet se volvió un archivo y una biblioteca universal al alcance de un click o dos. Entonces muchos de los errores o imprecisiones tenían que ver con las referencias, o el modo de interpretar y afirmar esas referencias. Otra corrección fue la puntuación original, que desde que fue restablecida en 1967, nunca había sido muy tomada en cuenta en castellano. Traté de respetarla o recrearla al máximo, dejando ver la elocuencia teatral que hay en esa puntuación hecha menos de puntos y comas que de silencios o de un ritmo acelerado de la frase que se debe leer de un tirón para captar su artificio. Por último, intenté no pecar ni de “lenguaje neutro” o lo más neutro posible, algo muy de moda e incluso recomendado por las instituciones de la lengua en castellano ni, por supuesto, caer en su contrario, la exageración de un regionalismo del Río de la Plata. En ese sentido el tono general de Joyce en este libro, un inglés “tan irlandés y dublinesco”, pero no costumbrista ni lunfardo fue la guía.

 

–Noté que hacías una división entre libros clásicos y libros contemporáneos. Decías, por ejemplo, que Rojo y negro es un clásico, pero que los libros de Joyce son libros vivos. Me gustaría que especificaras más a qué te referís con una y otra cosa.

–Me parece que los libros clásicos ya no entran en la discusión política, están más allá de la discusión política, en todos los sentidos que le queramos dar a esa dimensión. Están, al menos temporariamente, fuera de esa discusión. Me parece que los contemporáneos, por el contrario, siguen entrando en esa discusión. Todavía las líneas de la modernidad del siglo XX, el famoso trío: Proust, Joyce, Kafka, siguen siendo formas de escribir y pensar la literatura que a través de la tradición, a partir de los autores que continúan y expanden esas obras siguen enfrentándose. Para verlo en nuestro caso, Saer a esta altura podría ser un clásico para nosotros, y sin embargo, cuando un escritor como Aira, por ejemplo, ataca su literatura y su figura de autor por “demasiado seria o solemne” entonces Saer se vuelve un contemporáneo, porque habrá quienes lo sigan a Aira y lo lean de ese modo a Saer, y habrá quienes lo “defiendan” (con todos los grises posibles en ese arco entre un punto y otro). ¿Pero alguien discute Amalia o Don Segundo Sombra? Entonces esos libros son clásicos. En realidad no las pienso como categorías estáticas ni tampoco tienen que ver necesariamente con una “cantidad de tiempo”; hasta la dictadura Borges no era un clásico, y después de la dictadura y su muerte, lo fue. Ya no lo toca –otro dirá, no vale la pena–, la dimensión política (nótese que digo política, no ideológica). Pero eso es hasta que alguien lo cuestiona, lo lee de nuevo; eso es lo que tiene la literatura: nunca hay algo asentado del todo. Por eso todo canon es temporario e interesado.

 

–Otra cuestión sobre la que insististe es la de la estructura que tienen los cuentos de Joyce, que se contraponen con los cuentos tradicionales en eso de tener un principio, un medio y un fin. ¿Qué nueva estructura estaría proponiendo?

–Claro, yo digo que los cuentos de Joyce son relatos, porque me sirve distinguir entre  cuento y relato. En los dos casos son formas narrativas que revelan una verdad. Pero en el caso del relato de Joyce no hay una promesa narrativa y el ocultamiento de una verdad para que en el final se revele sino que la revelación de la verdad actúa por acumulación, no por ocultamiento. Todo el tiempo está a la vista. Es un poco como en el teatro, esos objetos que están en la escenografía y que parecen indiferentes hasta que la acción los “muestra”. Aunque en realidad siempre estuvieron a la vista. Joyce trabaja con ese tipo de relato, un relato sin promesa narrativa, sin ocultamiento, pero, paradójicamente con revelación de verdad.

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