jueves, 3 de junio de 2021

"Zapatillas usadas no sabemos por quién"

El pasado 30 de mayo, Guillermo Piro, en su columna dominical del diario Perfil publicó el texto que sigue, donde, acaso exagerando un poco, pone en evidencia que cuando se lee un texto traducido no necesariamente se lee el texto en cuestión y el estilo del autor original.


¿Pero entonces a quién leemos?

En los tiempos en que dictaba talleres de crítica literaria dejaba que mis alumnos eligieran a placer el libro que pretendían criticar sin importarme demasiado su longitud, su argumento, su autor o su género; lo único que tenían prohibido era recurrir a traducciones. Porque dejando de lado los matices hispánicos, todo lo que particulariza a un escritor chileno y lo diferencia de uno peruano o de uno uruguayo es que, aun creando pequeños paisajes lacustres en los que el lector chapotea y se pierde, buscando un claro para descansar o el camino detrás de un árbol para seguir adelante, dejando de lado todo eso, el lector tiene la impresión de que está consumiendo una lengua de primera mano, como un par de zapatillas nuevas. Las traducciones, en cambio, tienen el inconveniente de ser literatura de segunda: zapatillas usadas no sabemos por quién, en muchos casos por españoles que, reacios al uso del talco, las dejan en un estado difícil de soportar para cualquiera que aún conserve el olfato. Y porque no podía (sigo sin poder) tolerar que se apelara a “la maravillosa prosa de” refiriéndose a un autor que, habiendo escrito en otro idioma, estaba siendo leído a través de un intermediario, un representante, un mandadero hacendoso, en el mejor de los casos, pero en cualquier caso el cadete, no el gerente.

Extrañamente, quien se entrega con absoluta tranquilidad en brazos de un libro traducido es el mismo que, si en el restaurante la tortilla está demasiado cruda, no acepta la intermediación del camarero y pide hablar con el cocinero. Así es como debería ser. Y sin embargo, frente al libro traducido, cualquier desconfianza queda anulada de entrada: se come la tortilla como se la han traído (convengamos en que hay pocas cosas más repugnantes que la papa cruda) y no solo no chista sino que, además, habla donde puede y a todo al que tiene cerca de las virtudes de este nuevo autor noruego, o filipino, una escritura brillante, una voz preciosa. ¿Qué voz, qué escritura?

Pongamos un ejemplo. Hay un verso de Carlo Emilio Gadda que intento traducir desde hace veinte años. Es muy simple, dice: Sul tavolo di formica, una formica, es decir “En la mesa de fórmica, una hormiga”. Dejemos de lado las intenciones y las ganas de jugar de Gadda, evaluemos lo que hay. Como cualquiera habrá advertido, la diferencia entre formica y formica radica solamente en la acentuación: fórmica, la primera, y formíca la segunda. Un chiste tonto, se dirá. Sí, pero el traductor no está allí para juzgar los chistes, solo para traducirlos. La traducción literal debería queda descartada desde el vamos, sencillamente porque a la inocente tontería del verso se le sumaría la del traductor, y una tontería se tolera, pero dos no. Durante mucho tiempo pensé en traducirlo de la siguiente manera: “En la mesa de hormigón, un hormigón”. Como solución no es una genialidad, pero estamos mejor que al comienzo. Ahora bien, el lector lee eso que traduje y a partir de allí hace una corta serie de conjeturas o emite una corta serie de juicios que me invisibilizan, volviendo al verso de Gadda algo más tonto de lo que es: injusto, ¿no?

¿Cuál es la solución?, dirá el aburrido lector. En mi humilde opinión, debería esforzarse por mantenerse alejado de las traducciones, y para ello lo mejor es aprender idiomas. No muchos, con ocho está bien. Y recurrir a las traducciones si es absolutamente necesario, y si están escritas en cualquier lengua que no sea una de esas ocho. Todo eso suponiendo que de verdad le interese la literatura, si no, no importa.

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