sábado, 29 de mayo de 2010

Los traductores piden poco...

Michael Hofmann, traductor del aclamado thriller de la Segunda Guerra nundial Alone in Berlin, de Hans Fallad,  argumenta  en el siguiente artículo –publicado en The Telegraph, de Gran Bretaña, el 15 de mayo pasado (http://www.telegraph.co.uk/culture/books/bookreviews/7719866/Why-Translation-Matters-by-Edith-Grossman-review.html)– a favor de la importancia de un arte que agoniza, en su reseña sobre Why Translation Matters, de Edith Grossman. La versión al castellano de este texto fue realizada por Julia Benseñor.

En este blog puede leerse otra reseña sobre el mismo libro, en la entrada correspondiente al 17 de mayo, con firma de Richard Howard y traducción de Silvia Camerotto (http://clubdetraductoresliterariosdebaires.blogspot.com/search/label/Edith%20Grossman).

"Tal vez estemos en el ocaso de la traducción"

Los libros escritos por traductores —que nada tienen que ver con las teorías sobre la traducción, verdaderas encarnaciones de la obra del demonio y que deben evitarse a toda costa— son realmente muy pocos.

El libro de Edith Grossman, Why Translation Matters, es el segundo que leí después de If This Be Treason: Translation and Its Dyscontents, de Gregory Rabassa (2005). Rabassa fue el primer gran traductor de Cortázar, Asturias, García Márquez, Vargas Llosa y de muchos de los autores del gran boom internacional de la literatura latinoamericana que comenzó en la década de 1950 (y que simplemente dimos en llamar “el boom”). Por su parte, Grossman es la sucesora de Rabassa en relación con los últimos dos autores mencionados y la principal referente en la lengua, quizás a los efectos de las traducciones al inglés, que ha reemplazado al ruso y al francés (mientras esperamos el turno del chino) en términos de idiomas de referencia: el español.

Se trata, por cierto, de un subgénero harto curioso, como los libros escritos por mimos, bateristas, dobles de escenas de riesgo o de desnudo, personas sobre las que poco o nada se oye decir y cuyos pensamientos o los que pasan por serlo se ejercen a pleno y minuto a minuto en el diario vivir de sus profesiones exigentes y riesgosas. También es un subgénero impuro, una mezcla de autojustificación, grito de guerra ahogado, recuerdos, modestias y modesto filosofar. Personas prácticas con reflejos magistrales que están fuera de su elemento cuando tienen que hablar de ello. Pero, qué duda cabe, su mejor pensamiento se manifiesta a través del papel, las escobillas o los guantes blancos. Los mejores conceptos de Edith Grossman sobre la traducción, y su mejor defensa, serán siempre sus traducciones.

Mientras leo y releo este libro corto —originalmente, una serie de tres conferencias en Yale— me pregunté para quién lo había, si no escrito (ya que la respuesta aquí es para los estudiantes y docentes), al menos publicado.

No lo hizo para sus colegas traductores, que están bien familiarizados con el cuadro de situación y las cifras que presenta (apenas un lastimoso 3 por ciento de los libros publicados en inglés son traducciones literarias cuando en la mayoría de los países europeos el porcentaje se multiplica por diez); sus semblanzas (el traductor como artista); sus lamentos (la complacencia de los editores que sólo publican libros en inglés, los desaires bárbaros de los críticos de libros cuando no parlotean tibios y a menudo ignorantes elogios); sus gustos por la indirecta y accidentada historia de la fertilización cruzada de la literatura a través de las distintas lenguas (para leer un relato más completo y divertido, recomiendo Miss Herbert, de Adam Thirlwell).

Pero tampoco está dirigido adecuada o imperiosamente a los detractores de la traducción (esos editores timoratos y lectores poco intrépidos) ni al público en general, tan cabalmente ajeno a su existencia, problemas y goces.

Trucos sacados de la galera de todo conferencista traicionan al escritor: preguntas retóricas, fragmentos de jerga y cháchara académica, demasiadas citas de demasiadas “voces autorizadas”, listados estériles de atributos léxicos, cualidades estilísticas, glorias de autores.

Edith Grossman se mantiene firme con su puntería de mediano alcance, cuando pienso que habría sido más gratificante para el lector que usara una lente más minuciosa o adoptara un gran angular para ofrecer una perspectiva más amplia. (El libro de Rabassa, por obra y gracia de un milagro menor, maneja ambos). Su defensa apasionada de la literatura me resultó fatigosa, desconcertante e innecesaria: “la carga lingüística, los ritmos estructurales, las implicaciones sutiles, las complejidades semánticas y sugerencias léxicas, las inferencias culturales y ambientales, las conclusiones”, etc., etc. Es como una descripción tan anodina como inútil del arco iris.

Es en las raras ocasiones en que se ocupa de lo esencial que el aire cargado de estudio y sudor impersonal se disipan, como cuando recuerda el momento en que dio con la bella frase inicial que abre su aclamada traducción del Don Quijote: “Somewhere in La Mancha, in a place whose name I do not care to remember…”

Los traductores piden muy poco… sólo ser leídos, incluidos, entendidos… y no lo consiguen. No creo que nadie que lea un libro extranjero en inglés sea capaz de nombrar a la persona que lo tradujo. Y sin embargo todos decimos que ésta es una era global. Los signos son auspiciosos. Comemos en restaurantes etíopes y cocinamos recetas tailandesas, escuchamos música senegalesa, nos vamos de vacaciones a Perú o a la Gran Barrera de Coral de Australia, y sabemos acerca de los haitianos, uigures y kirguistanos. Pero no podemos encontrar la manera de que unos pocos seres inofensivos e infortunados que se desloman como esclavos se sientan valorados (con excepción del Dr. Johnson).

Creo que tal vez estemos en el ocaso de la traducción; cada vez que acepto una, una parte de mí está convencida de que será la última que me ofrezcan. La curiosidad bien informada sobre otras personas tal como lo expresan en su literatura ya casi no existe. Los departamentos de lenguas extranjeras de las universidades se fusionan y acaban cerrando… ¿y de qué otro lugar provienen los traductores (una suerte de azaroso subproducto) o, por caso, los lectores?

Sorprende pensar que la última gran generación de traductores —los Weaver, Manheim y Rabassa— fueron producto de la generación de la Segunda Guerra, la Guerra Fría y el servicio militar obligatorio. Mis hijos adolescentes, como la mayoría de sus pares, no hablan ningún idioma extranjero. En menos de cien años, hemos pasado de Virginia y Leonard Woolf que decidieron no publicar una traducción de Proust porque los lectores interesados habrían optado por leer directamente la obra original a libros estúpidos sobre cómo fingir exitosamente ante tus amigos que leíste a Proust.

La defensa de los traductores es inmensamente obvia y dolorosamente verdadera, lo que no la convierte en absoluto en una tarea más fácil: es el típico y banal “salvo por” o “y si”. Y sin embargo, a nadie le importan demasiado los traductores: ni a los autores, ni a los editores, ni a los críticos, ni a los lectores. No sé qué se puede hacer para remediarlo. Están muy solos frente a su secreta vanidad y su humillación pública, sus mezquinos contratos de trabajo eventual y sus magras regalías que nunca llegan siquiera a ser tales y su perpetua y vana inquietud por las cuentas y monedas.

La traducción, aunque parezca una cuestión técnica, es cualquier cosa menos… (Ningún fragmento puede ser clonado en otro idioma, apenas imitado”, dice Gregory Rabassa). Es un tipo de lectura tan empática y transitiva que el resultado es una obra completamente nueva; es intuición, nervio e impaciencia (en mi caso, mi verdadera musa). Es acercarse a un imposible confeso, un encogerse de hombros y luego, simplemente, seguir adelante.

Quizás habría sido mejor si Grossman se hubiera parado frente a su joven público de Yale más a la manera del decano Swift y modestamente hubiera propuesto eliminar la traducción: ¿quién la extrañaría? ¿Quién necesita de esos traidores (des)escritores del inglés y parásitos sin talento de nuestra literatura vernácula en inglés, esos habilitadores de escritores con nombres impronunciables que terminan en vocales:¡abajo esos traficantes de acentos y tildes y diacríticos y umlauts!; la literatura debe atenerse a lo conocido; queremos autoría única y transparente y no ese pseudo-dúo fantasmagórico que incluye un traductor; queremos un solo nombre en la solapa de nuestro libro y en las páginas de créditos; el Nobel es un territorio extranjero y oscuro que existe para hacernos sentir inferiores al menos una vez al año y por lo tanto debe ser ignorado o, como diría un berlinés: “ni siquiera ignorado”.

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