domingo, 2 de mayo de 2010

Y ya que estamos con el Premio Cervantes...

Un artículo publicado por José Emilio Pacheco (foto) en Letras Libres, de noviembre de 2002, sobre la entonces reciente edición revisada y aumentada de Versiones y diversiones, el libro de traducciones de Octavio Paz que conforma, por sí solo, una antología de la lírica universal.

Paz y los otros

Hace seis años apareció, como undécimo tomo de las Obras completas de Octavio Paz (foto de la izquierda), el primer volumen de la Obra poética (1935-1970). El segundo incluirá Topoemas (1971), Renga (1972), Pasado en claro (1975), Vuelta (1976), Air born / Hijos del aire (1979), Árbol adentro (1987), Figuras y figuraciones, poemas en torno a la obra plástica de Marie José Paz, y Reflejos: réplicas: diálogos con Francisco de Quevedo (1996) que cerró los sesenta y tres años de trabajo comenzados en 1933 con Luna silvestre. En teoría Versiones y diversiones (1974) debe incluirse allí, como se hizo en Italia con Eugenio Montale, Salvatore Quasimodo y Giuseppe Ungaretti: las versiones son parte de la poesía de un autor. El conjunto, casi dos mil páginas, pone al libro futuro en riesgo de volverlo inmanejable.

Al margen de las Obras completas, Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores publican la edición revisada y aumentada de Versiones y diversiones, edición que Paz alcanzó a iniciar pero no concluyó. El excelente trabajo adicional es de Nicanor Vélez. Son 715 páginas frente a las 255 que tuvo su primera aparición en Joaquín Mortiz. Abarcan el aspecto menos estudiado de Paz y testimonian una entrega a la poesía como tal vez no volverá a existir en estas nuevas condiciones.

La "escuela mexicana" de traducción
Fue un poeta precoz y por ello asombra que su interés en las versiones poéticas no se haya manifestado hasta 1954 cuando, al final de Semillas para un himno, publicó "A su tímida amante" de Andrew Marvell y "El desdichado", "Mirto", "Délfica" y "Artemisa" de Gérard de Nerval. Tres años después, en el 1957 de Piedra de sol, dio a conocer Sendas de Oku de Matsuo Basho, en colaboración con Eikichi Hayashiya.

Por eso, en agosto de 2002, Aurelio Asiain celebró en Tokio los cincuenta años de la llegada de Paz al Japón, probable punto de partida de su afán por traducir poemas. Ya a fines de los treinta, como joven director de Taller, se interesó por el género —si puede llamarse así a este trabajo— y publicó, en versiones ajenas, a Arthur Rimbaud (José Ferrel) y T.S. Eliot (Rodolfo Usigli y Bernardo Ortiz de Montellano, entre otros). En 1952 hizo para la Unesco la Antología de la poesía mexicana (N. del A.: ver posteo del día de ayer), nunca aparecida en español, que tradujeron al inglés Samuel Beckett y al francés Guy Levis Mano.

En los cincuenta, las versiones de Paz y Jaime García Terrés (compiladas en Baile de máscaras, 1989) normalizaron esta práctica en revistas y suplementos, y crearon sin proponérselo algo que podríamos llamar una "escuela mexicana" de traducción, muy diferente a la que se practica en otros ámbitos del idioma.

En la siguiente década Paz descubrió para nosotros, no para españoles ni argentinos, a Fernando Pessoa (Antología, 1962). A continuación hizo con Pedro Sekel Cuatro poetas contemporáneos de Suecia: Martinson, Lundkvist, Ekelof y Lindegren. En 1973 nos dio los Veinte poemas de William Carlos Williams, y en 1978 algunos textos de Guillaume Apollinaire. En los últimos tiempos su atención se centró en textos sánscritos y chinos. Su libro final fue Trazos de Chuang-tse y otros, que se recoge en las nuevas Versiones y diversiones.

Gracias a esta labor de Paz, que pocos hasta ahora han apreciado, en México casi siempre se leen, entre los datos con que se presenta a los jóvenes y a las muchachas que se inician en la poesía, al lado de los premios y las becas obtenidas, los nombres de los poetas que han traducido. Es la manera más atenta de leer un poema y la mejor forma de ejercitarse en la versificación sin la disciplina mecanizadora de intentar escribir algo nuevo todos los días.

Ovidio y Nezahualcóyotl
En la literatura mexicana puede escucharse, como en secreto, la lamentación por las tres grandes pérdidas literarias de la Nueva España: el silenciamiento de Sor Juana, el fin del Colegio de Tlatelolco, en que los aztecas habían empezado una labor de traductores que pudo haber sido la base de una auténtica cultura mestiza, y el que el padre Francisco Javier Clavijero, un prosista sólo comparable en su tiempo y en su lengua con Jovellanos y Moratín, no haya logrado concluir en el destierro la que iba a ser nuestra Enciclopedia.

De todos modos, la poesía escrita en español en esta tierra empezó con los sonetos "al itálico modo" de Francisco de Terrazas, con los poemas nahuas de Nezahualcóyotl puestos en liras por su descendiente Francisco de Alva Ixtlilxóchitl (empleó el mismo derecho de Fray Luis para traducir también en liras a Horacio y en tercetos encadenados el Libro de Job) y con Las heroidas de Ovidio transfiguradas a su vez en tercetos por Diego Mejía.

Tierra abierta a los dos océanos y al mismo tiempo caracol encerrado por el desierto y la semicircunferencia del Golfo, incomunicada por sus montañas e impedida a todo lo largo de la Colonia para tener relaciones con nada que no fuera el Pentágono de su época, El Escorial, y la Casa de Contratación de Sevilla, en cuanto dejó de ser Nueva España para intentar convertirse en México, el país quiso relacionarse con un mundo que era de verdad el otro mundo. Sus modelos le pagaron mal: los Estados Unidos con la invasión de 1847 y Francia con la de 1862.

Traducir fue una forma de respirar. En los seminarios se afianzó la cultura latina y se estableció una tradición que prosigue hasta hoy y ha hecho que un poeta mexicano, Rubén Bonifaz Nuño, sea la única persona en el mundo que ha traducido él solo a todos los grandes clásicos de Roma. La lengua de la Iglesia asfixió al griego, a tal punto que otro de nuestros jesuitas exiliados, Francisco Javier Alegre, tuvo que trasladar ¡al latín! La Iliada para que alguien la leyera.

Los primeros poetas mexicanos fueron asiduos de los románticos y de la Antología griega. José Joaquín Pesado, con ayuda de Francisco Chimalpopoca, profesor de náhuatl en la Universidad, tradujo Las [poesías] aztecas. Con el modernismo la versión poética se legitimó en libros como Jardines de Francia (Enrique González Martínez) y Musas de Francia (Balbino Dávalos). Algunas de sus páginas alcanzaron gran difusión, al ser incluidas en la Antología española de Enrique Díez-Canedo, tan importante para los que iban a ser, allá y aquí, los poetas de 1927 como la Antología de Borges, Bioy y Silvina Ocampo para los narradores de los cincuenta y los sesenta.

El camino de la pasión
Marco Antonio Montes de Oca dio en El surco y la brasa (1974) una antología de versiones mexicanas que abarcan de Alfonso Reyes a Carlos Montemayor. Treinta años después, una actualización exigiría el doble de páginas. De todos modos la figura central en este campo, y en tantos otros, sigue siendo Octavio Paz.

Quizá el nuevo camino fue abierto en 1961 por las Imitations de Robert Lowell. Las imitaciones son una práctica antigua e ilustre: Catulo lo hizo con Safo (Ille mi par esse deo uidetur), Quevedo con Du Bellay ("Buscas a Roma en Roma, oh peregrino"), y el resultado son grandes poemas.

Sin embargo, Lowell impuso la voz de Lowell sobre los originales de Villon, Leopardi, Heine o Victor Hugo. El propósito de Paz es diferente: "A partir de poemas en otras lenguas quise hacer poemas en la mía." Y a estas palabras de 1973 añade en 1995: "En mis versiones quise que [estos poemas compuestos en otros siglos] tuviesen la antigüedad de todas las obras de arte: la de hoy mismo."

Desde entonces han aparecido obras semejantes a la de Paz: el mencionado Baile de máscaras de García Terrés y, en el Perú, Las uvas del racimo de Javier Sologuren y El ciervo y la fuente de Ricardo Silva Santiesteban. Debe de haber otros títulos que desconozco, pero no quisiera pasar por alto dos que merecen ser difundidos: Transcripciones de Miguel Ángel Flores y El traidor de Miguel Covarrubias. Para un poeta de estas tierras, nada tan inconcebible como la afirmación de Philip Larkin: "No leo más que poesía inglesa y no me importa lo que no sea inglés."

El término "curiosidad intelectual" es pobre ante lo que está tras Versiones y diversiones. Sólo puede hablarse de verdadera pasión, pasión por la poesía y por quienes la escribieron. Es inevitable pensar en Neruda ("Yo amo toda / la poesía escrita") y, siglos antes, en Safo cuando les dice a los poetas vivos y muertos: "Con el don de sus obras / me han honrado."

Supervielle, Cocteau, Élu-ard, Breton, Michaux, Char están traducidos con el mismo amor que Donne, Yeats, Cummings, Stevens, Crane y Elizabeth Bishop. A Paz se le debe, en gran parte, el haber revivido el interés de Tablada por el haikú, que ahora es otra forma disponible para todos en el repertorio de la poesía en español. Los poemas chinos prolongan la maravillosa antología de Marcela de Juan, sólo comparable a la traducción inglesa de Arthur Walley.

Versiones y diversiones es una antología de la lírica universal y también un gran libro de la poesía en nuestro idioma. Paz nos acercó lo lejano e hizo nuestro lo ajeno. Nadie sabe cómo será la literatura del siglo XXI ni que hará con el legado del siglo XX. A pesar de todo, uno puede creer que entre los libros que se seguirán leyendo estará por derecho propio Versiones y diversiones

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