Allí donde hay literatura, hay traducción
¿Tiene importancia la traducción? Ya desde el título, el nuevo libro de Edith Grossman, sostiene que sí y ella debe saber. Why Translation Matters (Por qué es importante la traducción) –en realidad, un largo ensayo– es uno de los primeros textos de las nuevas y prometedoras series "Por qué es importante X", que publica Yale. Cada volumen presenta «un argumento a favor de la relevancia vigente de una persona o idea importantes». Por cierto, cuando la "X" se refiere a la traducción, no se me ocurre pensar en defensora más calificada –o, como terminó siendo, más quejosa– que Grossman, cuya versión del Quijote, publicada unos años atrás, causara agitación en el difuso reino de los clásicos recientemente traducidos, y cuyo trato posterior del esplendor hispánico, antiguo y moderno, ha provocado que incluso alguien tan amable a la hora de evaluar los logros culturales como Harold Bloom la proclamara, inquietantemente, la Glenn Gould de los traductores.
La coyuntura a la que se refiere Grossman, una vez que deja de lado la banalidades de la cortesía profesional, es la drástica ineptitud del tratamiento generalmente ofrecido a las traducciones literarias en este país. Según los editores, «nuestro mundo como lectores devotos depende de la disponibilidad de obras traducidas, clásicas y contemporáneas, aunque en los países angloparlantes, la mayoría de las grandes editoriales, extrañamente, se resisten a publicarlas».
Según los críticos, «muy pocas de ellas han creado una forma inteligente que permita examinar tanto el original como su traducción, dentro a los límites de espacio impuestos por la edición… Su incapacidad de hacerlo es producto de un diletantismo intransigente y de un amateurismo obstinado, el amenazante monstruo de dos cabezas que avanza rampante por el territorio inhóspito poblado por aquellos que escriben reseñas».
Y según los académicos, «los traductores “parecen ser una parte más del paisaje que, de tan familiares y comunes, corremos el riesgo de volvernos invisibles. Esa puede ser la razón por la que muchos departamentos de lengua universitarios a menudo ejercen el monopolio en la enseñanza de lo que ellos deciden llamar literatura universal o humanidades…
No puedo oponerme a la inclusión de traducciones en cualquier lista de lectura, aunque en el proceso, los departamentos de lenguas extranjeras y los profesores de literatura menosprecian claramente a los únicos con verdadero conocimiento de las obras estudiadas. Nunca pude encontrar coherencia en esto. ¿Acaso hay alguien en el comité curricular que ignora o no puede notar la diferencia entre obras en inglés y obras traducidas? Lo mejor que puedo decir es que la ironía de esa desconexión sea posiblemente un rasgo académico”».
Y también según los lectores, tanto comunes como otro tipo, «resulta fascinante y desconcertante ver que, de todas las artes vinculadas a la interpretación, la traducción es la única que debe defenderse de la insidiosa y dañina pregunta de si es, puede ser, o debería ser o no posible».
Pero una vez que dejamos atrás esos obstáculos, mucho más hondo en el amargo brebaje en el que los traductores están ineludiblemente destinados a impregnarse, se encuentra el conocimiento redentor de que, a pesar de las ofensas e imposiciones a la que es sometida la traducción en nuestra cultura, es crucial para nuestra percepción de nosotros mismos como humanos. Grossman es más elocuente, no cuando reclama quejosa y resentida, que los "presumidos grupos internacionales" dueños de las principales editoriales, estén a la altura de su responsabilidad de fomentar la traducción literaria, sino cuando deja ver el goce que su trabajo le causa y lo que verdaderamente la inspira:
«Allí donde hay literatura, hay traducción. Sustancialmente unidas, son absolutamente inseparables, y a la larga, lo que le ocurre a una le ocurre a la otra. A pesar de todas las dificultades que ambas han padecido, a veces por separado aunque, en general, juntas, se necesitan y se alimentan una a la otra, y su relación a largo plazo, a menudo compleja, pero siempre iluminadora, seguramente continuará así mientras ambas existan».
Creo –como pienso que también cree Grossman, según surge de sus últimos capítulos– que el público apropiado para sus incisivas declaraciones sobre la traducción y sus avatares comerciales es, en realidad, el lector-oyente en ocasiones resistente, en ocasiones cínico, que quizá desea convertirse, tarde o temprano, en la próxima Edith Grossman. El destino de la traducción se decide en esos oídos y en esas mentes, y no en los oficinas de muchas instituciones y editoriales; de ahí su ensayo.
Por lo tanto, es alentador y también reconfortante enterarse de que Grossman, cuando no está traduciendo, pasa su tiempo en arduas, aunque a menudo apasionadas, clases universitarias, en las que puede exponer y aclarar la naturaleza de su arte. Sus claves sobre cómo crear, perfeccionar y corregir una traducción como una obra legítima en otro idioma (ella se crispa ante la metáfora de “lengua blanco”), diseminadas a lo largo de su ensayo, son precisamente lo que el lector, en especial el lector que no es traductor, necesita.
Mientras tanto, a pesar del cruel e inusual castigo que la traducción enfrenta, en términos generales, en la cultura, Grossman y otros como ella, continúan brindando esclarecimiento. Gradual y trabajosamente, en la última década ha florecido, o al menos brotado un genuino logro contemporáneo de la enseñanza y la consiguiente producción de traducciones de literatura europea clásica, particularmente, de poesía. Las traducciones del griego de Guy Davenport y Anne Carson; media docena de versiones de La divina Comedia, incluyendo las traducciones de W.S. Merwin, Robert Pinsky y Mary Jo Bang; las inspiradas versiones de Rika Lesser del los poetas suecos Ekelof y Sonnevi; las traducciones de Richard Pevear y Larissa Volokhonsky de casi todo el corpus de los grandes escritores rusos del siglo XIX, que corrigen con mucho tacto el extraño desbalance del peculiar esfuerzo de Constance Garnett para hacer que todos los autores rusos suenen parecidos; y muy recientemente la sorprendente restauración de Thomas Mann por John Woods (quien capta el humor endémico de Mann, transformando cada tomo en una joya de la ironía). A pesar de todas las dificultades, en estos últimos años hemos recibido todos estos obsequios. También hemos salvaguardado una enorme y desconocida biblioteca de la poesía portuguesa y española ( desde el Pessoa de Richard Zenith hasta el Neruda de John Felstiner), lo que me remite a la poesía del siglo de oro de Edith Grossman, cuyo último capítulo se titula, sin una sombra de disculpa, “Traduciendo poesía”. Allí, Grossman triunfa sobre su resentimiento respecto del escandaloso abuso de la traducción en nuestra cultura. El relato de lo que ella llama “el interminable dilema de escribir y de escribir como traductor” es tratado con pasión y explicado con paciencia.
Sobre el final del ensayo, Grossman, cálidamente (al fin y al cabo) y agradecida, intenta la respuesta doble a la pregunta del título: la traducción es importante porque es una expresión y una extensión de nuestra condición humana, la metáfora secreta de toda comunicación literaria; y porque la creación de cualquier traducción literaria es (o al menos, debe ser) una escritura original, no una patética sombra o vestigio del inaccesible original, sino la creación, sin duda, de una segunda —y según hemos visto una tercera y una novena—, pero siempre una obra nueva, en otro idioma.
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