Con firma de Suso del
Toro, el 30 de octubre pasado, en eldiario.es, se publicó la siguiente
carta por demás explícita. En su bajada puede leerse: “La identificación entre
la lengua castellana y la nación es absoluta, una ideología que en vez de
integrar nos expulsa a muchos”. Para mayores datos sobre el autor, conviene
recordar que es licenciado en Geografía e Historia en la Universidad de
Santiago de Compostela y autor de Otra
idea de España y Siete
palabras, entre otras novelas. Su obra Trece campanadas ha sido llevada al cine. Ha obtenido el
Premio Nacional de Narrativa en el año 2003.
Carta a un amigo español
Querido amigo,
Deja que acabe lo
que comencé la semana pasada a raíz de tu enfado en aquella conversación. Al
final de mi carta, y volviendo al dilema que nos plantea la sociedad catalana
con su reclamación de ejercer la soberanía, imaginaba dos complejos
contrapuestos e igual de angustiosos: el complejo de aniquilación, que viven
quienes se sienten negados y asfixiados por el Estado Nación existente, y el de
amputación, que viven quienes ven con horror cómo se puede separar una parte de
lo que consideran y sienten que es el cuerpo de su nación. Pero, en realidad,
este último también es un complejo de aniquilación, quien imagina la pérdida de
un miembro ya imagina también la de otro y después otro...
Sí, aunque
finjamos ignorarlo, las personas ligan su suerte y su identidad a una
comunidad, tenga ésta forma de nación, de Estado o de lo que sea, y cuando se
denuesta desde una supuesta altura moral o intelectual los "conflictos de
identidades" (a continuación inevitablemente viene la coletilla "y
las banderas"), lo que se hace es denostar las de "los otros"
para asentir a la identidad dominante. La identidad personal descansa en mayor
o menor medida en sentirse parte de una comunidad humana, negar esa evidencia
me parece que es una maniobra intelectual puramente interesada, pretende
defender la situación establecida porque le conviene a uno. Y como los
conflictos de todo tipo ocurren en todas las sociedades, lo único democrático
es reconocerlos y gestionarlos con el diálogo y el pacto.
Toda mi vida tuve
que manejar dos realidades que se mostraron y se muestran antagónicas: el
pertenecer a una comunidad humana y política gallega y el pertenecer a otra,
española. Como te contaba el otro día, desde siempre vi que la realización de
la nación española implicaba la necesaria extinción de los gallegos como tales,
reducidos a ser unos españoles raros "con acento".
Fíjate si fue mal
negocio para Galicia la historia del siglo XX que de tener una población
cercana a los seis millones de personas a principios del siglo pasó a otra
cercana a los tres, mayor fracaso no cabe. Las evidencias a mi alrededor y las
argumentaciones del galleguismo regeneracionista me conducían a negar a España.
Por otra parte, el peso de la vida nacional que me educó intelectual y también
emocionalmente me hacía ver que mi historia formaba parte también de la
historia española. Mis recuerdos son una parte fundamental de mi identidad y en
mi memoria sentimental están libros, chistes, anécdotas de la época, canciones,
películas españolas que son parte mía, así como vivencias que sé que comparto
con personas de mi generación en cualquier lugar de España. Maricruz, cantada por Imperio Argentina,
seguramente me gusta más que a la media.
Por otra parte,
cuando pude conocer el pasado que nos ocultaron y aún ocultan, había episodios
de la historia de España que me enorgullecían, como que, a diferencia de
Alemania y sobre todo de Italia, para imponer un régimen fascista aquí hubieran
tenido que librar una desigual guerra de tres años. Por otro lado, el
antifranquismo me hacía formar parte de vivencias compartidas con los demás
antifascistas españoles. La única fragua de España basada no en la imposición
sino en la concurrencia, más que la República , fue ese trauma común que supuso el
Régimen y de ahí nació la pretensión colectiva de una España democrática
compartida. El antifranquismo, además de soñar ilusoriamente con cambiar la
historia, pretendía una España nueva que rompiese con la existente, y en ese
proceso tendría que haber un lugar para encajar esa otra realidad mía a la que
llamaba "Galiza". El antifranquismo hacía confluir, reunía y permitía
coexistir intereses, reclamaciones e identidades nacionales diversas, así que
me podía sentir íntimamente cómodo, la democracia española era un asunto mío
también. Hoy lo estoy viendo de otra manera, pero déjame que llegue ahí, a ver
si no me pierdo por el camino.
Será mejor que
abrevie. Pertenezco a una última generación que se radicalizó contra el Régimen
y que, cuando se firmaron las paces, no se reconoció en los tratados firmados. La Constitución era un
evidente avance democrático, pero no era aquello por lo que nos habíamos
movilizado. Cuando llegaron los socialistas al Gobierno, tampoco participé de
aquel entusiasmo, era tan extendido y excesivo que denotaba un histerismo
ahogado. Aquel casi éxtasis cívico revelaba que el grueso de la sociedad
española necesitaba desesperadamente romper con el pasado inmediato, negarlo y
olvidarlo, era una necesidad psicológica que escapaba a cualquier razonamiento
o análisis. El caso es que, como casi todo el mundo, también yo quise vivir al
fin unos años con una alegría que antes no era posible –"vivamos"–, y
acepté y aposté por lo existente aunque tuviese muchas reservas y le hiciese
todo tipo de críticas.
Al principio de
los años ochenta retomé el propósito adolescente de ser escritor, fíjate que
digo "ser escritor" y no escribir literatura, se trataba de la
fantasía adolescente de una vida de artista, ya sabes, y todas esas cosas que
fácilmente despiertan burla en quienes niegan sus propias fantasías. Pues eso,
que quise ser escritor. Y en el preciso momento en que me inclinaba sobre el
papel para escribir se me planteaba un dilema que a ti no se te habría presentado,
¿escribiría en gallego o en castellano? No se trataba de un dilema filológico,
escoger una lengua u otra tenía serias consecuencias.
Eran dos lenguas
en una situación histórica completamente distinta, una era la lengua en la que
había aprendido a leer y escribir, con todo el Estado detrás y todos los
mecanismos necesarios para que una obra literaria llegase a un público, y la
otra era todo lo contrario, una lengua literaria que no venía dada y que había
que ganarse, una lengua sin Estado ni medios y en una situación subalterna a la
castellana. Desgraciadamente, la elección no me era algo indiferente,
significaba tomar partido por una u otra lengua y desde luego tenía importantes
consecuencias y condicionaba el futuro tanto de la obra como del autor.
Ya sabes de sobra
y ya te expliqué el otro día cómo pienso; entendí que sólo tenía la opción de
ser escritor en lengua gallega y la asumí. Pero cuando mis libros se fueron
editando traducidos al castellano experimenté lo que ya intuía, que afrontaban
expresas o sutiles resistencias. "¿Por qué no escribes directamente en
castellano?", me preguntaron frecuentemente. Valdría la pena ponerse a
considerar todo lo que significaba hacerme esa pregunta, puede interpretarse
como una muestra de ignorancia, una advertencia acerca de cuáles son las reglas
del juego o una falta de respeto. Puedo quedarme con esto último, la falta de
respeto a los demás: la total falta de educación es un rasgo característico de
la cultura social española. Aunque lo verdaderamente inquietante es que puede
ser las tres cosas, y quienes hacen esas preguntas, además de ignorar que se
escribe directamente en cualquier lengua, del mismo modo que
todos hablamos en prosa, también está diciendo que uno está incurriendo en un
tipo de falta no escrita pero penalizada.
Con todo, no me
puedo quejar de cómo me fueron las cosas, escribí lo que quise y creo que mis
libros tuvieron una discreta fortuna de lectores y recibieron una crítica
razonablemente positiva, tuve editores de todo tipo y algunos y algunas
extraordinarias y, para colmo, hay días en los que me siento razonablemente
satisfecho de lo publicado. Pero, después de tantos años y tanta democracia y
tanto todo, me seguía sintiendo como el personaje de un chiste: "Érase una
vez un catalán, un vasco y un gallego".
Basta lo que me
contaba hace un par de meses una profesora italiana. Quiso participar en un
congreso universitario sobre literatura española con una ponencia sobre una
novela mía y la contestación de la dirección fue: "El congreso es sobre
literatura española y esa novela es gallega". Ella se quedó sorprendida y
chasqueada y, así, con la boca abierta, aprendió de golpe algo que no conocía
verdaderamente: cómo era la cultura nacional española.
No dudo de que se
puede argumentar filológicamente ese límite de la lengua castellana para un
congreso llamado así pero comprenderás que también a mí me dejó mal sabor de
boca, mírese como se mire eso es sentirse rechazado. Pero pocas cosas como lo
que me ocurrió hace años cuando una novela mía recibió un galardón. Un crítico
de un periódico madrileño escribió que era una lástima que hubiesen premiado mi
libro puesto que aquel año había varios libros interesantes de
"nuestros" –y citaba a continuación varios– narradores en castellano.
Evidentemente yo no era uno de los "suyos", era un intruso. Y si es
así, pues es que es así, era un intruso.
Efectivamente, la
identificación entre la lengua castellana y la nación es absoluta, eso lleva a
la paradoja que ya me habrás oído antes de que un escritor gallego no sea
considerado español pero uno con nacionalidad mexicana, argentina o peruana sí
en virtud de su lengua. Una ideología que en vez de integrar nos expulsa a
muchos.
Pero por
enrollarme con el asunto de mi experiencia como escritor, hasta qué punto
condiciona en España el escribir en una lengua u otra, se me fue la olla y se
me pasó la hora. Deja que corte aquí, si nos vemos esta semana para tomar los
vinos no hablaremos de estas cartas, ¿de acuerdo? Todavía me falta escribirte
la última, te contaré mi experiencia escribiendo sobre la cosa pública en
general y sobre España en particular. La verdad es que todos esos años le di a
todo y así me dieron en los morros varias veces. Verás las dificultades para
opinar sobre España si no comulgas con el nacionalismo español, su dueño. Pero
eso, la semana próxima.
Nos vemos.
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