Traductora española de ensayo y humanidades en lengua
francesa, además de profesora de traducción en la
Universidad Pontificia Comillas
de Madrid y traductora e intérprete jurada, Alicia Martorell publicó hoy,
en El Trujamán, la siguiente columna sobre a un tema que a todos los
traductores interesa. Nos regocija saber que no se menciona al DRAE, que, como
Borges solía decir, es “un cementerio de palabras”
El orden alfabético
He pasado la mayor parte de mi
vida profesional coleccionando diccionarios: las visitas a las secciones
especializadas de las librerías y a los libreros de viejo han constituido
durante años seña de identidad y signo de reconocimiento entre colegas.
Los tengo de los
temas más variados: textiles, arquitectura, matemáticas, cine, meteorología,
informática… Llenan más de dos metros lineales de librería.
Sin embargo,
tengo que reconocer que ya casi no uso la mayoría de ellos.
Los veo en los estantes
acumulando polvo y me duelen las horas pasadas acaparando, descubriendo en
rincones ignotos, transportando y clasificando esos sacos cargados de palabras,
pero mis hábitos de trabajo han cambiado.
Los bilingües,
salvo excepciones (que casi siempre son glosarios normativos o algunos pocos de
estructura y calidad excepcional), se quedaron hace mucho en la cuneta. ¿Cómo
va a ser posible casar dos términos en dos idiomas sin contexto y sin
definiciones, sin fuentes y sin referencias? En otros tiempos, no había otra
cosa, así que no me horrorizaba como ahora aceptar que dos términos
significaban lo mismo sin saber ni siquiera qué significaban.
Otros simplemente
se han quedado obsoletos, pero eso ya es más normal: las técnicas evolucionan o
simplemente desaparecen y son sustituidas por otras.
Otros, que quizá
fueron mi única guía para un tema determinado, demostraron con el tiempo su
carácter cojitranco. Ahora los miro y me pregunto cómo no vi que no valían un
pimiento. Quizá por eso: porque no tenía otra cosa.
Algunos los sigo
usando tanto como antes: son los diccionarios enciclopédicos, los que son
autoridad en un tema determinado, los más especializados. Todos son monolingües
sin excepción y tratan de botánica, filosofía, historia, conceptos jurídicos,
mitología… Hace mucho que les hice el honor de sacarlos del estante de los
diccionarios y colocarlos en el estante de su especialidad, que es donde deben
estar.
También conservo
y sigo usando todos los días los diccionarios de la lengua pero, salvo el María
Moliner, que prefiero en la edición previa al innecesario lavado de cara, todos
se pueden consultar en línea. Los de carácter lingüístico: etimológicos, de
sinónimos, de anglicismos, de términos griegos o latinos, de topónimos… también
son herramientas cotidianas.
Y el más querido,
el de todos los días, el que me ayuda a escribir mejor, a ampliar mi
vocabulario, a despegarme del original: el Corripio. Ya lo he comprado tres
veces porque el uso constante lo desloma, pero si tuviera que llevarme un
diccionario a una isla desierta es sin duda el que elegiría.
Quizá es que ya
no busco por orden alfabético las palabras que necesito para trabajar: las trato
de capturar allí donde están pastando con sus semejantes, en los manuales, en
los croquis, en los libros de consulta: en su contexto.
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