Elogio a una
traición
Hay un viejo dicho
italiano que dice, Traduttore, traditore, es decir,
“Traductor, traidor”. ¡Pobres traductores! De seguro preferirían que se dijera:
“Traduttore, trasformatore”.
En árabe, difieren
en algunos aspectos las versiones, se le llamaba turyumano torjoman a quien se dedicaba al complejo arte de
“interpretar” lenguas, es decir, al traductor. Con el paso de los años la
expresión en español se convirtió en truchimán o trujimán. Y de significar
“intérprete” pasó a designar a la “persona sagaz y astuta, poco escrupulosa en
su proceder”.
Y mientras en
México ser un trucha es ser muy listo y taimado, y en Argentina y Uruguay
significa falso, fraudulento, en Colombia el trucho es un tipo astuto, pícaro.
En El general en su laberinto García Márquez pone
en boca de Bolívar la siguiente expresión: “Claro que todos son unos santos
varones al lado del truchimán de Santander”. Los traductores de la obra al
inglés, francés y alemán, tradujeron este truchimán como “bastardo escurridizo”
en inglés; como “crápula” en francés –o sea, según la academia española,
‘hombre de vida licenciosa’– y, por último, como “tramposo” o “tunante”, en
alemán. Aquí ya puede el lector hacerse una idea más precisa de las trampas
insidiosas de la traducción. Ahora bien, a la luz de este ejemplo, ¿los
traductores al inglés y al francés en la cuestión de “el truchiman de
Santander”, traicionaron a García Márquez? Si bien es cierto que no le atinan
con la precisión del traductor alemán, logran reflejar la carga negativa que
encierra el término.
Y con ese consuelo
se tendrán que conformar los lectores de García Márquez en Australia, Uganda y
la Conchinchina. Y, claro está, todos los lectores monolingües. Porque sin la
traducción no tendríamos acceso a gran parte del patrimonio literario mundial.
Sólo a través de los aciertos y de las aproximaciones –que en muchas ocasiones
son errores crasos de los traductores- es la única forma de acercarse a laa
literaturas de otros idiomas, sin tener que aprender, al menos, una docena de
idiomas. Es la única posibilidad de que aquellos talentos maravillosos que
fueron capaces de recrear una atmósfera y penetrar una intimidad puedan ser
leídos por lectores de otras latitudes, ansiosos por alcanzar, así sea desde la
distancia insoslayable de la lectura, las alturas alcanzadas por esos
creadores.
Así como los
conductores cuentan con la Virgen del Carmen para que los libre de las
acechanzas de la carretera y las imprudencias de los demás conductores, los
traductores también cuentan con un santo patrón, San Jerónimo, para que los
ponga a salvo de la exhuberancia lingüística de un autor o de la proliferación
de expresiones de un idioma. San Jerónimo sostenía que bastaba con captar el
sentido de la palabra en un idioma para poder traspasarla a otro. Para él todo
era traducible. Por su parte, Gregory Rabassa, traductor al inglés de García
Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Asturias y otros más –y del cual el Nobel
colombiano ha dicho con una de sus frases pontificales que su versión de Cien años de soledad es mejor que el original en español–
afirma que la traducción perfecta es imposible, que la gente pretende tener una
reproducción exacta, pero lo más que el traductor puede lograr es apenas una
aproximación. Sin embargo, se dice que fue gracias a las traducciones al inglés
de Gregory Rabassa que fue posible la selección de García Márquez para el
premio Nobel.
En cuanto a
errores, hasta el traductor más experimentado puede cometer uno o varios
desaciertos. El mismo San Jerónimo es responsable de uno de los más célebres en
la historia. Al traducir el Antiguo Testamento del hebreo al latín, en el
pasaje cuando Moisés desciende del Monte Sinaí con las tablas de la ley en sus
manos, el libro de El Éxodo dice que el rostro de Moisés ‘brillaba’, ‘resplandecía’.
Pero resulta que la palabra hebrea para brillo, resplandor, karán, tiene un gran parecido fonético con keren, que significa cuerno
(recordemos que en hebreo se escribía sin vocales). El santo optó por la opción
alterna y el pobre Moisés pasó de iluminado a cornudo. De ahí los dos pequeños
cuernos que adornan la frente de Moisés en la prodigiosa escultura de Miguel
Ángel en la basílica de San Pedro Encadenado en Roma. Sin duda, se trata de uno
de los pocos errores de traducción inmortalizados en mármol, tal vez el único.
Después de eso hay
que perdonar disparates como los siguientes:
•
En La mala hora, el empresario del
circo declara “compramos a peso todo gato que nos lleven sin preguntar de dónde
salió, para alimentar a las fieras”. Los traductores al inglés y al alemán
tradujeron respectivamente: “compramos por libra”, el primero; “compramos según
el peso”, el segundo. Aquí también, en la versión francesa el bollo limpio se
transforma en tostada de pan blanco, las cananas en armas y un mosquitero de
punto en mosquitero de encaje. En inglés será bordado.
•
Cuando en El otoño del patriarca se describe a los
indios nativos, repitiendo el texto una frase de Colón: “son de la color de los
canarios, ni blancos ni negros”, en inglés serán “canarios” como los pájaros.
Eso sí, ni blancos ni negros. De la misma forma la burundanga se convierte en
fruta (inglés), el coralibe en pescador de corales (alemán), la marimonda en
homosexual (inglés), el rumbero en explorador (alemán), las tiendas en cantinas
(francés) o carpas (alemán), las trinitarias no son buganvilias sino
pensamientos (inglés y alemán), las cantinas de vereda son cafés con terraza
(inglés), los labios yertos son delgados (francés y alemán) un zambapalo no es
un riña o gresca sino una danza (francés e inglés) y las zapatillas no son
zapatos de calle sino pantuflas (francés y alemán)
•
En Crónica de una muerte
anunciada, el hermano del narrador “no olvidó nunca el trago mortal que le
ofreció Pedro Vicario: “‘Era candela pura’, me dijo”. En la traducción francesa
esa candela pura se convierte en cera hirviendo y el café cerrero en café de
los cerros.
•
En El amor en los tiempos del
cólera el lector se entera de que las mujeres de la clase de Fermina Daza
“solían encerrarse en grupos a hablar de hombres y a fumar, y aun a beber
aguardiente de a dos cuartillos hasta quedar tiradas por los suelos como una
marimonda de albañil”. No lo pondrán en duda ni un instante los lectores
de la versión en inglés, en donde resultan bebiéndose hasta dos litros de
aguardiente. Y las mujeres salen a la calle y soportan el sol abrasador del
Caribe “sin más protección contra el sol que los paraguas de diario”. En la
versión francesa dice literalmente “paraguas de papel periódico”.
•
En La mala hora “el camellón” donde los hombres se reunían a conversar, se convierte en
la versión alemana en el abrevadero o bebedero de los animales.
•
En el cuento Blacamán el bueno, vendedor
de milagros el narrador tiene “camisas de gusano legítimo”. Bien se sabe que
eso significa que son de seda pura. Pero como en Cuba un “gusano” es un
contrarrevolucionario, en la traducción alemana, Blacamán habla de sus “elegantes
camisas de reaccionario”.
•
En El otoño del patriarca un “macaco” se
convierte en la versión alemana en un “papagayo”, es decir que de mico se
transforma en loro. Al viejo dictador “se le pasó la ventolera de preguntar si
lo querían o no lo querían”. En inglés al patriarca se le pasó “la pedorrera”.
Y la pava no es la mala suerte sino la hembra del pavo (francés y alemán).
•
En El general en su laberinto las “callecitas
yertas” se convierten en la versión al inglés en “calles tiesas y angostas”. Y
la mestiza en mulata (inglés), los zamarros son abrigos de lana de cordero
(francés) y el huevo tibio no es ni frío ni caliente (francés y alemán).
•
En Los funerales de la mamá
grande un personaje está tan peludo que parece un capuchino, pero ningún
traductor lo asocia con el mono capuchino y lo traducen como religioso de la
orden de san Francisco. Y los mamadores de gallo de la Cueva son criadores de
gallos (inglés) o cebadores de gallos (alemán). Una franela no es una camiseta
sino una camisa hecha de la tela de ese nombre (francés, inglés, alemán).
Esta relación
podría eternizarse a la manera del cuento del gallo capón –una de las
entretenciones en Macondo durante la peste del insomnio– pero como no se trata
de elevar contra nadie un pliego de cargos, sino apenas de mostrar las
dificultades insalvables que afrontan los traductores, es bueno recordar,
aunque sea brevemente, otras desventuras de este oficio tantas veces
vilipendiado.
Vera Székács, la
traductora oficial al húngaro de toda la obra de García Márquez cuenta cómo
tuvo que hacer grandes esfuerzos e intercambiar con el autor una nutridísima
correspondencia para logar con éxito la traducción de Cien años de soledad, cuando todos los traductores del
español de la editorial en donde trabajaba se negaron a hacerlo y debió ser
ella quien afrontó el desafío y pasó de ser lectora en español a traductora
oficial.
Los autores son
conscientes de esos escollos que se les presentan a los traductores. A veces su
opiniones ayudan, aunque a veces también confunden. En la edición brasileña deCien años de soledad hay dos episodios que ilustran esta
circunstancia mejor que nada. En el último capítulo, cuando el sabio catalán
pretende llevar consigo los baúles con sus cuadernos manuscritos, “se soltó en improperios
cartagineses contra los inspectores del ferrocarril que trataban de mandarlos
como carga,…” En la nota de pie de página dice: “Explicación del autor a la
traductora: ‘Es una arbitrariedad mía: supongo que la lengua catalana es la
misma que se usaba en Cartago, lengua fenicia de mercaderes malcriados. La
traducción debe ser literal’”.
Unas páginas atrás,
en el penúltimo capítulo la primera frase dice “Amaranta Úrsula regresó con los
primeros ángeles de diciembre…” En la edición brasileña hay una maravillosa
nota aclaratoria: “Explicación del autor a la traductora: ‘La traducción debe ser
literal, porque todo el mundo sabe que los ángeles llegan en diciembre. ¿Acaso
usted no los ha visto nunca?’”.
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