Un comentario aparecido en La Diaria, de Uruguay, en febrero de
2015, firmado por Ramiro Sanchiz a
propósito de la edición Ferdydurke, de
Witold Gombrowicz, novela publicada
por la editorial argentina Cuenco de Plata.
Traducir (como) el culo
Witold Gombrowicz (Małoszyce, Polonia,
1904-Vence, Francia, 1969) desembarcó en Argentina en 1939, poco antes del
comienzo de la Segunda Guerra Mundial, y regresó a Europa recién 24 años más
tarde. Durante ese tiempo cambió para siempre la literatura argentina, en gran
medida gracias a la publicación de la fantástica traducción de Ferdydurke,
su primera novela, publicada en Polonia en 1937.
Esa traducción es uno de los
acontecimientos más extraños de la historia de la literatura. Publicada
finalmente en 1947, fue comenzada por el propio Gombrowicz, que apenas podía
hacerse entender poco y mal en castellano, y después trabajada, corregida y
enmendada por un equipo (cuyos integrantes no hablaban polaco) liderado por el
escritor cubano Virgilio Piñera (quien terminaba generalmente por comunicarse
con Gombrowicz en francés). Es decir… español, francés, polaco… el texto
resultado debió de ser una quimera, un monstruo, y en gran medida claro que lo
fue. El propio Piñera, de hecho, no dudó en señalar, en la nota que aportó para
la edición de 1947, que la novela de Gombrowicz en español “se aparta de la
convención general del idioma, de sus leyes universales, de su ritmo regular y
diario” (pág. 7). Y algo de eso hay, en el sentido de que la lectura de Ferdydurke en
esta traducción logra hacer creer al lector, página tras página, que está ante
un texto prácticamente alienígena.
Evidentemente otros escritores usaron y
abusaron más de alteraciones de la sintaxis, juegos semánticos y creación de
neologismos (para ejemplos de algo así bastarían Una tirada de dados,
de Stéphane Mallarmé, Altazor, de Vicente Huidorbo, La caza
del Snark, de Lewis Carroll, y, evidentemente, Finnegans Wake,
de James Joyce), pero en el caso del Gombrowicz de Ferdydurke esa
extrañeza lingüística opera también en consonancia con una extrañeza de la
trama, de los personajes y de lo que podríamos llamar el “concepto” o el “plan”
detrás de la obra. Es decir: no hay otro libro como Ferdydurke.
Leerlo es andar a los saltos entre la maravilla, la derrota, el fastidio y la
fascinación.
Pero, como dice el narrador del libro,
vamos por las malditas partes.
Tradición, traducción
Ricardo Piglia, uno de los fans más
notorios de Gombrowicz, señaló en “La novela polaca” -recogido en el libro Formas
breves- que hay “pocas experiencias literarias tan extravagantes y tan
significativas” comoFerdydurke, obra de “un gran novelista que explora
una lengua desconocida”. Y se trata de una “mala traducción”, en el sentido
favorito de Piglia, es decir, en el sentido de algo equivocado y a la vez
fértil, de una desviación significativa que engendra una tradición. “En la
versión argentina de Ferdydurke”, dice Piglia, “el español está
forzado casi hasta la ruptura, crispado y artificial, parece una lengua futura.
Suena en realidad como una combinación (una cruza) de los estilos de Roberto
Arlt y de Macedonio Fernández”. Evidentemente, en esta afirmación Piglia
inserta a Gombrowicz en una línea de la literatura argentina, quizá la línea
que más le interesa; la irrupción del polaco en Buenos Aires, entonces, según
Piglia, posibilitó, primero gracias a la traducción de Ferdydurke y
después con su presencia nucleadora de jóvenes y con la escritura de novelas
como Transatlántico (para Piglia, algo así como una versión
actualizada y argentinizada de Ferdydurke), la apertura de nuevos
caminos para la literatura argentina. O, dicho de otro modo, estamos ante una
tradición entreverada o expandida por una traducción, ante una traducción en la
que se adivinan las marcas de una (o varias) tradiciones rastreables hasta
nuestro presente. Toda traducción implica, evidentemente, un acto de lectura,
pero también porque al traducir se “lee” una tradición y se la altera, se
irrumpe.
Es curioso, en cualquier caso, que Ferdydurke siga
sorprendiendo. Ese “error” del que habla Piglia, que podríamos pensar como un
pequeño desfasaje, algo parecido a la sensación que produce una película en la
que el audio está ligera pero apreciablemente atrasado o adelantado en relación
con la imagen, es tan incómodo hoy como hace más de medio siglo, hasta el punto
de que es imposible leer esta novela sin parar a cada rato y repasar lo leído,
cuyo significado parece estar a punto de perderse. Esta experiencia de lectura
está inextricablemente ligada al particular proceso de traducción, claro está,
pero quizá no deja de ser rastreable al posible “original” polaco, al menos en
la comparación con otras traducciones. Gombrowicz colaboró también con la
traducción al francés (en 1958), y en 1960 fue publicada una versión en alemán.
Al año siguiente apareció una traducción al inglés, tomada de la versión
francesa, y recién en 2000 fue publicada una traducción al inglés directa del
polaco. En 2006 fue traducida al portugués de Brasil y al año siguiente se
publicó una versión catalana que Roberto Bolaño reseñó en una nota breve
después recogida en el libro Entre paréntesis.
Ferdydurkistas del mundo, uníos
Es interesante leer esa reseña de
Bolaño, quien celebra (“no todo está perdido, ferdydurkistas” es el arranque
del texto) la aparición del libro y comenta el proceso de la primera traducción
al castellano, a la vez que lo califica de “inconseguible”. La buena noticia
–no sólo para los ferdydurkistas sino para cualquier lector que aprecie verse
cacheteado una y otra vez por un texto tan extraño e insoportable como
fascinante, tan arduo como hilarante– es que la editorial porteña Cuenco de
Plata acaba de publicar una nueva y cuidada edición, disponible también en
Montevideo, que incorpora el prólogo original de Gombrowicz y sendas notas de
Virgilio Piñera y Humberto Rodríguez Tomeu (otro de los miembros del equipo
traductor), además de una introducción de Rita Gombrowicz, viuda de Witold.
Quizá haya que detenerse un poco en el
prólogo de Gombrowicz. Las dificultades implícitas en el libro debieron pesar
lo suficiente como para que el autor se sintiese en la necesidad de “explicar”
un poco al lector de qué iba todo, aunque, en este caso, las explicaciones
pueden resultar tan intrigantes como el texto que pretenden volver más
accesible, y sin lugar a dudas hacen a este prólogo un engranaje más de la
complicada maquinaria productora de sentidos que es Ferdydurke.
Gombrowicz señala que su libro “tiene un doble aspecto: por un lado, es un
relato y una novela, una descripción; por otro, un acto de mi lucha personal
con la forma. Aquí el autor, confesando su propia inmadurez, consigue –supongo–
más soberanía y libertad frente a la forma y, al mismo tiempo, deja entrever el
mecanismo de su inmadurez […] Ése sería el esqueleto intelectual deFerdydurke”
(pág. 19), y deja entrever que temas como la “madurez” y la “forma” son
centrales a la novela. Curiosamente, el prólogo repite (quizá un poco más
sencillamente, pero no mucho) lo dicho en uno de los capítulos más geniales del
libro, el “Prefacio al Filifor forrado de niño”, que rompe la narrativa
principal e introduce (y lee y comenta) una suerte de
cuento-dentro-de-la-novela, a la vez que sirve de algo así como un manifiesto
poético en el que se ataca la pedantería del Arte, la institución artística y los
mecanismos de canonización y endiosamiento de ciertos artistas.
El tema de la “madurez”, por otro lado,
queda en evidencia ya en el primer episodio, en el que es propuesto el
artificio absurdo (y/o fantástico) que atraviesa la trama: el narrador, un hombre
de unos 30 años y escritor tímido e inseguro, es raptado por un profesor y
arrojado a una clase de escuela primaria junto a otros hombres
“infantilizados”, obsesionados con hablar del culo (que aparece a lo largo de
la novela en decenas de variaciones mutantes: cuculeíto, cucocacumcalailo,
cucucalalio, etcétera) y, después, enfrentados a la enseñanza del latín y de
los clásicos de la literatura. Ese rapto se prolonga por toda la novela, y el
narrador parece olvidar y recordar intermitentemente que no es un niño o un
adolescente (en los capítulos centrales, donde la obsesión con el culo deriva
en interés por los muslos de las mujeres), aunque quienes lo rodean, maestros,
amigos y familiares, lo tratan invariablemente como si tuviera diez años.
Este artificio (no tan diferente, en
última instancia, al de Gregorio Samsa convertido en insecto) permite una vasta
gama de lecturas, y el prólogo de Gombrowicz en última instancia contribuye a
alinear al lector con problemas como la madurez de las comunidades (se habla,
por ejemplo, de la “inmadurez cultural” como problema en Polonia y en
Latinoamérica) y, a la vez, el lugar de la madurez en la creación artística.
Evidentemente hay muchos más caminos de lectura, pero lo interesante es que Ferdydurketermina
por pulverizarlos a todos e instalarse como una gran farsa, como una función de
payasos un poco terroríficos (por ejemplo, en la secuencia de la paliza al peón
en la casa de campo de la tía del narrador) o como el intento de algo así como
un escritor extraterrestre de describir y analizar los comportamientos de la
humanidad. Y un texto capaz de generar ese tipo de extrañeza es, qué duda cabe,
un acontecimiento singular en cualquier literatura. Que Ferdydurke,
además, lleve consigo las marcas de su peculiar historia de traducción sólo
logra amplificar la maravilla que aguarda en sus páginas.
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