Basilio Baltasar contra los iletrados
Una biblioteca imaginada en el Pantagruel de Rabelais contiene entre sus ilusorios libros el que plantea en su título Quaestio subtilissima, utrum Chimaera bombinans in vacuo possit comedere secundas intentes, es decir: «Una pregunta sutil, si la Quimera zumbando en el vacío puede devorar segundas intenciones». Se cree que el escritor y humanista francés aludía, con ese monstruo mitológico rumoreando en la nada, a la palabra, mientras que las secundas intentes serían las ideas extraídas no de un determinado objeto en sí, sino de la idea de este; o sea, la abstracción de una abstracción. Una imagen que encontró referencias en la obra de autores contemporáneos a él, como Erasmo, y también muy posteriores, como Nabokov o Eco, y en base a la cual podríamos concluir que el lenguaje tiene la capacidad de hacer presente lo que no lo está.
Esa expresión se halla en el subtítulo de El intelectual rampante (KRK Ediciones, 2023), una obra en la que precisamente el conocimiento y la memoria, forjados en una selecta y desbordante biblioteca, sirven para evocar lo perdido en estos años de «un lento y desorientado ocaso cultural», dando su justo valor a la palabra y a la lectura, identidad irrefutable del ser humano. En esta colección de ensayos, el escritor, editor y periodista Basilio Baltasar (Palma de Mallorca, 1955) se propone la búsqueda de un criterio, una mirada crítica y una resistencia de las ideas frente a la condición terminal del pensamiento en la sociedad actual. Dice en su prefacio Anna Caballé que el autor de estas páginas «esgrime la tradición como instancia última de la realidad», y cabría plantearse si acaso no la primera. Su atención al pasado se fundamenta en la misma conciencia que defiende para el historiador en uno de estos textos, «panorámica, profunda y elevada, que abarca las diversas modalidades de la memoria cultural».
En ese sentido, nos recuerda a una reciente conversación con la medievalista Victoria Cirlot en la que, contra la especialización hegemónica, defendía el método asociativo en las humanidades. Porque ¿qué aporta esta disciplina interdisciplinar sino una forma de pensar? O siguiendo con la cuestión que se extrae del título de este libro: ¿para qué sirve un intelectual hoy? Sin duda estamos ante una especie en extinción, ejemplar único en su condición extravagante, es decir aventurada, de caballero andante o errante por los desolados páramos culturales del presente. No en vano, en uno de los artículos aquí reunidos Baltasar elogia el vagabundeo, geográfico y lingüístico, de otro cronista escéptico y contestatario como fue Josep Pla. Abrimos otro interrogante: ¿y si no solo la escritura, sino también cierto modo de lectura fuese realmente la forma más clara de rebeldía?
Según su preámbulo, desde luego el intelectual no está para poner las cosas fáciles, sino para incomodar. Las únicas formas que ha de guardar son las artísticas. Baltasar lo define casi como un incordio, una amenaza, una voz que va por libre y está destinada «a decir lo que nadie sabe pensar», a llamar a las cosas por su nombre. No le importa dejar a su paso los cadáveres de quienes las dan por (con)sabidas. Su saber, de hecho, habría de ser deseado por otros. Él mismo admira la excelencia y el privilegio de los aristócratas del pensamiento como Roberto Calasso. Para nuestro varón rampante, hombre antisentimental donde los haya, debemos cultivarnos con rigor y sin tregua, pues el ansia de conocimiento es la única estrategia posible para recobrar valores. Si Caballé le atribuye un parentesco con el gnosticismo, a nosotros su urgente cruzada nos recuerda la sabiduría salvaje de Nietzsche: «Tenemos sed de ella y no nos saciamos».
El traductor perplejo
Las exégesis y las críticas (sobre todo literarias, pero no sólo, y casi siempre en conexión con otras artes y áreas del conocimiento) de El intelectual rampante no acuden a los elementos recurrentes en cualquier reseña. No se limitan a esclarecer el tema de una obra ni a examinar el estilo. Su lectura y sus hipótesis van más allá: al trasfondo de pensamiento sobre el que se erigió, a la urdimbre de su magistral visión y estimulación de la nuestra, a la interpretación de sus mensajes cifrados no ya en el contexto de su tiempo, sino en el de todos los tiempos. Del mismo modo, los escritos de Basilio Baltasar, algunos de los cuales ya habían sido publicados pero han sido adaptados para esta edición, no se leen como ocurrencias aisladas sino que dialogan entre sí, y nunca por azar. Sus ensayos abren líneas teóricas bien trazadas que en muchos casos se dejan para indagaciones futuras, más amplias; no ofrecen comentarios cerrados sobre sí mismos, sino expandibles.
¿Y a quiénes se dirige? Bueno, sobre todo Baltasar escribe contra los iletrados orgullosos de serlo, a quienes no pretende enmendar, sino señalar con firmeza. A la vez, hace un guiño cómplice a los de su propia estirpe, lectores escarmentados que pillarán «de qué va la cosa», según una de las primeras piezas del conjunto. Una que apareció en estas mismas páginas y trata, miren por dónde, de lenguas, las del mito de Babel: «Para el único ser dotado de palabra, bendecido con el sublime privilegio, el castigo divino ha sido la causa de una punzante interrogación: ¿estoy seguro de saber lo que digo y entender lo que oigo?». Entenderse no es solo hablar el mismo idioma, sino comprender lo que se expresa. El autor deshace embrollos a través de la filosofía lingüística y traduce las teorías de Wittgenstein, Benjamin y Chomsky, haciéndolas dialogar en su búsqueda común de la verdad: el lenguaje que dice inequívocamente.
No es el único momento del libro en que Baltasar acude a los relatos mitológicos que nos explican. En primer lugar interioriza el estudio edípico del helenista Carlos García Gual acerca de aquel «viejo rey maldito» que en Sófocles encarnó el temor patriarcal al destronamiento y que fuera releído por Von Hofmannsthal o Cocteau. Otra reinterpretación es la del propio Baltasar, a partir de un hallazgo bibliófilo en Cuba, sobre el mito quijotesco de «la melancólica decepción de los derrotados», incluidos los de la revolución, como Carlos Franqui y Guillermo Cabrera Infante. Más tarde aparece la alquimia, que acogiendo la fertilidad de los viejos mitos resulta decisiva en «la insurgencia del alma y la transformación de la materia» desgajadas del Opus Nigrum de Yourcenar. Finalmente el mito de los argonautas es ampliado por el comentarista mallorquín a los de categoría celeste que surcaron los cielos en la ficción de Luciano de Samosata, Ariosto o Poe, y que en vez de tesoros anhelan «el conocimiento inédito que permanece oculto por encima de nuestras cabezas»: proeza con la que podría identificarse nuestro autor.
La mitología también pervive en la obra, y en la consideración de la figura —mítica— de un triunvirato de pintores que propone Baltasar en otros tantos ensayos, fascinado por sus capacidades visionarias y su imaginación, mal descodificada en la posteridad. A Goya, cuya sátira del mundo se completa con los abismos interiores de sus dibujos, grabados y bocetos, lo presenta como precursor del «artista que da testimonio de sí mismo» y, en ese sentido, de la modernidad. Se nos ocurre que la fijación por el autorretrato que detecta en Rembrandt también podría leerse como precedente del espíritu moderno: el hermeneuta visual lo interpreta como «perplejidad», ¿y qué otra cosa podemos sentir ante el conglomerado de imágenes que nos arrolla hoy? Y si al artista neerlandés hay quienes lo tildan de vanidoso, a el Bosco lo tratan de sancionador moral; de nuevo, la crítica oficial haciendo lectura fácil, o facilona. Son esas lentes las que molestan al autor: aquellas que se empeñan en elucidar todo misterio de la obra creativa.
Entender sin disecar
En el enigma reside buena parte de la riqueza del arte. Por eso Basilio Baltasar se enfrenta de manera inflexible en El intelectual rampante a todos aquellos que se quedan en la superficie. Nos hace caer en la cuenta de que lo que suele provocar el arte provocativo es, más que cualquier otra cosa, miedo; una angustia agazapada en la zona de nuestro propio ser que más nos cuesta aceptar. La misma en la que inciden las obras, destinadas a «perturbar la ingenuidad cognitiva del lector», que él reivindica en estas páginas. Como la de Cees Nooteboom, donde lo no dicho es signo de elocuencia y la existencia es navegada con una avidez que no da ocasión a estancarse en ninguno de sus recodos: «Reacio a la taxidermia académica, el escritor procura entender sin disecar». Podría ser eso mismo lo que hace Baltasar en estos textos suyos.
El autor parece investirse del fervor que reconoce en Harold Bloom: al fin y al cabo, la crítica literaria supone hacer de la lectura otro arte. Una idea que recuerda a aquello que decía Perec sobre que los personajes de una novela son el autor y el lector. Bloom nos anima como lectores (practicantes de un culto moribundo) a «frecuentar sin complejos los grandes monumentos literarios». Baltasar, por su parte, contagia el furor de leer con su orfebrería reseñista, que da lustre a las esencias —inadvertidas— de cada escritor. Exhibe su pericia como retratista en la colección de semblanzas de autores contemporáneos fundamentales que ofrece este libro, donde se vierte esa distintiva «mirada fuera y dentro» que observa Anna Caballé: la que, entre otras muchas experiencias en el ecosistema editorial y cultural, le proporciona su labor como director de la Fundación Formentor y presidente del jurado de sus premios. Varios recientes galardonados ocupan uno de los capítulos, incluida la última, Liudmila Ulítskaya, a la espera del ya anunciado Pascal Quignard.
Sin ir más lejos ni muy atrás en el tiempo, antes de aquel Nobel tan celebrado y merecido el año pasado, Annie Ernaux había sido Prix Formentor 2019. Representante de todo un seísmo cultural de nuestra época, de una «nueva antropología» y de una retórica distinta a la de los últimos milenios (pues este cambio de paradigma releva a uno que ha durado demasiado), la mujer revelada por la escritora francesa es también la que se rebela, no solo contra la tradición sino, se diría, contra natura. Del examen de conciencia que evoca Baltasar hemos pasado a la toma de conciencia: la de mujeres que toman ejemplo de otras mujeres, que toman las riendas, que toman la palabra —escrita— en toda su fuerza. «Me escribo, puedo hacer lo que quiera de mí», cita a La mujer helada de Ernaux, de cuyo estilo justamente destaca el autor «la precisión con que registra las imposturas del lenguaje».
El dilema de las limitaciones lingüísticas lo encontramos asimismo en el corazón de la defensa que Sinesio de Cirene hace de la introspección lectora: «¿Qué podría ser preferible a pasar el tiempo entre las lecturas y centrado en las actividades literarias? ¿Qué placer más puro? ¿Qué pasión más desapasionada?». También reivindica sus visiones, y en ese sentido se trata de uno de los ensayos más reveladores, pues para Baltasar, la tensión o confusión entre sueño y literatura es similar a la que encara la interpretación de un texto: cuestión de discernimiento, uno de los conceptos clave para el intelectual rampante. Del filósofo neoplatónico nos lleva a la obra de Mircea Cartarescu, quien no solo constata la introspección sino la soledad o, más aún, el solipsismo de la experiencia literaria y su único sentido, «el de comprenderte a ti mismo hasta el final». Hay algo existencialista en esa visión del lector abandonado a su suerte.
En otra de las piezas más ilustrativas, dedicada a Ricardo Piglia, el autor confiesa que le conmueve «constatar que, a pesar de la retórica con que hemos forjado el oficio de la crítica, a pesar de la conversación con que intentamos cercar a la literatura, seguimos siendo el primer lector que fuimos: el ser único, callado, huraño y hostil». Esa condición absorta, (re)concentrada y concienzuda, que en nada se parece al aturdimiento con que algunos miramos el móvil —porque en el móvil no se lee, se mira— para pasar las horas muertas, bien muertas, debería resultarnos admirable y hasta envidiable. Igual que hay escritores que se adelantan a su tiempo, también hay lectores que saben leer más allá de lo que está escrito. Lectores que pueden llegar a vislumbrar, entre otras cuestiones, el escenario hacia donde va el mundo cuando pierde «el hilo de su causa narrativa».
La atrofia cognitiva
Para El intelectual rampante, lo decíamos al inicio, la brújula cognitiva se debe guiar por la memoria, la tradición, los mitos primigenios: «En lugar de ser un episodio remoto en la historia del mundo, la Antigüedad es más bien una mentalidad». Un modo de estar en el mundo, y el mundo tal y como lo estamos dejando profana aquel saber, todo se considera parte del pasado; y con el pasado no se va hoy a ningún lado (aunque haya sido siempre la mejor manera de viajar). Muy al principio, desde el ya mencionado texto sobre la ciudad de lenguas confusas, Basilio Baltasar habla del presente en términos parangonables a una distopía de Orwell que no mejora la maldición babélica. El autor no soporta la credulidad acrítica e idiotizada que asume sin inquietud el mesianismo tecnológico, la «insaciable maquinaria del Poder» actual que pretende reducir nuestra autonomía a base de implantes y suplantaciones de inteligencia.
Su desconfianza queda expuesta a lo largo de todo el compendio, pero es en los textos finales, que tratan cuestiones relativas a la sociedad digital y su «pérfida influencia» en la transformación cultural, donde se hace más explícita su lúgubre visión del panorama. El barbarismo en las interacciones, el consumismo amoral, el degradante estatus —político e ideológico— de usuario, la economía de la atención o la sociedad de la desconcentración, el deterioro de los medios de comunicación, el imperio del entretenimiento en serie y la fast food cultural que llega hasta el ebook… todo es síntoma de lo que Baltasar percibe como una calamitosa plaga. No podemos estar más de acuerdo en que resulta grotesca esa fe absoluta en la innovación o en el marketing digital, ridículos artificios con que se disfrazan las cosas y se vende humo (virtual; es decir, doble humo).
No estamos tan de acuerdo con las varias invectivas en torno a los videojuegos, pues no solo parecen desproporcionadas sino reduccionistas. El jugador no tiene por qué ser un necio de partida; por mucha primera persona que haya, conforme experimente (y esa es la singularidad de esta disciplina: la experiencia) irá identificando los mecanismos de la narración, del mismo modo que el punto de vista subjetivo no nos ha confundido la mente ni los sentidos en otros ámbitos creativos. Entendemos que se recele de un momento histórico en el que entretenerse es la forma más común de anestesia, pero habrá quien diga que otros —los más leídos— nos entretenemos con cosas bastante raras. Y menos mal, por otro lado.
Sin ánimo de pecar de optimismo o ingenuidad, tampoco compartimos que se esté librando una guerra entre el humanismo y «sus enemigos», mucho menos si estos se identifican con la ficción distópica. Es innegable cierta saturación de este tipo de relatos, pero las mejores distopías son críticas y hondamente humanistas; aunque, como cualquier tendencia, puedan resultar paralizantes. Lo que lógicamente indigna a Baltasar es la tan vigente confusión entre realidad y ficción, por un lado; y por otro, la gran tragedia que se deriva de este mundo cibernético, «un paradigma cultural caracterizado por la atrofia cognitiva y el raquitismo de la imaginación». Podemos seguir hablando de nuevas tecnologías, pero el lenguaje es el de siempre, al menos hasta que algún autor se atreve a desafiarlo.
Quizá haga falta perspectiva para leer esta época de digitalización extrema, y eso exige un tiempo que no nos estamos dando. Requiere paciencia, discernimiento, criterio. Factores que solo se dan echando la vista atrás, como bien sabe el rampante pensador. No todo puede estar presente en todas partes, ni todo puede ser —ni mucho menos— presente.
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