miércoles, 7 de agosto de 2024

"Los actuales métodos de control y censura literarias se ejercen invariablemente en el nombre de la libertad"

La siguiente, es una columna publicada el pasado 6 de agosto por el escritor, traductor y editor mexicano Eduardo Rabasa (foto), en el diario Milenio, de su país. Apunta a uno de los flagelos de nuestro tiempo, que alcanza todas las distintas alternativas del mundo de la cultura. De ahí a que, pese a no estar centrada en la traducción, se reproduzca a continuación.

La policía discursiva

El año pasado un amigo que es un reconocido novelista publicó una novela que transcurre en un país que no es el suyo, al que sin embargo ha viajado más de 60 veces, precisamente como parte del proceso de preparación para escribir la novela. Si bien el personaje principal guarda correspondencia con el autor en cuanto a nacionalidad, género y grupo étnico, existe un personaje secundario, que para los lectores quizá sea el más fascinante de la novela, que es una chica joven, originaria del país donde transcurre la historia, que pertenece obviamente a un género y grupo étnico distintos de los del autor.

En una reseña en el New York Times, una también reconocida novelista, al reseñar la novela en cuestión, se preguntaba si el autor tenía derecho de escribir el personaje de la chica, y un poco la novela como tal, por todas las diferencias identitarias que separan al escritor del personaje, así como por situar la historia en un país y un entorno radicalmente distinto del de su vida real. Y en un acto de generosidad, tras reflexionarlo terminaba por expedirle el permiso para escribir la novela (que obviamente ya estaba escrita y publicada), e invitaba a los lectores a juzgar por sí mismos si en efecto tendría o no el derecho de enunciación de escribir una novela tal.  

De aquí se desprenden varias cuestiones interesantes. En primer lugar, de manera un tanto borgesiana, podríamos imaginar una metarreseña de la reseña, preguntándose si la novelista que la escribe, que tampoco pertenece ni al país ni al grupo identitario en cuestión, tiene a su vez derecho a cuestionar el derecho de escribir la novela. O, dicho de otro modo, ¿quién expide en la actualidad las credenciales que determinan los límites a los que se le permite llegar a la imaginación al momento de situarse narrativamente en el lugar de alguien más que no sea exactamente igual a quien escribe?

Pues como estableció ya desde 1970 Michel Foucault en su conferencia inaugural de la cátedra de historia de los sistemas de pensamiento en el Collège de France, publicada en español en el libro El orden del discurso, ya desde entonces existía una “policía discursiva”, que justamente entre varias cosas vigilaba la correspondencia entre “el orden del discurso literario” y el autor, a quien “se le pide que revele, o al menos que manifieste ante él, el sentido oculto que lo recorre; se le pide que lo articule, con su vida personal y con sus experiencias vividas, con la historia real que lo vio nacer”. Así, mediante un meticuloso análisis de los distintos “procedimientos de sumisión del discurso”, Foucault considera que mediante diversos métodos de control se impone una doctrina literaria, anticipándose por cincuenta años a muchas de las actuales tendencias de limitación del campo literario y homogeneización de una parte considerable de su producción.

Parecería entonces que hoy todos los caminos conducen ya sea a la literatura del yo (pues si se escribe sobre uno mismo no hay peligro de estar hablando indebidamente a nombre de nadie más), o a aquella que se ocupa de las grandes tragedias sociopolíticas de nuestros tiempos, donde el apabullante peso de la realidad sofoca cualquier desvarío imaginativo mediante el cual quien escribe pudiera extralimitarse sobre aquello que le corresponde abordar en su literatura. Y lo que no deja de ser paradójico de los actuales métodos de control y censura literarias es que se ejercen invariablemente en el nombre de la libertad, y de estar velando por los derechos de alguien que tampoco parecería en ningún momento haberle otorgado su derecho de representación a nadie más.


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