jueves, 22 de agosto de 2024

Según el autor de la nota, la de Borges es "una obra que no sólo sobrevive a la historia de la infamia, sino que, asimismo, nos permite sobrevivir a ella"


Fernando Herrera
, publicó hace un par de días en la revista Caras y Caretas, una nota donde, por enésima vez se habla de Borges como traductor, relacionando su condición de lector a esa circunstancia. 

La traducción como ensayo

La pasión por la lectura no solo impregnó la obra de Borges, sino que la fundó. Quizás no haya otro escritor contemporáneo cuyo vínculo con los libros haya sido tan entrañable. “La Biblioteca de Babel”, uno de los cuentos más citados de Ficciones (1944), nos muestra desde su mismo comienzo hasta qué punto le otorgaba al libro un carácter trascendental, mítico, aun sagrado. Dice Borges: “El universo (que otros llaman la Biblioteca)…”. Sabemos que, siendo niño, el pequeño Georgie salía muy poco de la casa familiar a raíz de su frágil salud. Pasaba entonces largas horas leyendo y hurgando en la biblioteca de su padre, a la que en alguna entrevista llegó a calificar como “el hecho capital” de su vida.

Su amor por la lectura lo llevará al extremo del paradójico desaire por el concepto clásico de autor: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; / a mí me enorgullecen las que he leído”, sentencia en “Un lector”, poema incluido en Elogio de la sombra (1969). Borges ponía un acento extravagante e irónico en el fenómeno de la lectura por sobre la actividad de escritor que él mismo ejercía. Si bien no se trataba de una impugnación plena, claro está, sí había en ese gesto un desplazamiento, una crítica velada al genio romántico y a la vanidad del estilo. No es extraño, por ende, que su obra constituya una amalgama intertextual de “ajenas historias”, como él mismo decía: de citas, referencias y recuerdos transplantados a sus narraciones por obra del destino o del mismísimo azar. Borges tomaba partido por el lector como origen mismo de la escritura.

Páginas ajenas
Esa curiosidad se saciaba en las páginas de otros antes que en las propias. De ahí que la traducción, no sólo como práctica discursiva, sino sobre todo como temática intrigante y metafísica, haya sido un ámbito privilegiado en el que recrear su fascinación lectora. Ensayos como “Los traductores de Las mil y una noches” (1936), “Las versiones homéricas” (1932), o el temprano “Las dos maneras de traducir” (1926), estudiados por Sergio Waisman en su magnífico libro Borges y la traducción (2004), constituyen una visión totalizadora del arte de traducir como uno de los pilares dialécticos de toda cultura: “El concepto de texto definitivo”, dirá en un ensayo de 1932 sobre El cementerio marino de Paul Valéry, “no corresponde sino a la religión o al cansancio”.

Su pasión de traductor había comenzado de niño, tras aprender inglés con su abuela inglesa, Frances Ann Haslam de Borges. Luego, a los quince años, en Ginebra estudia la lengua francesa y lee la poesía de Heinrich Heine con la modesta ayuda de un diccionario alemán-inglés. Lee a Poe, a Dickens y hasta una versión inglesa de El Quijote, cuyo original castellano le parecerá, años más tarde, “una mala traducción”. A los nueve años ya había volcado a su idioma un cuento breve, “El príncipe feliz”, de Oscar Wilde, publicado en un diario porteño de la época. La confusión generada a raíz de su edad ya auspiciaba un porvenir borgeano: “Como la traducción estaba firmada simplemente ‘Jorge Borges’, la gente supuso que era obra de mi padre”.

No exento de polémica, como traductor se proponía ensanchar el campo de la literatura antes que ser fiel a los originales. Para él, traducir era ingresar a un laboratorio del lenguaje en el que no se debía repetir ninguna fórmula, sino recrearlo todo. En efecto, Borges encara de un modo perspicaz y no menos temerario la traducción de autores como Kafka, Faulkner, Virginia Woolf, Whitman o Poe, guiado por la ambigua convicción de “mejorar el original”; para él, cualquier obra podía ser incluso “infiel a la traducción”. Es claro el carisma de su imaginación, aun de su humor, en tales afirmaciones. Pero el propósito de Borges no era ser un traductor ponderado. Su interés pasaba, antes bien, por enaltecer una actividad durante mucho tiempo profesada de un modo acaso instrumental, tecnocrático y repetitivo, y enajenada de su encanto de ser el arte de la complejidad y la semejanza.

Énfasis y omisiones
Borges quiso darle a la traducción un tenor novedoso. Hacer de ese “largo sorteo experimental de omisiones y de énfasis”, como define en su ensayo “Las versiones homéricas”, una disciplina apasionante, colmada de interrogantes metafísicos y humanos. Dado que, dicho con sus palabras, “cada idioma es un modo de sentir el universo o de percibir el universo”, el arte del traductor no podría sino embeberse de sentimientos y percepciones extrañas a su cultura, ajenas a sus hábitos comunes. Idea que tendrá su deriva en la legendaria conferencia titulada “El escritor argentino y la tradición” (1951), donde ponía a la argentinidad literaria en la privilegiada extrañeza de poder ser y no ser Occidente al mismo tiempo.

Claro que el uso de localismos y su propensión a omitir detalles y transformar la perspectiva de la narración, por ejemplo en sus versiones de “La carta robada” de E. A. Poe y de Orlando de Virginia Woolf, serán muy discutidos. Con su traducción de algunos poemas de Leaves of Grass de Walt Whitman, cuya traducción “oscila entre la interpretación personal y el rigor resignado”, tal cual dice en el prólogo, sucederá algo similar. La lluvia de cuestionamientos provendrá tanto de quienes lo verán como un autor extranjerizante como de quienes renegarán del sabor local de sus traducciones.

Esa indagación orgánica en la lectura potenció desde su infancia una aguda mirada crítica, siempre con el afán descubrir lo insospechado en las obras que lo emocionan. Sus ensayos de los años 20 y 30 son piezas maestras de una cultura y una agilidad léxica y conceptual solo comparables a las de figuras de la crítica del siglo XX como T. S. Eliot, Walter Benjamin o José Lezama Lima. Su itinerario ensayístico se inicia con Evaristo Carriego (1930), Discusión (1932) e Historia de la eternidad (1936), a los que seguirán Otras inquisiciones (1952), y sus memorables Nueve ensayos dantescos (1982), además de un conjunto de prólogos publicados por Torres Agüero en 1975.

Es difícil encontrar un autor que haya envejecido mejor. Su indómita erudición, su capacidad para conjugar a Chesterton o Conrad con Carriego, a la Cábala con el tango, a la Buenos Aires suburbana de su fervor con Babilonia, siguen asombrándonos como en la primera lectura. Su trabajo sobre la página, su hilarante destilación del lenguaje, parecieran preservar una obra que no solo sobrevive a la historia de la infamia, sino que, asimismo, nos permite sobrevivir a ella.

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