Juan Villoro (Ciudad de México, 1956), hijo del filósofo Luis Villoro, estudió la licenciatura en sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Entre 1977 y 1981, condujo el programa de rock “El lado oscuro de la luna” en Radio Educación, tarea que interrumpió para cumplir tareas como agregado cultural en la Embajada de México en la República Democrática Alemana, por lo que vivió en Berlín Oriental hasta 1984, sin descuidar el periodismo. En este sentido, además de escribir sobre literatura, lo hizo también sobre deportes, rock y cine en Vuelta, Nexos, Proceso, Cambio, Unomásuno y La Jornada. En esta última dirigió el suplemento La Jornada Semanal entre 1995 y 1998. Ha sido cronista de varios Mundiales: Italia 90 para El Nacional, Francia 98 para La Jornada y, recientemente, Alemania 2006. También ha sido profesor de literatura en la Universidad Nacional Autónoma de México y profesor invitado en la Universidad de Yale, la de Boston y la Universidad Pompeu Fabra. Publicó las novelas El disparo de argón (1991), Materia dispuesta (1997), El testigo (2004) y Llamadas de Ámsterdam (2007); los cuentos de La noche navegable (1980), Albercas (1985), La casa pierde (1999), La acoba dormida (colección de sus cuentos preparada por él mismo) y Los culpables (2007); los libros para niños Las golosinas secretas (1985), El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica (1992), Autopista sanguijuela (1998), El té de tornillo del profesor Zíper (2000) y El libro salvaje (2008), y las crónicas y ensayos Tiempo transcurrido (Crónicas imaginarias) (1986), Palmeras de la brisa rápida: Un viaje a Yucatán (crónica, 1989), Los once de la tribu (crónicas de fútbol, 1995) , Efectos personales (ensayo, 2000), Safari accidental (crónica, 2005), Dios es redondo (ensayos y crónicas sobre fútbol, 2006), Funerales preventivos: Fábulas y retratos (ensayos políticos acompañados por caricaturas de Rogelio Naranjo, 2006) y De eso se trata (ensayos literarios, 2008). Entre sus traducciones se mencionan Engaños, cuentos de Arthur Schnitzle, El general de Graham Greene, Memorias de un antisemita de Gregor von Rezzori y Aforismos de Georg Christoph Lichtenberg.
1) ¿En qué reconoce una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
–Traducir significa decir lo mismo en otro idioma. Esto parece claro y un tanto obvio, pero no siempre es fácil de definir. Lo que dicta la calidad es el idioma de llegada, la forma en que una lengua ajena se adecua sin trabas a la normalidad de otros usos lingüísticos (en los mejores casos incluso modifica generosamente esos usos). Obviamente se requiere de una lealtad al original, pero esa lealtad nunca es literal. Uno de los misterios de la traducción es que requiere de cierta inventiva para encontrar algo próximo a lo que se dijo en otra lengua. Recuerdo un ejemplo extremo de Ved Metha sobre un virtuoso de la traducción simultánea. En las Naciones Unidas, un ministro norteamericano citó a Shakespeare. La "traducción" perfecta fue encontrar de inmediato una cita de Pushkin que decía lo mismo. Ninguna versión rusa de Shakespeare hubiera causado ese efecto.
Me gusta mucho la teoría de Tomás Segovia de que lo más difícil de encontrar es una métrica que responda en el lenguaje de llegada a los mismos efectos que tiene el lenguaje de partida (generalmente, para lograr esto se debe adoptar otro pie de verso). Digamos que la traducción es una forma de la respiración y cada lengua tiene una oxigenación y unos pulmones diferentes. Si se encuentra el ritmo esencial, la servidumbre a las palabras importa menos. Obviamente, no defiendo que se diga algo distinto: me parece que la versión de Bianco de The turn of the Screw es un buen ejemplo de lo que digo. Otra vuelta de tuerca da una idea perfecta del título original sin ser servil a él. Traducirlo como La coacción habría sido una solución correcta pero menos rica en resonancias (además de que incorporó un giro a la lengua).
2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
–Defiendo una idea de la traducción que tiene que ver con la compatibilidad de la lengua. En este sentido, estoy de acuerdo con lo que se hacía en la revista Sur, donde una falda nunca era una "pollera". Es obvio que ciertos autores pierden sin el lenguaje coloquial, y quizá algunos de ellos (Gadda, Céline, Burroughs) requieran de distintas versiones regionales en un mismo idioma. Es obvio que los que más abusan de esta tendencia son los españoles, que tienen una relación más patrimonial con el idioma. Traduje Un árbol de noche de Truman Capote para Anagrama. Donde yo escribía "tienda" pusieron "colmado", regionalismo catalán que ni siquiera se usa en Madrid. No tiene sentido que un autor de Estados Unidos suene como una sardana. En el plano de las traducciones pop, entiendo el hiperregionalismo de Rolling Stone en su versión argentina, pues trata de hacer una cultura cercana a la calle. Obviamente esto la vuelve intransitable para el lector extranjero, que siente que Bob Dylan habla como un wing de Gimnasia y Esgrima. A mi modo de ver, la naturalidad de la lengua traducida pasa por una lengua compartible. El riesgo de esta operación es que la naturalidad se transforme en una neutralidad decafeinada. Hace poco traduje El teniente Gustl, monólogo interior de Arthur Schnitzler. Es un texto sumamente sugerente, que se basa en la espontaneidad del flujo de la conciencia. En versiones anteriores, el teniente del ejército austrohúngaro se refería a alguien como "un tío muy cachas". Esa versión baturra aniquila al lector sin alpargata ni pandero. Traté de hacer una versión que fuera espontánea y "natural" (reconociendo que toda naturalidad literaria es un artificio), pero que no fuera mexicana. Borges mostró que eso es posible.
3) ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en su país? ¿De qué obras?
–La lista sería infinita. Resumo un catálogo: Hamlet en versión de Tomás Segovia, Cosmos de Gombrowicz en versión de Sergio Pitol, El naufragio del Deutschland de Gerald Manley Hopkins en versión de Salvador Elizondo, Omeros de Derek Walcott en versión de José Luis Rivas, Asesinato en la catedral de Eliot en versión de Jorge Hernández Campos, Magd Zerline de Hermann Broch en versión de José María Pérez Gay, la poesía de Montale en versión de Fabio Morábito, los cuentos de Pirandello en versión de Guillermo Fernández, El hombre que fue jueves de Chesterton en versión de Alfonso Reyes, Las heroidas de Ovidio en versión de Antonio Alatorre"Tabaquería" de Pessoa en versión/diversión de Octavio Paz.
Rafael Spregelburd (Buenos Aires, 1970) es dramaturgo, director y actor de cine y teatro. Es, además, traductor teatral del inglés y –ocasionalmente- del alemán. Fue docente en varias universidades y escuelas (IUNA, UNAM de México, Universidad de Antioquia, Sala Beckett de Barcelona, CAT de Sevilla, etc.) y columnista en varios medios (diario Perfil, revista Humboldt de Alemania, revista Pausa de Cataluña, revista Otra Parte de Buenos Aires, etc.). Ha traducido y editado obras de Harold Pinter, Steven Berkoff, Wallace Shawn, Sara Kane, Gregory Burke, David Harrower, Marius von Mayenburg, Reto Finger, etc.
Cuenta con más de 40 piezas escritas. Mucho de su teatro ha sido traducido al alemán, inglés, francés, italiano, portugués, sueco, checo, catalán, ruso, eslovaco, croata y neerlandés. Sus trabajos más recientes son La estupidez, Bizarra, La terquedad, El pánico, Lúcido, Acassuso, La paranoia, y Todo.
Es Premio Municipal de Dramaturgia (Argentina), Premio Tirso de Molina (España) y Premio Casa de las Américas (Cuba), y autor en residencia para el Deutsches Schauspielhaus de Hamburgo, el teatro Schaubühne de Berlín, la Fundación Frankfurter Positionen de Frankfurt, y la Akademie Schloß Solitude de Stuttgart, el Badisches Staatstheater de Karlsruhe, entre otros ejemplos de su proyección internacional.
1) ¿En qué reconoce una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
–Es un tema apasionantemente abstracto. Los traductores (los de profesión, serios y militantes; y los otros, como yo, que traducimos ocasionalmente por necesidad y amor, desesperados y pragmáticos) solemos ponernos toda clase de camisetas al responder esta pregunta. Son maneras de esconder lo que casi todos sabemos pero callamos: que la traducción es imposible, y que su ejercicio (si estuviera regulado de verdad) nos llevaría a todos a la cárcel. Solemos suponer (de manera opuesta y esquizoide) dos cosas simultáneas: (a) que la mejor traducción es aquella que es “fiel” al autor, o (b) que la mejor es aquella que lo “traiciona” para poder expresar en la lengua de destino algo fabuloso, pero que tal vez no exista en la de origen. La buena traducción, supongo, es la que es capaz de sostener ambas cosas a la vez: fidelidad al impulso original del creador en su lengua; capacidad de traicionar las leyes de su gramática y suponer (inferir) cómo lo hubiera expresado ese autor si tuviera en su poder las reglas locas del español.
Como todo eso es de índole muy abstracta, me permito señalar un pensamiento tímido pero a la vez más concreto. Todo lo que consideramos conocimiento del mundo es organizativamente cerrado. Escribir sobre él y comunicar sobre él suele ser una manera de “reiterar” el mundo. Pero nuestras dudas, incertidumbres e interrogantes están llenos de matices. Desde luego el mundo está saturado de matices potenciales, está lleno de sutilezas de significado, sentimiento y percepción, experiencias para las cuales nuestros idiomas y nuestras lógicas no tienen categorías ni formas estabilizantes. Los matices, tal como lo entiende la física, existen en los espacios fractales que hay entre nuestras categorías de pensamiento, pero no pertenecen a ninguna de ellas. Entre el lenguaje, y no en el campo domado por él. Al experimentar el matiz entramos en la zona limítrofe entre el orden y el caos, y en el matiz radica nuestra captación de la totalidad y la indivisibilidad de la experiencia poética. Al traducir, hay algo que está en juego. Eso que está en juego es la vida. Pero no “la vida” de manera heroica, sino la vida en términos biológicos. La verdadera pregunta cuando nos cuestionamos qué es lo que está en juego en la traducción es –precisamente- la vida de los matices, que hacen que las obras puedan ser traducidas como verdaderas experiencias ambiguas, ricas en sugestión, y no como información redundante de un mundo, que evidentemente vive fuera de las palabras. Pienso que las mejores traducciones son no sólo las que se leen bien, sino las que tienen la rara virtud de producir un sentido, amén de ser copias fieles de su significado. El sentido no se puede traducir literalmente, porque lo que desplazan hacia un costado (hacia la zona fuera de foco donde habitan los matices) el inglés o el alemán, es muy diferente de lo que desplaza el español.
2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
–Lo que me pasa es que en “otras especies del castellano” (y por éstas entiendo casi exclusivamente el castellano peninsular) no soy capaz de determinar a ciencia cierta todos los sentidos que produce el texto. Es decir, me es mucho más arduo darme cuenta de si la traducción me gusta o no. Como experiencia de lectura, debo reconocer que entonces sí, me molesta un poco. ¿Pero qué alternativa tengo? Si no hablo japonés, ni ruso, ni magiar, entonces esa traducción peninsular (donde probablemente haya más dinero para las aventuras editoriales), esa lengua del “Imperio” (que no es ya el territorial sino el que tiene la plata para editar) será quizá la única que pueda probar. Desde ya que es inevitable preferir leer a los autores angloparlantes en su legua original. Recuerdo la espantosa sensación de intentar leer The catcher in the rye en su traducción ibérica. Sí que me molestó, y mucho, y la culpa no es del traductor –que hace lo mejor que sabe hacer- sino de la singularidad de los registros de desviación de la lengua en cada territorio del vasto mundo hispanoparlante. Pero también hay en esto que digo una enorme dosis de deformación profesional: soy traductor casi exclusivamente de teatro, y aquí la cosa se complica mucho más. Los autores de teatro suelen escribir de la misma manera poética que en cualquier otro género, pero juegan a que no se note. Disfrazan todo de presunta y casual oralidad. Suele afirmarse que aquello que no se pueda “decir” con la lengua móvil y desafortunada del actor está “mal traducido”. Casi ningún autor de teatro somete a sus actores a pronunciar lo que en su idioma es un trabalenguas. Si bien uno accede a largos pensamientos cuando están escritos en prosa y se tiene el tiempo infinito de volver a leerlos para ver qué dicen y cómo lo dicen, en teatro el factor tiempo es prisionero de la física entrópica, de la dispersión de la atención. Así es que la traducción teatral al castellano siempre es local: una obra traducida maravillosamente en Chile o en España debe forzosamente traducirse al argentino si queremos ponerla en boca de actores argentinos y en oídos de públicos argentinos. De lo contrario, el idioma en el que hablen los personajes pasará a una zona confusa, donde sólo connotarán extranjería. Y nadie quiere eso para su teatro. La legislación del derecho de autor, incluso, libera los localismos para que cada país haga lo que tenga que hacer. Incluso las obras escritas originalmente en español de otros países suelen adaptarse en localismos para que no aparezcan ruidos indeseados. Yo tengo ante esto una posición variopinta. Sobre todo cuando se trata de palabras prohibidas, dialectales, o incorrectísimas que no están en ningún diccionario. Ya que no están en ningún diccionario, tanto “cajeta” como “totona” (su equivalente venezolano) me pueden venir igualmente bien para producir un efecto determinado; ni hablar de lo que ocurre con las lenguas centrales europeas, que están llenas de connotaciones rígidas y reglas de tránsito incomprensibles. La misma palabra en alemán, “Fotze” (concha, o conchuda), directamente está vedada de los escenarios; no se puede decir sin armar un tole-tole. En realidad, es mucho más perverso: no la puede decir un hombre de o a una mujer, pero sí una mujer de o a otra mujer. ¿Para qué existe la palabra si no se la puede decir? Este tipo de preguntas, que hacen que la mente vuele a mil revoluciones por segundo cuando aparecen en teatro en medio de los discursos de los personajes, son muy distintas en las diferentes tradiciones lingüísticas del castellano. Pero insisto en que creo que éstas son sólo dos: la ibérica (cuyo castellano tiene procederes más rígidos, herencias de un país engalanado con un viejo Siglo de Oro) y la americana (donde su mayor objetivo es la flexibilidad, la movilidad extremista y la hibridización a toda costa).
3) ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en su país? ¿De qué obras?
–Casi nunca recuerdo el nombre del traductor cuando una obra fluye con algarabía. Sólo se me ocurren ejemplos de traducciones que recuerdo por lo fallidas. Me parece que en la Argentina, donde la conciencia de hablar un español muy distinto del resto de nuestra América, las traducciones suelen ser bastante cuidadosas. A sabiendas de que existe un lunfardo extremo, los traductores podemos optar por evitarlo sin que se note que estamos evitando alguna cosa. Las traducciones de Borges, claro, son ejemplos envidiables de ello.
Traducir teatro en la Argentina requiere de un enorme trabajo de adaptación dramatúrgica, por las características del género. Hay muchas traducciones que sólo siguen el flujo del circuito comercial de alguna pieza, y están llenas de sacrificados errores en aras de no entrar en conflicto con los dueños de los derechos, que no permiten cambiar ni una palabra. En cambio, recuerdo trabajos de traducción asombrosos en su sencillez, como el Hamlet, la guerra de los teatros que montó y machacó Ricardo Bartis. O El Pato Salvaje en la versión teatral de Mauricio Kartun. ¿Se puede hablar de traducción en estos casos? Sí y no. Traducción en todos los sentidos. Eliminación de todo ruido. Invención de nuevos ruidos para que la lengua funcione como máquina exclusivamente oral, disfrazando su naturaleza poética.
jueves, 25 de marzo de 2010
Una encuesta para escritores (III) Villoro/Spregelburd
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Hola. Hace tiempo que no dejo un comentario acá, pero es que mis aportes no me parecieron tan importantes para ser compartidos, hasta ahora. Me gustaría hablar acerca de la pregunta n#2 hecha a los traductores, según el punto de vista de un lector brasileño. Pasa lo mismo a nosotros cuando nos encontramos con una obra portuguesa o africana, muchas veces llegamos al punto de no poderse entender, y sí, a mi me molesta mucho leer un libro europeo o africano. Las discrepancias llegan a tal nivel que en el año de 2009 se ha firmado un acuerdo ortográfico entre los países lusoparlantes. Aún así, se puede decir que escribimos igual, pero no decimos lo mismo. Hay muchas diferencias de léxico en el portugués estándar, si vas a Portugal o Brasil, incluyendo algunas partes de mi país que poseen un lenguaje particular y a veces los brasileños mismos no nos entendemos, qué más hablar de las jergas. Así que, para que no piensen que los problemas se limitan a sólo los países de lengua española, las antiguas colónias sufrimos juntas, en todos los aspectos.
ResponderEliminarLo interesante, Felipe, es que cuando contemplás la situación del inglés, es del todo distinta. Ningún británico se animaría a decirle nada a un estadounidense, justamente porque la industria editorial estadounidense es mucho más importante que la británica y, de hecho, los traductores británicos son corregidos en los Estados Unidos. Pero del mismo modo, ningún británico podría objetar a un irlandés, a un australiano o a un canadiense precisamente por la autonomía que existe entre un país y otro respecto de la lengua. El problema del panhispanismo, del que nos hemos ocupado en este blog (y, por lo que decís, parece que debe haber un "panlusitanismo" también)son las ínfulas imperialies disfrazadas de ecumenismo, ni más ni menos.
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