Una
columna de Guillermo Piro, aparecida en el diario Perfil, de Buenos Aires, el
pasado 8 de junio, en esta ocasión sobre las bibliotecas que sirven de fondo a
las apariciones públicas de los famosos.
Las bibliotecas
como fondo
Lo
que uno dice no es tan importante como la biblioteca que tiene a sus espaldas”.
Ese es el lema de la cuenta de Twitter Bookcase Credibility, nacida en abril
para reunir y comentar las imágenes de las bibliotecas usadas como fondo por
actores, políticos y periodistas, especialmente en este período en que a causa
de las conocidas restricciones para contener el coronavirus casi todos los
videos y las entrevistas televisivas se hacen entre las cuatro paredes de casa.
Sobre Bookcase Credibility escribió Amanda Hess en el New York Times, y gracias
a ella sabemos que Joe Biden, candidato a la presidencia en los EE.UU., tiene
una vieja pelota de fútbol americano en un estante, o que la biblioteca de
Michelle y Barack Obama tiene enormes espacios vacíos.
Cate
Blanchett tiene los veinte tomos del Oxford English Dictionary, el más famoso
diccionario en lengua inglesa, el príncipe Carlos de Inglaterra tiene la
biblioteca repleta de libros sobre caballos, Paul Giamatti, como Karl
Lagerfeld, tiene una particular preferencia por acomodar los libros de manera
horizontal, y la escritora Arundhati Roy tiene unas pilas enormes de libros
sobre el escritorio. La política británica Michelle Ballantyne dejó a todos con
la boca abierta: no tiene una biblioteca detrás, sino una fotografía de ella
con una biblioteca detrás.
Las
bibliotecas otorgan autoridad y credibilidad, al mismo tiempo hablan con
estudiada naturalidad de uno y de sus propios intereses. Es una estrategia que
la pandemia hizo surgir en ciertos casos voluntariamente y en otros imprevista
y descontroladamente. Pero que en cualquier caso el hábito de espiar las
bibliotecas ajenas no es nueva: en la Argentina todos recordarán la que hizo de
fondo a la detención de Amado Boudou, donde podía verse, entre otras cosas, una
máscara veneciana, un banderín de Italia, un ejemplar del Capital de Thomas
Piketty y una estatuilla de Cristina Kirchner saludando con la mano.
En
estos días, escribe Hess, “juzgar los fondos de las videoconferencias de
personajes públicos se volvió el juego preferido de la sociedad de la
pandemia”. Algunos se limitan a espiar curiosa y morbosamente entre los
estantes para tratar de leer los títulos y poder así penetrar un poco más en la
personalidad del propietario. Otros prefieren concentrarse en la elección de la
biblioteca como objeto de design, la
iluminación, los cuadros y los muebles que ocupan el espacio. Para esas
ocasiones, la cuenta de Twitter Room Rater, por ejemplo, aconseja a algunos
agregar una planta, o a otros quitar una pintura que llama demasiado la
atención y distrae.
La biblioteca
cubriendo las espaldas no deja de ser una pose, dice Hess. Quien habla podría
hacerlo delante de una televisión apagada o de una pintura, pero prefiere hacerlo
delante de libros. Tanta seguridad ofrece, que basta sentir la respiración de
los libros detrás nuestro para que, como dice el lema de Bookcase Credibility,
uno se relaje más de la cuenta, al punto de olvidar los pequeños detalles, que
sabemos desde siempre que es donde habita el Diablo. Hace poco el periodista de
la cadena ABC Will Reeve –el hijo de Superman– habló en directo en el centro de
un encuadre donde a sus espaldas se veía una biblioteca hermosa, sin darse
cuenta que había dejado a la vista una pierna desnuda, claro signo de que
estaba en calzoncillos.
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