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en ctxt
(Contexto y Acción), el siguiente artículo de la experimentada traductora
española Julia Osuna tiene rango de
declaración (¿de principios? ¿de guerra?) y trata sobre cuestiones más que
delicadas, con altura, inteligencia e incluso humor.
¡Maaadre mía!
“Será coña, ¿no?”, le
digo al editor. Es el cuarto libro del año con la palabra mujer o mujeres en
el título.
El año
empezó con unas women in black,
australianas, años 60, unas galerías comerciales. El año empezó también con un
plato de mierda, de esos que solo la vida sabe servir hasta arriba. Si fuera el
puto Mersault, podría haberme dicho: “Mamá tiene esa enfermedad hoy”, y haberme
ido por ahí a matar a alguien como quien no quiere la cosa. Pero no, “mamá
tiene esa enfermedad hoy, mañana y pasado mañana”, y ahora ponte tú a traducir.
Podría haber dicho que qué me importan a mí cuántas guineas y chelines son 35 libras
australianas, pero resultó que no, que me importaba más que nunca. Podría haber
convertido las treinta exclamaciones distintas de la época con God o Lord,
en diez “Dios mío” y un “Válgame el cielo” (“quién se va a dar cuenta”, dicen
las diablillas resabiadas), pero no, por mis ovarios conseguiría treinta
expresiones españolas que le dieran el mismo colorido empañado de nostalgia del
original, aunque tuviera que buscar en toda la obra de Martín Gaite.
En las
noches de insomnio provocadas por el plato de mierda que nos habían puesto por
delante a mi madre y a mí, intentaba contrarrestar las preocupaciones prácticas
de una vida digna para todos con repasos mentales por dichos y diretes,
buscando una expresión con pájaros por aquí, otra con un pez, e intentando
refrenarme para no colar al día siguiente en el texto la frase favorita de mi
abuela, “a lo que llega uno”.
A lo que
llega uno… No, yo no había llegado todavía a nada. No pensaba plantarme.
Semanas después, vinieron las ganas de escupirle a la vida, de gritarle “¡Esto
es mío, esto no me lo quitas, so guarra!”, las ganas de hacer la mejor
traducción jamás hecha (por mí). “Tienes que buscar tus espacios”, me decían
las voces biempensantes, las amigas que no sabían cómo socorrerme, porque no
había socorro posible. ¿Y qué mejor espacio que el que me había estado
trabajando tantos años, mi huerto al final del mundo, donde plantaba y
plantaba, regaba, sin esperar grandes cosechas?
E incluso
me atreví a elucubrar, en los días soleados de principios de mayo, una vez
pasada la primera oleada gorda de mierda, con que ¿y si con tantos malabarismos
cerebrales, tras desarrollar una prestidigitación mental elevada a la máxima
potencia, después resurgía con un cerebro evolucionado, capaz de solucionar
entuertos de traducción con tan solo fijar en la pantalla mis ojos de rayos
láser, cargados de decisión y sabiduría? Era eso, o dejar que el cerebro se me
espesara hasta quedarme con un puré gris en el cráneo donde tan solo
chapoteaban cuatro hipopótamos y una garza real puesta de osmosis…
Y es que, sin beberlo
ni comerlo (acababa tan reventada que se me olvidaba comer, y el vino, ni
olerlo, no fuera a darme la bajona), me habían concedido con grandes honores el
título de Cuidadora Oficial del Reino… ¿Tendrá algo que ver la industriosidad,
el esmero, la inclinación por cuidar, con que haya tantas traductoras mujeres?,
me preguntaba. ¿Acaso siempre he querido cuidar los textos, mimarlos, como lo
hago con mi mamá? Y hacerlo incluso cuando me mira mal por recordarle que se ponga
un abrigo, padeciendo las miserias de cuidar a alguien que no quiere que le
cuiden. Los textos, al fin y al cabo, eran más agradecidos.
Pocos
meses después llegaba el siguiente encargo con mujeres en el título. Me
persiguen, me persiguen las escritoras y sus personajes femeninos, las madres y
su presencia inevitable en los textos… ¿Coincidencias de la vida? Ja. ¿El
mercado quiere mujeres? Pues las van a tener. Por suerte, mis editores no
sabían por lo que estaba pasando, no me tenían por una paria social, para ellos
todavía podía ser otra persona, no la que tenía varias enfermedades mentales en
la familia, la que tenía que lidiar con brotes psicóticos y alucinaciones
acústicas, la que intentaba criar a un niño sin echarle la mierda encima porque
ayer fue un mal día, ayer se escapó para no ir a la terapia, ayer no quiso
mirarme a la cara. Para ellos todavía soy una trabajadora de la palabra, y me
quieren por la parcela de mí que aún no está infestada de vida, la parte de mi
cerebro que reservo para sumergirme en otros mundos y desaparecer.
Desaparezco
en el pajar donde se reúnen las ocho mujeres de ese siguiente título, unas
menonitas que fueron violadas durante años y que ahora están decidiendo cuál
será su reacción ante sus agresores. Retiro el telón y entro en el granero de
la traducción (literal, no es la enésima metáfora sobre el oficio), huele a
heno seco y las motas de polvo bailan en la luz de la mañana. Hay unas mujeres
hablando, tengo que apuntar lo que van diciendo, no puedo fallarles. Esto lo puedo
hacer, esto lo puedo solucionar. Y me pregunto qué versión de la Biblia en
español será mejor citar, qué traducción de Montaigne puede dar el tono, le
escribo a mi padre, ¿tienes por ahí las Geórgicas de
Gredos?, me contesta al momento, me manda los versos. La mañana es plácida,
puedo pensar con claridad, ayer le gané la partida a la mujer-pared, mañana irá
a la terapia. Qué raro, la autora utiliza cursiva para algunas palabras del
bajo alemán que emplean las menonitas pero para otras no; tengo que preguntarle,
sus padres profesaban la misma fe, a lo mejor utiliza la cursiva para las que
ella no escuchó de pequeña y para las otras, las que le son familiares, no; de
todas formas le preguntaré… (“¿De verdad? ¿No podrías utilizar el tiempo que te
va a llevar escribirle a la autora para llamar a otra clínica, para comprarle
calcetines, que los tiene viejos?”, me desafían las diablillas, “Ese sobre con
los contratos lleva semanas cogiendo polvo en la mesa de la entrada”.) No,
porque me importa. Me tiene que importar, por mis ovarios.
Cuando voy
terminando con las menonitas, me llama otro editor: ¿puedo cambiarle el título
que iba a empezar con ellos por este otro? Acaba de llevarse un súper premio.
Adivinad: un tercer título con woman.
Más mujeres, otra autora: lo quiero, dámelo todo. Queridas menonitas, han sido
un placer estos meses de pajares mentales, pero tenemos que ir despidiéndonos,
me habéis ayudado mucho, y ya no solo como terapia ocupacional; en el texto
hablaban unas madres, y me han hecho recordar lo que es ser hija y tener a
alguien en quien apoyarte, alguien con más experiencia que te dice, tranquila,
piensa, no pasa nada… antes de erigirme en la madre de todo esto (en versión
femenina mal de la peli de Lars von Trier –y aquí abro un inciso, muy a lo
apuntador menonita, porque hablando del danés, la historia del pajar me recordó
un poco a Dogville, pero si a Nicole
Kidman en vez de darle por la venganza, le hubiera dado por pararse a hablarlo
con sus congéneres y hubieran antepuesto un poquito de pacifismo). Me han hecho
recordar, decía, que mi madre era una mujer dulce que estaba traduciendo mucho
antes que yo, que curso tras curso enseñaba a traducir el canto sexto de la Odisea, con paciencia y dedicación. Recordar
que tengo que recordar, que para algo traduje el Me
acuerdo de Joe Brainard, y ahora debería escribir uno sobre mi mamá,
corre, antes de que las cosas feas me la borren, recordar a la madre de dedos
rosados, ¡mamáaaaa!
Pero, pom, pom, pom, son ellas, ya han llegado, comprimidas en
pdf, son un montón de mujeres negras británicas que vienen a traerme más
sabiduría, más lugares donde volver a mi madre, donde encontrar cariño para
poder devolverlo en forma de Me Importa. Quiere la casualidad, o llamémosle X,
que una de las protas se llame Amma, que, anagrama mediante, nos da Mama. Como
la Amma de Sharp Objets, la serie
donde conocí la canción que me gustaría que un día sonara de la nada, el Plus tôt de Alexandra Streliski, como una
cortinilla de estrellas musical que me trasladara unos años más adelante en el
tiempo y me pudiera traer de vuelta, ya desde la serenidad, a tantas autoras
traducidas, tantas personajes cuidadas y tantas horas pasadas acurrucada con mi
madre en el sofá.
Jose sigue
al teléfono, hablándome de ese cuarto título: “Te cuento: son conversaciones
telefónicas de una madre con una hija, aunque solo habla la madre”.
¡NOOOOOOOO!*
* Al final acepté el
encargo. Para ser traductora, hay que ser un poco masoca.
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