El
pasado 30 de abril, Ángel Soto
publicó la siguiente reseña en el diario Milenio,
de México. Trata sobre el pequeño volumen Perder
el Nobel, escrito por la escritora y traductora Laura
Esther Wolfson y publicado por la editorial Gris Tormenta a fines de 2018.
“¿Cómo se siente perder un Premio
Nobel”
¿Qué
distingue a los traductores de otros eslabones de la cadena libresca? Nada los
define mejor que un término robado a la zoología: anfibios. Como pocos, los
traductores experimentan el tormento placentero de llevar una vida doble. Se
juegan el nombre para deleitar a dos antagonistas igual de severos: el autor de
una obra y su futuro lector.
Dice
Alberto Manguel que “traducción es el nombre que usamos para designar el acto
más íntimo de la lectura, porque toda lectura es una traducción”. Entonces,
¿renunciar a esa transacción lingüística equivale a privarse del placer de la
intimidad?
En
2005, la traductora estadunidense Laura Esther Wolfson fue invitada al PEN
World Voices como intérprete de la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich,
quien por entonces era un personaje más bien desconocido para la mayoría. Nadie
imaginaba que diez años más tarde la autora de Voces de Chérnobil ganaría el Premio Nobel de Literatura.
Entrenada
desde la universidad en lengua y cultura rusa, Wolfson resultó ideal para el
trabajo. La calidad de su interpretación simultánea consiguió que Alexiévich
contactara a su agente para proponerla como encargada de traducir sus libros al
inglés.
Su
desempeño en aquella sesión la elevó a una posición de superestrella local de
la traducción. Pronto comenzaron a llover las ofertas para trabajar con otros
autores rusoparlantes. Su futuro cercano se antojaba prometedor. Excepto que
una enfermedad respiratoria crónica y costosa frenó su despegue. Aun con una
precaria salud a cuestas, Wolfson halló tiempo y energía para realizar las
pruebas de traducción que solicitaba la editorial.
Las
siguientes líneas pertenecen a Perder el Nobel, ensayo ganador en 2017 del
premio Notting Hill Editions que se otorga en Reino Unido, y que publicó en
México la editorial Gris Tormenta.
Escribe
Wolfson:
“Terminé
las páginas y las dejé a un lado. Cuando volví a ellas unos días más tarde, me
sentí desconcertada: ¿Qué le había hecho a Svetlana? Todo en mi interpretación
era correcto, pero nada estaba bien. [...] Rechacé el proyecto alegando problemas
de salud”.
Pero
Wolfson sabía que no era su enfermedad el verdadero motor de aquel rechazo. Era
la sensación de impotencia ante la imposibilidad de extender con honorabilidad
el acto literario de Alexiévich a su propia lengua.
¿Cuántas
horas habremos malgastado pensando en las oportunidades perdidas? En 2015,
cuando el mundo por fin descubrió la literatura de Alexiévich tras el anuncio
del Nobel, Wolfson pasó días y noches alternando la recriminación a sí misma
con reflexiones sobre las circunstancias desaprovechadas. Pero consiguió lo que
pocos logran: encauzar sus frustraciones hacia la creación. Así, encontró
tiempo para dedicar a sus propias aspiraciones como escritora, aunque no
abandonó por completo la traducción, ese oficio que adoptó con la entraña de
quien defiende a su patria en un combate, y que ejerció incluso en los linderos
de la convalecencia.
En
Perder el Nobel, Wolfson traza su propio viaje del héroe, con sus vicisitudes,
rechazos, profundidades y recompensas. Y, claro, su propio retorno a casa,
luego de haber hallado el elixir del conocimiento.
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