Enterado del contenido del
artículo publicado por Fernando Alfón y subido a este blog en el día de ayer,
José Luis Moure hizo llegar al Club de Traductores Literarios de
Buenos Aires una respuesta a las imputaciones que se le hacen. Se
reproducen a continuación.
Respuesta de José
Luis Moure
Por algunos correos de colegas y
amigos, he accedido a una nota del profesor Fernando Alfón, publicada el 17 de
julio pasado en el periódico digital Diario Contexto. El texto del circunstancial
compañero de la mesa convocada por el Foro Universitario por el Bicentenario en
la Facultad de Ciencias Sociales, al que yo había sido invitado por el vicedecano de la Facultad de
Filosofía y Letras de la UBA, quería ser vehículo, según su autor lo señalaba,
de “contestación intempestiva” a lo dicho por mí en la ocasión. O también de
“botella que se arroja al mar”, tomando paralelo recaudo, sospecho, frente a la
posible ausencia de un auditorio o interlocutor inmediatos.
Acaso Ionesco y Beckett se hayan
extralimitado en su diagnóstico, pero los años me han acostumbrado a la
deprimente comprobación de que es posible conversar durante una hora sin
entenderse –del todo o suponiendo –casi siempre erradamente– que se piensa de
manera más o menos parecida. Esa imposibilidad, anestesia (o piedad) de la
comunicación permite seguir conviviendo en ambientes propicios a la polémica,
afamada práctica de la que he procurado desertar toda vez que pude. Los
aplausos –por lo general de circunstancia–, las sonrisas y los apretones de
manos en la despedida suelen coronar esos encuentros, y eso es lo que yo más
gratamente recuerdo del panel que ha dado motivo a la presente secuela.
Espero que el prof. Alfón acepte
este tardío intento de reordenar algunas cosas que alivien su disgusto. Las
enumero en procura de ceñirme a lo que considero más necesitado de
claridad.
1) Mis escrúpulos protocolares
son mínimos. En ningún momento advertí que hablar en último lugar fuese un
privilegio; por el contrario, supuse que no habría tiempo para mi intervención,
posibilidad que no me disgustaba del todo; a mis años, creo haber dicho casi
todo lo que es compatible con los buenos modales. Pero como la Dra. Glozman
ejerció su coordinación con esmero, no me dejó margen para el silencio,
providencia que habría convertido en abstracto este episodio.
2) Mal podría haber calificado
como mala una doctrina que mi memoria no registra como claramente formulada por
los participantes que me antecedieron. Si se quiere denominar así a la convicción
de que existe una rica tradición argentina de discusión sobre la legitimidad de
nuestra variedad lingüística, de que esa brega en refrendo de la identidad no
ha alcanzado todavía su completo cometido y de que intereses económicos de
envergadura campean hoy en los territorios donde se habla o se enseña el
español procurando diseñar una política lingüistica supranacional, bautizada
como panhispánica, que facilite una más amplia distribución y venta de sus
productos (particularmente editoriales y didácticos), ella estaba en el
conocimiento y espíritu previos de todos los participantes y no le reconozco
originalidad ni propiedad. En lo personal, mis publicaciones e intervenciones
públicas durante los últimos quince o dieciséis años, la dirección de un importante
proyecto de investigación en el que intervinieron seis universidades nacionales
enderezada a elaborar material de enseñanza de español como lengua segunda y
extranjera, así como mis modestas clases
de Historia de la Lengua y de Dialectología Hispanoamericana en la facultad, en
el marco de una cátedra con una compartida orientación sobre el tema
(practicada y difundida con considerable anterioridad a la declaración evocada
en la mesa), se han sustentado en ese pensamiento.
3) El edificio de la Real Academia
Española, situado en la calle de Felipe IV, en el aristocrático barrio
madrileño del Retiro, junto al Museo del Prado, es, en efecto, espléndido,
aunque yo creo haberme referido más específicamente al del Instituto Cervantes,
el palacio de las Cariátides, que se levanta en la calle de Alcalá en la sede
del que fuera, en curiosa coincidencia, el Banco Español del Río de la Plata.
Reitero mi admiración por esos monumentos y sobre todo por la memoria de
quienes frecuentaron el primero (en contraposición a lo que a mí me pasa, acaso
el temple de Alfón le permita recorrer inmutable los mismos salones que alguna
vez cruzaron Galdós, Unamuno, Benavente, Menéndez Pidal, Cela, Aleixandre,
Navarro Tomás, Baroja, Zamora Vicente y un larguísimo etcétera). Pero en
cualquier caso, mi apreciación no era de deslumbramiento por la “doctrina”
lingüística que esos lugares puedan amparar sino que pretendió resaltar lo
evidente: detrás de la política “panhispánica” en el sentido que parecería
querer imponerse (yo tengo otro), existe un notable poderío económico y una
clara determinación política (valga la redundancia) que hace posible financiar
con generosidad esas instituciones y que es preciso ponderar adecuadamente a la
hora de evaluar la infinitamente más modesta –cuando existe–, que despliegan
sumadas nuestras veinte naciones americanas.
4) La observancia de las normas
gramaticales, en el sentido que parece considerarlas el prof. Alfón, nada tiene
que ver con la decadencia del idioma español, catástrofe que yo no pude
siquiera haber sugerido, porque pertenece al orden de lo fantástico y que yo
desacredito y desmiento siempre que tengo oportunidad.
5) El prof. Alfón me recuerda una
obviedad: ninguna creación literaria ha nacido del seguimiento de manuales de
estilo ni de admoniciones académicas. Pero casi todas, sin embargo –y el prof.
Alfón puede comprobarlo en cualquier librería y me atrevería a decir que en sus
propios correos, artículos y escritos universitarios– respetan la canónica
distribución de haches, el uso más o menos etimológico de “b” y “v”, las
diferencias entre “s” y “c”/”z”, cuidan las reglas de lo que se denominaba consecutio
temporum, evitan usar el tiempo condicional en las prótasis de los períodos
hipotéticos y se esmeran en cada caso por utilizar la preposición
adecuada. Estos ejemplos pedestres y
aleatorios de nuestro castellano estándar (culto, ejemplar o modélico), que
podrían ampliarse al léxico e incrementarse para cada una de las instancias de
la gramática, ilustran lo que se llama “corrección”, es decir acatamiento de una norma
estandarizada, reclamada y respetada universalmente por la gente en todas las
geografías y culturas (incluso las ágrafas). Lo que hagan la RAE y el Cervantes
es independiente e históricamente posterior al reclamo de saber lo que está
bien y lo que está mal en el uso de la lengua, un derecho cuyo respeto y
satisfacción los hablantes necesitan.
6) Me parece innecesario
desperdiciar énfasis en la condena de la
memorización de “los mamotretos que imprime la Real Academia”, procedimiento
que nunca practiqué ni vi que se practicara en mi medio. Le aseguro que las
conjugaciones, las preposiciones, las clases de palabras y las reglas de la
sintaxis y la morfología básicas pueden consultarse en infinidad de otros
manuales, si no prefiere hacerse en alguna página de internet. Que la poderosa
industria editorial española tenga una capacidad de penetración hoy
difícilmente neutralizable es harina de otro costal, y tiene que ver con una
dimensión económica, claramente inserta en decisiones políticas de las naciones
involucradas, frente a la cual los docentes y lingüistas poco podemos hacer,
salvo tenerlo en claro y ejercer la libertad de opinión, elección y
compra.
7) No entiendo si la siguiente
cita del prof. Alfón es resignada o diagnóstica: “los alumnos suelen formarse
una idea bastante homogénea y unidireccional de lo que debe ser la lengua
[...] “si no lo aprenden en la primaria,
lo aprenderán en la secundaria y, si no, queda el último recurso de la Universidad”.
Pero cualquiera haya sido la intencionalidad del aserto, me parece que no es
razonable que un país (y una economía) tolere que aprender a leer y a escribir
en un nivel aceptable insuma diecisiete años. Pero nada tienen que ver la Real
Academia Española, la nuestra o el Cervantes
con la desorientación o la ineptitud de nuestras instituciones
educativas para cumplir en tiempo y forma con esa elementalísima función
social, que en mi infancia y primera juventud se lograba en escuelas modestas
de jornada simple. Ya se utilice un manual de Santillana, el Panhispánico
si cabe, los manuales de estilo de aquí o de allá, cualquiera de las obras
bendecidas por la Asociación de Academias de la Lengua, las viejas series de
Kovacci, Lacau y Rossetti, Bratosevich (pensadas, escritas e impresas en la
Argentina) o un apunte bien armado con ejemplos eficientes, creo de capital
importancia concentrar esfuerzos en la buena enseñanza de nuestra lengua (que,
en tanto alguien no me convenza de lo contrario, es la misma de todos los
hispanohablantes) en cada uno de sus niveles.
8) Aun haciendo otro esfuerzo de
memoria, no consigo recordar el momento en el que yo haya dicho o sugerido que
las maestras envenenan la lengua con la ponzoña de la soberanía. Solo quise
decir –y debo de haberlo hecho muy mal– que ya es tiempo de distribuir mejor
los empeños didácticos. Hemos cumplido doscientos años de vida independiente,
muchos especialistas e instituciones han desarrollado y desarrollan una notable
labor de investigación sobre nuestra lengua y sabemos que nuestra variedad
dialectal es parte del patrimonio nacional y se asienta en sus propias, muy
ricas e inalienables tradiciones discursivas populares y cultas.
Creo, por lo tanto, que la
prédica sobre la injerencia peninsular en nuestro manejo de la norma debe ser
ubicada en su justa y efectiva dimensión, que hoy descansa menos en una desvaída fantasmagoría
monocéntrica (que no abona ningún lingüista, filólogo o escritor español que yo
conozca) que en una cruda realidad económica: una industria editorial poderosa
acompañada por una política exterior consecuente. Bien entendido eso
(suponiendo que haya docentes que todavía no lo tengan en claro), la escuela
argentina debe concentrar su esfuerzo en una de sus tareas indelegables e
impostergables: enseñar a leer y a escribir bien el castellano de todos (como
alguna vez lo supo hacer), en plazos razonables, con los recursos que tenga a
mano y guiada –ésta es mi convicción profunda– por el deseo de seguir
perteneciendo un mundo histórico, cultural y espiritual compartido, cuyo
milenario elemento común es el idioma, desplegado en múltiples variedades, cada
una con fueros y legitimidad incuestionables.
9) El panhispanismo no es ni
puede ser el planificado resultado de un proyecto académico nacional o
supranacional. Es simplemente un atributo del español, una virtualidad,
voluntad o empuje colectivo que lo acompaña desde su expansión y que explica
por qué veintitrés naciones siguen cultivándolo, comunicándose en él sin
mayores problemas y en todos los niveles, y compartiendo y elaborando una
riquísima literatura común. Lo mejor que podemos hacer es no interferir con su
vitalidad secular y su plasticidad para acomodamientos mutuos, no desafiar su
mansedumbre inventándole asechanzas y cumplir con nuestro deber de enseñarlo y
transmitirlo como corresponde.
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ResponderEliminarCuando Moure se estrenó como presidente de la AAL era esperanzador escucharle y aún lo fue más la habilidad para sacudirse el acuerdo con la ponzoñosa Fundéu. Pero, por lo que sea, se acabaron sus criterios críticos e independientes. Pareciera que intenta convencerse de que la RAE no es una pieza propagandística clave en el engranaje de la diplomacia cultural exterior española, la acción comercial exterior y el unitarismo político exterior e interior. Y que se beneficia no poco de desempeñar ese papel.
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