Desde hace ya varios meses el
Club de Traductores Literarios de Buenos Aires viene denunciando el pacto
espurio realizado por el rector de la U.B.A., secundado por varias
facultades de esa casa de estudios, con el Instituto Cervantes y Telefónica de
España, para privilegiar el sistema español de evaluación de la lengua en
desmedro del argentino. Ese pacto se anunció antes de su votación –papelón mayúsculo– y se terminó
de cocinar un mes después, cuando, sin la participación de quienes elaboraron
el sistema de evaluación argentino, e impidiendo el ingreso del presidente de la
Academia Argentina de Letras (a la sazón, titular de Historia de la Lengua, en
la Facultad de Filosofía y Letras de la U.B.A.), fue votado por los representantes de facultades
que nada tienen que ver con el tema, como Ciencias Económicas, Veterinaria,
Farmacia, Odontología, Ingeniería, etc. Quien rubricó el convenio por la U.B.A.
fue el contador Alberto Barbieri,
actual rector de esa institución, a quien el 8 de agosto pasado, con motivo de
que se le despachara el título de “ciudadano ilustre”, el diario La Nación le dedicó un editorial, dando cuenta de su pasado y
dejando entrever su presente. Dado que este blog sigue sumando firmas contra el
convenio, vale la pena saber de quién estamos hablando.
¿Ilustre ciudadano?
Casi 3 millones de personas viven
en la capital de la República, pero solamente 10 pueden ser premiadas con la “Ciudadanía
Ilustre”, distinción que otorga la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires mediante una ley especial aprobada por los dos tercios de sus miembros.
Pueden recibirla personas físicas, argentinas, nacidas en la ciudad o
residentes en ella durante una década y que se hayan destacado por la obra y la
trayectoria desarrollada en el campo de la cultura, la ciencia, la política, el
deporte y la defensa de los derechos amparados por la Constitución nacional y
por la Constitución porteña.
¿Cómo explicar en este contexto
que un órgano que representa a los ciudadanos de la ciudad pueda pasar por alto
elementales exigencias que rodean a un premio como éste? A tono con las
estrofas del siempre vigente “Cambalache”, de Discépolo, en tiempos en que una
estrepitosa y desvergonzada corrupción ha pasado a estar tristemente de moda,
llama a la reflexión que una mayoría dentro de la propia Legislatura baje la
vara al punto de premiar lo que debería más bien avergonzarnos.
El pasado 13 de junio, con la presencia
de autoridades del gobierno de la ciudad y personalidades del ámbito académico
y político, el rector de la Universidad de Buenos Aires (UBA), Alberto
Barbieri, recibió el premio “Ciudadanía Ilustre” que aprobó la Legislatura en
marzo de 2015. La distinción, a decir verdad, era parte de un paquete de leyes
que muchos quisieron que se votaran separadamente con el sano propósito de no
cometer gruesos errores, pero no lo lograron. Lo paradójico es que el
reconocimiento de la Legislatura llegó por partida doble: alcanzó, en este caso
merecidamente, a estudiantes de la UBA que obtuvieron los primeros lugares en
competencias jurídicas internacionales.
Desde estas columnas ya nos hemos
ocupado de denunciar las graves irregularidades en torno de este funcionario a
cargo del órgano directivo clave de los destinos de la universidad más grande
del país. Tras 38 años de docencia, dejó el vicerrectorado para asumir en 2014
la continuidad de Rubén Hallú; fue por amplia mayoría de votos y con mandato
hasta 2018, en medio de violentas revueltas estudiantiles. Hábil político, de
buenos vínculos con La Cámpora y Franja Morada, Barbieri se alió al radicalismo
para llegar al rectorado y prometió “apertura y pluralidad” para lo cual llamó “a
la reflexión y al diálogo”. Luego, se mostró también cercano a Daniel Scioli,
quien ya lo había ungido como su eventual candidato a ocupar el Ministerio de
Educación de haber triunfado en los comicios. Son cambiantes fidelidades
propias de quienes, más que perseguir un ideario, persiguen un rédito personal.
No cuestionamos aquí su extensa
trayectoria académica ni sus premios ni doctorados honoris causa otorgados por
instituciones de distintos países. Pero sí la falta de autonomía que quedó
claramente expuesta en sus vínculos con el entonces ministro Julio De Vido, con
el tristemente célebre secretario de Obras Públicas José López y con la
anterior gestión de gobierno que incluyó al otrora jefe de Gabinete Jorge
Capitanich, sin olvidar las imputaciones de malversación de fondos públicos que
sobre él y su entorno se investigan. Cuando Barbieri era decano de la Facultad
de Ciencias Económicas estos lazos fueron decisivos para la construcción del
anexo al edificio, con una inversión millonaria aportada por el mismísimo
Ministerio de Planificación Federal.
En septiembre pasado, un fiscal
federal acusó a varios miembros de la cúpula universitaria por “negocios
espurios” que involucraban fondos de la alta casa de estudios y de hospitales
públicos desviados a proveedoras de insumos y medicamentos. La punta del
iceberg era el ex decano de la Facultad de Ciencias Económicas José Luis
Giusti. Fue la propia Procelac la que confirmó luego las denuncias por
violación de sus deberes como funcionario, al punto que se vio obligado a
renunciar por estas y otras graves acusaciones, algunas de índole personal.
Giusti fue luego nombrado titular de la Unidad de Proyectos Especiales para la
Transferencia de Funciones y Facultades en Materia de Seguridad de la ciudad de
Buenos Aires y quedó a cargo de recursos y competencias ligados al traspaso de
19 mil policías federales al ámbito de la ciudad, en lo que es otra
inentendible designación.
El periodismo independiente viene
denunciando que el gigantesco botín de la UBA se reparte con testaferros y empresas
fantasmas desde hace décadas. El entramado de corrupción difícilmente podría
funcionar si no contara con piezas clave en ubicaciones estratégicas en la
propia UBA.
Las acusaciones sobre
enriquecimiento ilícito están fundadamente instaladas. Detalles de ostentosos
viajes, elevados gastos, inmuebles no declarados, vehículos de alta gama, no
fueron suficientes para que el ahora ilustre rector removiera a quienes delante
de sus narices sólo persiguieron otros fines por cierto nada académicos.
Vanagloriándose de los estrictos controles internos y de auditoría que, según
afirma, rigen en la UBA y lejos de preocuparse por esclarecerlas, se limitó a
desestimar todas las acusaciones.
En su reciente discurso con
motivo del aniversario de La Noche de los Bastones Largos, proponía aprender
del pasado y destacaba el valor de la autonomía de la universidad. La alta casa
de estudios, por la que pasaron alumnos de la talla de Bernardo Houssay, Luis
Leloir, César Milstein, acreedores al Premio Nobel, tuvo también ilustrísimos e
intachables rectores como Juan María Gutiérrez, Ricardo Rojas, Ángel Gallardo,
Carlos Saavedra Lamas, José Luis Romero, Guillermo Jaim Etcheverry y Julio
Olivera. Este último, recientemente fallecido, aseveraba que la enseñanza
universitaria requiere de agentes productivos idóneos. En el ideario y la
acción de antecesores de esa talla debería abrevar el cuestionado rector cuya
idoneidad ponemos en duda.
Aún con discursos que auguran
grandes transformaciones y promesas de modernidad para una universidad como la
UBA, cuyo origen se remonta a 1821, que Barbieri haya sido premiado con una
distinción tan importante no puede menos que avergonzarnos. No debemos olvidar
que contribuciones de tantas otras valiosas personas no verán jamás el
reconocimiento que se han ganado. Al mismo tiempo, en una situación de
inequívoca desigualdad, los cuestionados procederes de quien dirige la que fue
y debiera seguir siendo una señera institución educativa encuentran en el
incomprensible apoyo de la Legislatura el aplauso que jamás debieron darle.
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