El 7 de julio pasado, en el cierre del Foro Universitario por el Bicentenario, hubo una mesa redonda convocada alrededor del tema “Lengua y emancipación”, en la que participaron Cristina Messineo, Mara Glozman, Américo Cristófalo, José Luis Moure y Fernando Alfón, quien, posteriormente, escribió el comentario sobre esa mesa que el 17 de julio publicó el diario digital Contexto y que aquí se publica a continuación. En el día de mañana habrá una réplica de José Luis Moure.
Lengua y emancipación
El pasado jueves
7 de julio, en la jornada de cierre del Foro Universitario por el
Bicentenario y bajo el lema “Lengua y emancipación”, se conformó una mesa con
las doctoras en lingüística Cristina Messineo y Mara Glozman, el ensayista
Américo Cristófalo, el presidente de la Academia Argentina de Letras, José Luis
Moure, y yo. Por esa deslucida cortesía que declina en comodidad, fuimos
delegando el honor de cerrar la mesa, cayendo el privilegio en Moure. El hecho
de que era el mayor o el de ostentar un título de presidente parecía
justificarlo. A considerar por lo que dijo, aprovechó muy bien las ventajas de
tener la última palabra: tranquilizó al público asegurándole que, si bien había
una mala doctrina –la que esgrimimos quienes lo precedimos en la oratoria–,
también había una manera cristiana de encarar el asunto. La mesa comenzó
entrando ya el mediodía y con la promesa de un locro al terminar, por lo que
las exposiciones fueron breves, y, como casi no hubo tiempo para réplicas,
recurro a esta nota a modo de contestación intempestiva o botella que se arroja
al mar.
Veamos, ante todo, un fragmento
de la buena doctrina de Moure. Aseguró que cosas como el manifiesto “Por una
soberanía idiomática” –publicado por Página/12 y
en el cual estábamos implicados Américo y yo–, los cuestionamientos a las
academias de la lengua y la insistencia en la actitud querellante eran “muy
interesantes”, pero estaban provocando un problema muy grave en la educación:
las maestras ya no sabían cómo enseñar español en el aula. Las citas que hago
no son exactas, porque buscan ser fieles.
Cuando ingresó por primera vez al
edificio de la Real Academia Española, Moure se encontró con un espectáculo tan
imponente que renunció a cualquier rebeldía y abrazó el fulgor de ese poder
que, entonces, se le proyectaba como una luz del tamaño del cielo. Lo sé porque
él se encargó de confesarlo en esta mesa, ahora ya no tan emancipada. No salía
aún del asombro de que semejante anécdota se ventilara en un foro congregado,
precisamente, a celebrar otro resplandor, cuando me desayuné con que el
desconcierto de las maestras ante la enseñanza de la lengua se debe a la
vigencia de una querella. Vamos a ver.
Para arribar a semejante
conclusión hay que demostrar, primero, que las maestras están al tanto de que
existe una disputa de poder en torno a la lengua, cosa tan improbable que nos
impide derivar de ahí algún tipo de desconcierto. Si las maestras están en problemas –estado
que no necesariamente constituye un problema–, entre las causas que se podrían
candidatear como responsables no se encuentra el hecho de que desnaturalicen la
lengua o, en la línea argumental de Moure, la envenenen con la ponzoña de la soberanía.
Dudo, por lo demás, que el modelo normativo esté en crisis; a lo sumo dejó de
ser sencillo aprenderse de memoria los mamotretos que imprime la Real Academia.
Los alumnos, de todos modos, suelen formarse en una idea bastante homogénea y
unidireccional de lo que debe ser la lengua. Si no la aprenden en la primaria,
la aprenderán en la secundaria y, si no, queda el último recurso de la
Universidad. El discurso normativo está tan arraigado que se volvió
imperceptible, incluso para los propios académicos que lo fomentan. A menudo se
enfrentan a él como quien se desconoce en el rostro desangelado de un hijo. Me
explico.
Se ha buscado muchas veces la
relación directa entre decadencia del idioma español y falta de observancia de
sus normas, tanto que no deja de crecer la cantidad de libros preceptivos, sin
dejar de creer el diagnóstico catastrofista. Lo que habría que investigar ahora
es el impacto que tiene la industria de la estandarización en la pretendida
pobreza del idioma. Me hubiera gustado preguntarle a Moure –recuerde, lector,
que había un locro esperando– si arriesgaría una explicación en torno a cómo
hizo Cervantes para escribir El Quijote, sin gramáticas ni manuales de
estilo, pero, como seguro tiene una respuesta para esto, le pregunto ahora cómo
es que con tantas publicaciones normativas y con tantos siglos de Real Academia
parece alejarse cada día más la aparición de otra novela semejante. ¡Pero
vamos!, no le podemos endilgar a las instituciones del orden el enorme poder de
obturar una gran obra, me basta con advertir que su énfasis normativizador colabora
en que la lengua no tenga sobresaltos, ni gire como un rombo desorbitado, ni
alumbre la expresión inesperada. Por suerte, no todos los escritores siguen a
pie juntillas los dictámenes reales y, cada tanto, desprovistos de casticismo,
ofrecen a la imprenta una obra que se atreve a tener relaciones carnales con la
lengua.
La Real Academia Española y sus
secuaces en el mundo –las otras academias correspondientes, el Instituto
Cervantes, la Fundación del Español Urgente (Fundéu)– confiesan estar muy
preocupados por el esplendor del español y se abocan a vender manuales de
estilos en todas sus formas, creyendo que tiran un salvavidas. La metáfora del
ahogamiento es inapropiada, pero en todo caso el salvavidas es de plomo. La
lengua de una persona no sale a flote a fuerza de correcciones, a lo sumo consolida
su temor aferrándose a ellas y ahí se queda. Nadie se hace expresivamente rico
consultando y obedeciendo preceptos. A propósito de los preceptos, ¿quién los
establece? La RAE jamás reconocerá el sesgo con que impone un uso dialectal
como universal y representativo del total de hablantes de una lengua. La
Academia de Moure tampoco, pero, dada la norma, hay que rendirse a ella; de lo
contrario, reina el desconcierto, es decir, deja de reinar la RAE, catástrofe
de la que, por el momento, la estirpe normalizadora puede despreocuparse.
Porque en definitiva de esto se trata todo, del reinado, cuya eficacia radica
en presentarse bajo el ropaje del esplendor y el cuidado de “nuestro mayor
tesoro”.
La preocupación que siente Moure
por las maestras le pertenece; de lo que no es autor, sin duda, es de la
ideología que la sustenta. La corriente de pensamiento catastrofista se remonta
a la lejana Cédula Real de 1770, de Carlos III, obligando en América al uso
exclusivo de la lengua castellana; pasa por las alarmas del doctor Américo
Castro, alertando sobre el relajo de las normas en el Río de la Plata; y llega,
casi con las mismas palabras, a una mesa del Foro por el Bicentenario. Creer
que reina un caos, que el caos se debe a la inobservancia de las normas, que la
inobservancia degrada la lengua y que hablar mal corrompe la conciencia, es una
presunción que, no por equivocada, carece de abolengo. El planteo enseña su
rostro moral, pero oculta su afán de dominio. Para imponer una variedad del
español por sobre otras, hace falta persuadir de que no se trata de una
variedad más, y que adoptarla no es más que adoptar la forma más pura y natural
de la lengua.
Para hacer aun mucho más efectiva
esta persuasión, a España y a sus instituciones de la lengua se les ocurrió el
extraordinario artificio de reflotar la idea del panhispanismo, donde existen
varios centros del idioma. Pero basta echar un vistazo al Diccionariousual
o al Panhispánico
de Dudas de la RAE, al ahora
relanzado Servicio Internacional de Evaluación de Lengua Española del Instituto
Cervantes o, en general, a la política exterior española en materia de lengua,
para ver que el panhispanismo no es más que un amoroso caballo de Troya, en
cuyo interior viajan los intereses y las empresas más ambiciosas de España.
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