El narrador Pablo
Hernán Di Marco, el 8 de septiembre pasado, publicó en la revista
colombiana Libros & Letras (número
7528) la siguiente entrevista con Andrés Ehrenhaus, que en la foto que ilustra
esta entrada pareciera mimar el gesto del cantante español Raphael, cuando
cantaba “Yo soy aquel”.
Un
café en Buenos Aires
El mundo de la traducción me resulta tan fascinante como injustamente relegado. De no ser por los traductores jamás hubiéramos leído a buena parte de los autores que admiramos, sin embargo, ¿cuántas veces revisamos el nombre del traductor a la hora de comprar un libro? ¿Cuántas veces valoramos el trabajo de un traductor a la hora de disfrutar una historia?
Hay pocas actividades más complejas que la traducción literaria. A fin de cuentas traducir un texto implica destrozarlo, eso sí, sin descuidar ni por un instante su música, respiración y textura. Para ahondar en el tema conversé con Andrés Ehrenhaus, traductor de más de cuarenta títulos, entre ellos la poesía completa de Shakespeare, y obras de Marlowe, Poe, Wilde y Lewis Carroll, entre otros.
—Me gusta pensar que los lectores también tenemos obligaciones (recomendar y hacer circular los buenos libros, por ejemplo). ¿Podríamos decir que una de las obligaciones del lector es no comprar un texto en el que no figura el nombre del traductor?
—A: Yo no obligaría al lector a nada. Eso sí, le recomendaría que no se olvidara de que cuando lee a un autor extranjero está leyendo una traducción, y que la voz que suena ahí es una voz doble, una voz compleja y delicada, que obra un milagro tan improbable como real. Esa voz doble tiene nombres y apellidos: los del autor y los del autor de la traducción. Ignorarlos es participar de un engaño colectivo, además de hacerles un flaco favor a la literatura, a la crítica responsable y a la edición de traducciones. Y a la lectura inteligente, claro.
—Los lectores latinoamericanos solemos fastidiarnos cuando desde España nos llegan traducciones repletas de términos que nos resultan ajenos como “gilipollas”, “tiovivo”, etc. ¿Cómo debiera manejar el traductor esa tensión?
—A: Yo traduzco para la industria española desde hace más de 30 años y
sin embargo no creo haber usado nunca “gilipollas”; de “tiovivo” no estoy tan
seguro, aunque apuesto a que no es una palabra habitual en mis traducciones. Se
puede traducir para el público español sin caer en localismos exagerados o
innecesarios ni ocultar al Otro del texto original tras una máscara de
costumbrismo artificial. De todos modos, los rasgos de una variante de la
lengua no se notan tanto o solamente en la terminología sino sobre todo en la
construcción de las frases, en la prosodia, en la música, en la cadencia y la
respiración, y por supuesto en los usos verbales y preposicionales. Por
ejemplo: un corrector español no dejaría pasar nunca un “antes que anochezca”
sin ponerle la “de” preceptiva; sin embargo, todos sabemos que se trata del
título de una novela de Reinaldo Arenas, cuya autoridad es incuestionable.
¿Cuál es la forma correcta? Ninguna y ambas. Si somos sensibles a estas
sutilezas, incluso un “gilipollas” entrará con suavidad en el flujo de lectura
de un lector latinoamericano. Lo mismo vale para “boludo” en una traducción
rioplatense leída en España. El término molesta porque es la llaga de una
irritación general previa: el lector se viene sintiendo extraño y “gilipollas”
o “boludo” le ponen la guinda, y ahí estalla. Pero nadie chilla cuando los usan
Marías o Cortázar.
—¿El buen traductor traduce del modo más fidedigno posible, o es correcto permitirse ciertas licencias en pos de captar el espíritu, la respiración, el ritmo del texto?
—A: Todo depende de lo que entienda cada cual por fidelidad. Así, en abstracto, a mí la fidelidad no me dice nada. Yo creo que el traductor se debe antes que nada fidelidad a sí mismo, es decir, a su poética personal: no hay una traducción ideal para cada texto sino tantas como se vayan haciendo; por tanto, cada una debe hacerse valer por sí misma, debe ser coherente y fiel a sí misma. Toda traducción es una masacre, una carnicería más o menos controlada, una mutilación irreversible. Hay que asumir eso. Para asumirlo, es crucial tener un sistema de valores y prioridades, saber si sacrificaremos un dedo para salvar la mano o si en nuestro afán de no que no se note la sangre llenaremos el texto de gazas, esparadrapos y yeso. Para mí, que soy un materialista acérrimo, el sentido es más sacrificable que la forma, porque de la forma siempre emerge el sentido y nunca al revés. Ser fiel al sentido es, en mí código personal, la peor de las fidelidades, o la más obvia y suponible: para entender el significado de algo, basta un diccionario, un conocimiento somero del lenguaje de partida, un poco de práctica; en cambio, para reproducir la forma hay que tener todos los sentidos despiertos, aguzar el ingenio y trabajar la materia como si fuera barro que cobra forma en nuestras manos. Por eso yo no llamaría licencias a los esfuerzos por conservar o reproducir la música, el color, la respiración, los olores, volúmenes y texturas del texto que estamos traduciendo, sino recursos indispensables de todo buen traductor. El sentido, en fin, es como el furgón de cola: por corto que sea el tren, siempre tiene un último vagón.
—La poesía (con
sus particularidades vinculadas a la sonoridad y la métrica) le acarrea
dificultades casi insalvables al traductor. En casos así, debe ser tan
frustrante como desafiante saber que no se aspira a la fidelidad del texto sino
a la fidelidad posible del texto.
—A: La poesía es el mejor de los escenarios posibles para un traductor, porque lo enfrenta sin remisión a la crudeza y la crueldad de su tarea. En mi opinión, que no es compartida por muchos colegas, la única manera responsable y rigurosa de traducir un poema y salir vivo en el intento es atender sobre todo y de antemano a los aspectos formales, desde los más evidentes (metro, rima, verso libre, estrofas) a los más microscópicos o sutiles (ecos, coloraciones, densidades, temperaturas). Un poema es una pieza para armar, un asunto de ingeniería y de bioquímica antes que de ideología o, mucho menos, hermenéutica. Creer en el “querer decir” del poema (o de cualquier texto) equivale a no querer ver el “decir” a secas. De ahí que traducir poesía produzca mucha más euforia que frustración.
—Hablemos de textos clásicos. Se precisa de una sana y bienvenida inconsciencia para traducir un clásico, ¿no es así? Imagino que lo peor que puede hacer un traductor es sentir que trabaja con un texto sagrado.
—A: La poesía es el mejor de los escenarios posibles para un traductor, porque lo enfrenta sin remisión a la crudeza y la crueldad de su tarea. En mi opinión, que no es compartida por muchos colegas, la única manera responsable y rigurosa de traducir un poema y salir vivo en el intento es atender sobre todo y de antemano a los aspectos formales, desde los más evidentes (metro, rima, verso libre, estrofas) a los más microscópicos o sutiles (ecos, coloraciones, densidades, temperaturas). Un poema es una pieza para armar, un asunto de ingeniería y de bioquímica antes que de ideología o, mucho menos, hermenéutica. Creer en el “querer decir” del poema (o de cualquier texto) equivale a no querer ver el “decir” a secas. De ahí que traducir poesía produzca mucha más euforia que frustración.
—Hablemos de textos clásicos. Se precisa de una sana y bienvenida inconsciencia para traducir un clásico, ¿no es así? Imagino que lo peor que puede hacer un traductor es sentir que trabaja con un texto sagrado.
—A: Tal cual. Venerar un texto no ayuda a traducirlo. Eso no quiere
decir que debamos faltarle el respeto. A fin de cuentas, lo vamos a masacrar,
seamos piadosos con el pobre. El gran trabajo con los textos clásicos es previo
a la escritura: se trata de encontrar el tiempo de la traducción, el lugar
donde oscilamos entre el origen y el destino con la menor amplitud, aunque sin
dejar por ello de vibrar. Es al revés de lo que decía Magris: ¿cerca de quién?
Pero bueno, eso al final acaba pasando con todos los textos.
—Ya hace cinco años que impulsás en Argentina, junto con un grupo de colegas, un proyecto de ley de protección de los derechos autorales de los traductores. Contame algo más sobre eso.
—A: En realidad el proyecto de ley es una prolongación y puesta en claro
de algo que ya está legislado, aunque de manera quizás confusa para los propios
traductores, en la ley de propiedad intelectual argentina, la bendita 11.723.
La idea es que ese marco legal sirva para regular la relación particular que se
establece entre las partes cuando se traduce una obra autoral para el mercado
editorial, de tal modo que nadie salga especialmente perjudicado. ¿Por qué?
Porque aunque todos sabemos que el negocio del libro no genera pingües
ganancias, no es justo que el peso de esa escasez recaiga sobre quienes
contribuyen con su trabajo creativo a que los libros traducidos aparezcan y
circulen. Es hora de que un traductor pueda aspirar a vivir de su trabajo, y
que no se lo acuse por ello de querer dinamitar la industria del libro. La
ecuación es simple: sin papel o imprentas, no hay libros; ergo, las editoriales
compran el papel y pagan a la imprenta los precios que establece el mercado.
Tampoco habría libros traducidos sin traductores; sin embargo, se considera
mezquino o interesado al traductor que no se contenta con que su traducción
salga publicada sino que pretende cobrar encima una cantidad justa y digna.
Este proyecto apunta a que esa desigualdad se vaya limando y que nuestros
derechos morales tengan el correlato económico que nos vendría de perlas para
satisfacer necesidades tan extravagantes como alimentarnos, vestirnos, pagar el
alquiler…
—La
traducción es un tema fascinante del que hablaría por horas, pero tenemos que
ir terminando, Andrés. Vamos con la pregunta con la que suelo terminar mis
entrevistas: te regalo la posibilidad de invitar a tomar un café a cualquier
artista de cualquier época. Contame quién sería, a qué bar lo llevarías, y qué
pregunta le harías.
—A: Difícil respuesta. Tendría que decirte Shakespeare o uno de esos, por deformación laboral, pero me parece que sería más divertido charlar con Homero, llevarlo a escuchar tango y preguntarle si se sabía todo de memoria o inventó como un bellaco.
—A: Difícil respuesta. Tendría que decirte Shakespeare o uno de esos, por deformación laboral, pero me parece que sería más divertido charlar con Homero, llevarlo a escuchar tango y preguntarle si se sabía todo de memoria o inventó como un bellaco.
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