viernes, 23 de septiembre de 2016

Señora, baje el dedo que le va a dar frío

El 20 de septiembre pasado, en El Trujamán, la página diaria que el Centro Virtual Cervantes, del Instituto Cervantes, dedica a la traducción, María Teresa Gallego, sin nombrarme –y acaso porque yo sí la he nombrado en más de una ocasión– escribe: “Una novela se lee de una forma. Esa misma novela se lee de otra, cuando se está realizando, sobre ella o sobre la obra de su autor, un estudio histórico o literario o filológico (aunque en este último caso no se podrá partir de una traducción, lógicamente) o una tesis doctoral. En ninguno de los casos —ni lectura placentera de la novela ni estudio— creo que proceda, cuando de una obra de ficción traducida se trate, un aparato ingente de notas del traductor. El estudioso y el estudiante y el doctorando ya buscarán las oportunas bibliografía y documentación acordes con sus necesidades. Y al deleitado lector le da exactamente igual, por poner un ejemplo al azar, el año exacto del trazado de la calle de París cuyos adoquines usaron los jóvenes revolucionarios de Hugo para levantar su barricada o si las banderas de la época eran de vichí o de percalina, precisiones ociosamente eruditas que interrumpirán al ya mencionado lector en su ascenso a la barricada, tirando de él hacia abajo, hacia el pie de la página, privando así a ésta de su carácter de trampolín y atándole un bloque de hormigón a los tobillos. Eso si no lo zambullen a traición en fragmentos de la correspondencia del escritor en determinado año, convirtiendo de paso la acción en curso en aventura interrupta”.
No contenta con levantar el dedo imperativo para dictaminar cómo debe proceder el lector –al que en párrafos previos nombra “lector español”, como si hubiera un solo tipo, ibérico, repetido y con una cabeza idéntica, sin aclarar si se refiere exclusivamente al de España o a cualquiera que sea usuario de lengua castellana–, agrega: “Dicho lo cual, los traductores y las editoriales son muy libres, por descontado, de poner en los mostradores de las librerías lo que deseen. Pero lo que no me parece de recibo es que quinientas notas en las cuatrocientas páginas de una novela se aleguen como mérito y sean motivo de jactancia por la obra propia y desprecio por la ajena, como oímos a veces en labios de ciertos traductores exegéticos de obras de ficción clásicas que se arrogan el discutible derecho de digerírselas al lector. Tanto más cuanto que unas cantidades ingentes de notas no garantizan una buena traducción, pero sí le dan al traductor un inoportuno protagonismo, que no le corresponde, y cortocircuitan el flujo entre escritor y lector, impidiendo a éste la relación personal con aquél, siendo así que hacerla posible es la misión esencial, por no decir exclusiva, del traductor literario”.
Como no quiero cortocircuitarle nada a nadie, y menos el flujo, me veo en la obligación de responder. Señalo entonces que en la página 30 del Prólogo de mi traducción se declara con toda claridad: “ésta es una edición anotada; vale decir, una nueva traducción de la obra acompañada expresamente por un gran número de notas que permitan, eventualmente, una mejor comprensión no sólo de la historia, sino también de la cultura y las condiciones de la época en que transcurre, la forma en que  fue contada, los problemas que Flaubert truvo que sortear para escribirla, lo que la crítica ha dicho sobre cada momento de este libro a lo largo de los últimos ciento cincuenta y siete años. Todas esas notas responden a muy diversas bibliografías y tienen diferentes propósitos. Por un lado, repiten lo que a lo largo del tiempo han consignado en diferentes ediciones de la obra y en distintos estudios sobre ésta algunos de los mayores especialistas en Flaubert y en Madame Bovary. Como podrá verse, sus nombres han sido respetuosamente incluidos en cada ocasión. Por otro, remiten a lo que el propio Flaubert decía –en su Correspondencia, en los carnets de escritura– a medida que iba escribiendo la novela. Luego, indica qué pasajes fueron suprimidos por la Revue de Paris, medio en el que la novela se publicó por entregas antes de su definitiva publicación en libro. Finalmente, en aquellos casos en que no se consigna la fuente, las notas surgen de la labor del traductor. Estas últimas, muchas veces derivadas de la utilización de diccionarios como el de la Academia Francesa o el de Émile Littré, así como de enciclopedias, libros de historia y textos dedicados al estudio de la historia cultural, intenten reponer para el lector actual el marco de referencias correspondiente a los lectores contemporáneos a la aparición de la novela”. En síntesis, no se le oculta a nadie la índole del libro, ya que en la página 9 del Prólogo declaro: “esta nueva traducción y sus muchas notas pretenden dar cuenta no de una, sino de un notable número de maneras de leer Madame Bovary, desde su publicación a la fecha, justificando así su reputación de gran clásico de la literatura”. Y aclaro esto porque sé que no todos tenemos una misma cabeza y, por lo tanto, porque entiendo que no hay una única manera de leer. Por otra parte, tiendo a suponer que si a alguien no le interesan las notas, puede saltearlas. Dicho llanamente, no está obligado a leer lo que no quiera leer. Es más, si el lector no lee mis notas, no me enojo, como sí parece enojarse la señora Gallego de que las haya puesto.  
Hasta 2014, fecha de la publicación de mi versión de Madame Bovary, en la lengua castellana existían 58 versiones de la obra, distribuidas entre la Argentina, Colombia, Chile, España y México. Desde entonces, si mis cálculos no son incorrectos, se sumaron 9 versiones más. Pese a las muchas reediciones, no todas esas versiones están disponibles. Por caso, La señora Bovary, oportunamente traducida por Tomás de C. Durán y publicada en 1900 en Barcelona –que de ninguna manera debe ser confundida con La señora Bovary, traducida por María Teresa Gallego y publicada en 2012 en Madrid–, sólo se consigue en bibliotecas o, con suerte, en librerías de viejo. Cada una de estas versiones tiene su correspondiente traductor y cada uno de esos traductores, sus aciertos y limitaciones, tal como señalo en el prólogo de mi propia versión. Allí digo: “hoy en día, todo traductor que quiera honrar al original en la lengua a la que traduce, podrá considerar y acaso servirse de versiones anteriores”. Y cuando hablo de servirse de las versiones anteriores, no solamente lo hago para agradecer aciertos, sino también para evitar errores. Por caso, el traductor español Juan Bravo Castillo –él mismo autor de una muy buena versión de Madame Bovary, publicada en 1993 en Madrid–, en el excelente artículo “Madame Bovary et ses versions a l’espagnol”, disponible on line, estudia y critica, no sin cierta aspereza, varias de las traducciones españolas que preceden a la suya. Los errores que señala son groseros y corresponden a algunas versiones por mucho tiempo consideradas canónicas, posiblemente porque quienes así las juzgaban tal vez no leían en francés y se dejaban embelesar por la reputación literaria de los traductores, muchos de los cuales tampoco ponían notas allí donde éstas podrían haber sido de alguna utilidad, para no alterar la sagrada relación entre el autor y el “deleitado lector”, categoría curiosa porque cada cual busca su deleite, solaz y consuelo donde quiere o puede. La primera reacción que muchos tuvieron fue pensar que Bravo Castillo cometía una infamia porque tal parece es de mal gusto denunciar la falta de probidad de los colegas. En realidad, lo que él hizo fue ofrecer un servicio invalorable a los traductores que vinieron después y que, gracias a su esfuerzo, no cayeron en los mismos errores que él denunció. Dicho en otros términos, Bravo Castillo no respetó el esprit de corps del mundo traductoril rindiéndole pleitesía a viejas glorias que no lo merecían, sino que tuvo en cuenta tanto a los futuros colegas como al lector para que unos y otros leyeran mejor.
Ahora bien, en el caso de una obra que tiene tantas versiones al castellano como Madame Bovary es posible que la traducción sola no baste, que haya quienes deseen sumar algo más, un valor agregado que ayude a leer mejor o de otra manera. Esto, en el caso de los clásicos, se hace casi siempre en el propio idioma. Por caso, la versión de Folio que en Francia manejan tanto escolares como universitarios, sin olvidar al público en general, es la de Jacques Neefs, uno de los grandes especialistas en Flaubert. Su versión anotada es la que ha servido de referencia a traductores del mundo entero, tanto para aclarar problemas de índole cultural –hablamos de un libro que refiere usos y costumbres de los franceses de hace un siglo y medio–, como para comparar con las sucesivas versiones que Flaubert publicó, hasta llegar a la edición de Charpentier & Cie, que fue la última publicada en vida del autor. Muchas versiones de Madame Bovary que se publicaron en el mundo entero siguen las notas de Neefs. Algunas lo declaran abiertamente y otras lo esconden, como si las notas fueran de los propios traductores. Tal es la importancia de la labor de Neefs que incluso su prólogo ha sido abiertamente citado y, en el caso de la edición de Penguin Random House, reproducido íntegramente, para sorpresa del mismo Neefs que en ningún momento fue consultado y quien se enteró del hecho sólo cuando yo se lo mostré en París, en diciembre del año pasado. Dejando de lado lo que haya decididio y hecho el editor, el responsable de esta última versión es Mauro Armiño, un excelente traductor español, quien eligió sumar a su versión de la novela varios fragmentos que Flaubert en su momento había descartado, pero que, en una reciente edición francesa, se volvieron a incluir en la obra. En síntesis, un valor agregado.

Más modestamente, la señora Gallego, en su momento, optó por titular La señora Bovary a la novela que todo el mundo conoce como Madame Bovary. En eso –en eliminar las marcas que indican que esta novela francesa es una novela francesa– consiste su principal valor agregado. Algo simple, como parece ser, en líneas generales, todo el pensamiento de la traductora. Lo dije en una reciente entrevista que me hizo el diario El País, de Montevideo, y que reproduje en este blog: “Hay una traducción bastante pobre a la que, en un alarde de ingenio, bautizaron  La señora Bovary. Al hacer eso, esta hija de campesinos normanda pasa a ser una comadre madrileña, lo cual sólo contribuye a agregar exotismo a algo que el original no tiene. La acción no transcurre en Madrid. Cambiar el madame por ‘señora’ quita la marca necesaria en toda traducción para que el lector sepa que es justamente eso: algo que fue escrito en otra lengua y que da cuenta de cosas que le pasaron a gente en otra parte. Entiendo que la universalidad de un texto no puede ser reemplazada por gracejo de poca monta”.
Quisiera aclarar aquí que lo del “gracejo de poca monta” tiene que ver con la costumbre un tanto pesada y prepotente que nos suelen imponer muchos españoles cuando siembran el discurso con las supuestas perlas del refranero español, algo de lo que, entiendo, los hispanoamericanos hemos logrado liberarnos, gracias a los esfuerzos de Jorge Luis Borges, tan aclamado en España. A la señora Gallego, que justamente tiende al refranero, no le gustó, y por eso, porque se quedó con la sangre en el ojo, pero no tiene el coraje de referirse a mí con nombre y apellido, titula su nota “Churros y meninas”, para aclarar enseguida, por si hiciera falta, que el refrán original habla de “churras y merinas”. El chiste –si es que así puede considerarse– le sirve para terminar su columna diciendo: “Así que no confundamos. Un traductor no es un exégeta (salvo en un contexto religioso y, por tanto, manipulador), su cometido no es lucirse ni protagonizar la mitad de las páginas del libro y un churro no es una menina”. O sea, luego de haber dictaminado antes cómo debe ser un lector y cuál tiene que ser su lectura, ahora se pone a discursear sobre qué cosa tiene que ser un traductor. Con lo cual, volvemos a imaginar que todos los traductores tienen que tener una misma cabeza, probablemente la suya. La vida, hélas, es más compleja que lo que probablemente desee Madame Gallego. De hecho, parafraseando la “Oda escrita en 1966”, de Borges, nadie es Madame Bovary, pero todos la somos.      

1 comentario:

  1. Parece que la discusión encierra otra discusión. ¿Tienen todos los traductores la misma formación literaria y la misma capacidad para hacer ediciones anotadas? La señora del Cervantes da a entender que ella no. Reconvenir a un traductor o a una editorial que hacen ediciones anotadas parece un pensamiento mezquino porque niega la preparación que tienen muchos profesionales ahora. Es como pensar que existen especialistas formados para hacer ediciones anotadas y que los traductores no se pueden salir del papel de machacas y punto. No me parece bien. Por otra parte, un lector habitual de Folio Classique puede comprar un volumen ligero y agradable por 7 euros y saborear una Introducción, la obra anotada y un dossier de 60 páginas con una excelente biografía del escritor, un artículo sobre sus manuscritos, otros documentos interesantes y las largas y exhaustivas notas. ¿Esto no puede hacerse en español? ¿No pueden hacerlo los buenos traductores? ¿Hay que gastarse una fortuna por un libro así? Puestos así volvamos al ¡Qué editen ellos! de nuestro querido maestro Unamuno y dejemos las buenas ediciones para los países que no son el nuestro.

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