Eduardo Barajas
Sandoval, además de Decano y fundador de la Facultad de
Ciencias y Políticas, Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad
del Rosario en Colombia, es columnista de El
Informador. Allí, el 30 de abril de 2014, publicó la siguiente
columna, referida a la traducción de Cien
años de soledad, de Gabriel García
Márquez, al griego, realizada por la traductora Klety Sotiriadou, y puso el acento
sobre la expresión “mamar gallo”, que en Colombia significa “tomar el pelo”. Aparentemente, la
expresión también se usa
para denotar que a alguien se le está haciendo una jugarreta. Según los entendidos, en las peleas de
gallos se acostumbra a succionar la cabeza del gallo para que este se vuelva
desconcertado y a la hora de la lucha el mismo huya y no enfrente al otro
gallo, logrando cansar a su oponente. Una vez recobrado el sentido de la
orientación puede atacarlo con mayor oportunidad. Dicha práctica se considera
ilegal y poco honorable y ante la sospecha de su uso se exclama: ¡Me
están mamando gallo!
Mamar gallo en griego
Los lectores en griego han podido comprender mejor que muchos
el sello colombiano de la obra de Gabriel García Márquez. Con paciencia y
cuidado propios de su ancestro bizantino, la poeta Klety Sotiriadou dedicó años
enteros a la traducción de veinte libros del Nobel colombiano. Lo conoció en
París meses antes de la apoteosis del premio, gracias a su entrañable amigo
común Jaime Castro. Había leído Cien años
de soledad en la versión inglesa, que el autor tal vez mamando gallo dijo
era en algunos pasajes mejor que el original, y se había hecho el propósito de
producir la versión griega de sus escritos.
Unas pocas veladas con el escritor y su esposa bastaron para
que su alma de literata, como él la definió, pudiera empezar a entender a fondo
rasgos de la vida y las tradiciones del Caribe que más tarde encontraría en
cada página. También sirvieron para que conociera lo que es no tenerle miedo a
decir cosas en términos absolutos, como cuando Gabo llegó a cenar taramasalata,
moussaká, spanakópita y postre de halvá de sémola, alzó a la hija de la
traductora, entonces de un año de edad, y exclamó con toda seguridad que esa
era la mujer más grande del mundo.
Esa noche iba vestido con overol azul que llevaba pegada en el pecho una marca de Yves Saint Laurent. Ya sentado a la mesa advirtió que había olvidado cambiarse esa ropa de obrero, su atuendo de trabajo diario, porque pasó más tiempo del acostumbrado en la tarea de redondear unas páginas y, lo más difícil, de preparar una carta decorosa dirigida a la policía francesa para que la firmara una empleada.
Las conversaciones eran de escritores, aunque de vez en cuando él traía a cuento con preocupación y añoranza el drama de la vida colombiana. Allí afloraron reminiscencias de sus maestros, honras a los clásicos griegos porque siguen enseñando cada día algo nuevo, y elogios a los Beatles por haber entrado a la historia para quedarse. Hubo agradecimientos a los diccionarios, en particular al laberíntico de María Moliner, y desfilaron ejemplos de la fuerza cautivante de las primeras frases y de la obsesión permanente por descubrir la solidez de la armazón interna de cada escrito.
No faltaron sentencias llenas de sabiduría como que los hijos no lo son solamente por la sangre sino por la amistad de la crianza. También brotaron anécdotas fuera de lo común, contadas de la manera más natural, como la de la madre que estaba segura de que la fuerza de la vela prendida frente a la imagen de un santo sería capaz de sacar el bulldozer de uno de sus hijos que había caído a un abismo, porque la fórmula era la misma que había mantenido siempre en el aire a todos los aviones en los que viajaba el otro.
Para conjurar el contagio previsible de publicaciones piratas, Carmen Balcells viajó a Atenas a cumplir instrucciones en el sentido de darle los derechos a quien fuese amigo de Melina Mercouri, la Ministra de Cultura, que había deslumbrado al escritor desde su actuación en Nunca en Domingo y de quien se hizo amigo más tarde por afinidades políticas. El afortunado fue Antonis Livanis, de Nea Sínora, Nueva Frontera, no solo cercano a Melina sino al entonces fulgurante Andreas Papandreou, que para la época navegaba en la ola de éxito político de su Partido Socialista Panhelénico.
Desde el momento en el que las prensas de Livanis liberaron los primeros ejemplares, las librerías, los cafés, los barcos de pasajeros y las playas de Grecia se comenzaron a llenar de personas dedicadas a leer, bajo títulos sonoros, los libros del colombiano. Lo llamaban "Marquéz" y hablaban de él como si fuera un miembro de la familia. Entendían bien sus retratos de la condición humana y su denuncia implacable contra la violencia, la injusticia, la mentira y el menosprecio que por los relegados suelen sentir los dueños del poder. Disfrutaban como verosímiles y propias muchas cosas que en otras partes fueron vistas como fruto de la fantasía y se solazaban con la poesía y el humor de las entrelíneas.
Pero hay algo que tal vez no advirtieron los lectores: la traducción que tenían en sus manos podría ser la mejor de las que se hicieron a muchas lenguas extranjeras. No sabían que la traductora vino a Colombia y se sumergió en el ambiente diario y en la cultura del Caribe, con su comida, su música y su uso del idioma, y que llegó en peregrinación casi solitaria a Aracataca, donde comprobó, según dijo, no solo la existencia de las mariposas amarillas, las bananeras y el abandono de nuestras aldeas perdidas en la llanura de la costa, sino la presencia de huevos prehistóricos.
Su minuciosidad de tejedora, reforzada por la influencia de su maestro de traducción literaria Gordon Brotherston, el célebre intérprete del Náhuatl Clásico, la llevó a interesarse por el enredado proceso histórico de Colombia y tratar de iniciarse en prácticas de colombianidad avanzada, que en tantos casos convergen en el mamagallismo. Y fue en torno a esto último que consiguió puntualmente advertir la distancia o la cercanía que puede existir entre distintas culturas en torno a un solo concepto.
Además de los originales, uno de ellos firmado por el autor con la dedicatoria "Para Klety, la de Troya", la traductora tenía a la vista el diccionario de Moliner, un lexicón de colombianismos de Mario Alario di Filippo, y versiones de una u otra obra traducida por Gregory Rabasa al inglés o por Claude Couffon al francés. Y fue en esas como descubrió que Rabasa, llegado el momento de referirse a "los mamadores de gallo de La Cueva" en Los Funerales de la Mamá Grande, los llamó "criadores de gallos de La Cueva". Si uno va a traducir a Gabo, me dijo con honestidad y sorpresa, mal puede ignorar que el autor es un colombiano y puestos ya en ese terreno no se puede desconocer ni confundir lo que es mamar gallo.
Por fortuna, y para beneficio de sus lectores, después de haber buscado bajo varias de las capas infinitas del griego, que tiene casi tantas versiones como generaciones, creyó haber encontrado una expresión a la medida, Xoratatzídes, que significaría mamagallistas, de práctica cotidiana entre los griegos porque son parecidos a la gente del Caribe. Porque no se trata simplemente de la palabra, sino de una actitud ante la vida que se hace evidente en el ajetreo de los puertos, en los mercados callejeros y en las reuniones de amigos, y que tiene en ese país una larga lista de practicantes, dentro de la cual ocupa un lugar prominente Aristófanes. Sin olvidar las monumentales mamadas de gallo de dioses a seres humanos, y viceversa.
El propio García Márquez, para quien el griego era "griego", a pesar de que conocía prácticamente de memoria la obra de Sófocles, y en particular Edipo Rey, no tuvo elementos para apreciar lo sonoro y poético de una traducción fiel como ninguna al talante de los originales. Pero confió generosamente en la traductora y apreció profundamente su esfuerzo, al punto que años más tarde, al encontrarse en Cartagena con la niña que alzó una vez en París le dijo: "si quieres saber quién soy yo, pregúntale a tu mamá, que me ha tenido que parir más veces que a ti".
Fui testigo excepcional de todo esto y tenía que
reseñarlo con motivo de la partida del poeta, como llaman justamente en Grecia
a los grandes escritores. Ahí queda vigente su memoria en el mundo helénico,
donde vibra una pasión melancólica por nuestra América y arde una llama de
admiración hacia Colombia gracias al escritor de Aracataca, cuyas páginas leen
con deleite de paisanos los costeños del Jónico y el Egeo.
Perdón, ¿no es demasiado apologético del escritor y su traductora? Las pruebas en el sentido de que es la mejor traducción-¿a cualquier idioma?- brillan por su ausencia, porque el hecho de la amistad de la traductora con el autor, que ella viajara a Colombia y tuviera sobre la mesa tres diccionarios (lo cual es habitual en traductores buenos, regulares y malos) no prueba nada por sí mismo. Lo que no queda claro en medio de este nuevo canto de amor a Stalingabo es si lo del mameluco con una marca de ropa francesa es elogio de la frivolidad o un error que se deslizó involuntariamente.
ResponderEliminarEstá perdonado, Aulicino.
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