El 7 de julio pasado, en el cierre del
Foro Universitario por el Bicentenario hubo una mesa redonda convocada
alrededor del tema “Lengua y emancipación”. Diez días después, uno de sus
participantes, Fernando Alfón (Doctor en Historia por la Facultad de Humanidades y
Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata y docente de la
Facultad de Periodismo y Comunicación Social, de la misma casa de estudios),
escribió un comentario sobre esa mesa que el 17 de julio publicó el diario
digital Contexto y que este blog
reprodujo el 15 de agosto.
Previamente enterado de que el artículo se refería a su participación en esa mesa, José Luis Moure (Doctor en Filosofía y
Letras por la Facultad de Filosofía y Letras por la Universidad de Buenos
Aires, titular de Historia de la Lengua, Dialectología Hispanoamericana y
Lingüística Diacrónica de esa casa de estudios y presidente de la Academia
Argentina de Letras), envió una respuesta a este blog, que se subió el 16 de
agosto pasado. La polémica comenzada con esos intercambios continúa hoy, con
una nueva respuesta que Fernando Alfón tuvo la amabilidad de remitir a este
blog.
Lengua
y emancipación II
El presidente de la Academia Argentina
de Letras, José Luis Moure, ha tenido la deferencia de ocuparse dela nota
«Lengua y emancipación», publicada el pasado 17 de julio en Diario Contexto. Ha sido tan ecuánime y
civilizado en sus consideraciones que, si no fuera porque me llama de a ratos «profesor»,
debiéramos dar la discusión por saldada. Ese sarcasmo me insinúa que usted,
presidente, no quiere que su alegato quede sin respuesta.
Iré directo al hueso, para no entrar de
paseo por las inmediaciones del Museo del Prado, cuando en verdad lo que
buscamos está en la calle de Alcalá. Y el hueso no son los modales (que aquí ambos
los tenemos) ni los «él dice que yo dije», que tornarían la discusión en una
guerra de precisiones. El hueso es que usted parece muy interesado en la
correcta enseñanza del idioma, despreocupado de las consecuencias del
panhispanismo y aún más despreocupado de la influencia de la Real Academia Española.
Yo presumo que esas tres cosas están íntimamente asociadas, y que colaboran unas
con otras en una perspectiva lingüística que, aun cuando no aparece
desembozada, deja entrever su raigambre ideológica. Soltaré un poco el hueso,
ahora, pero solo para acomodarlo mejor.
Usted dice que «la escuela argentina
debe concentrar su esfuerzo en una de sus tareas indelegables e impostergables:
enseñar a leer y a escribir bien el castellano de todos». ¿«Escribir bien»,
presidente? ¿Usted sigue creyendo que la función principal de la escuela es
normativa? Pues entonces me ahorra de tener que repetir la principal imputación
que yo le hice. Al reunir «escribir bien» con «el castellano de todos»nos está diciendo
que hay «un» castellano correcto, ejemplar, y otros que no lo son. ¿Dónde va,
usted, a buscar ese modelo? No me lo diga, ya lo sé: a los libros, a la alta
literatura, a la gente culta y de prestigio. Se lo oí decir en varias de sus conferencias
y lo leí en varias de sus publicaciones, como en aquella cara a sus recuerdos,
«Del purismo al desconcierto», de 2003, con el que fue reconocido en la Academia.
Usted se pone a medio camino de esos ismos, y no obstante se le escapa un
lagrimón por la entrañable pandilla capitaneada por Monner Sans, Capdevila y Herrero
Mayor, a los que encontró algo extremos en sus preceptivas; pero ¡qué útil era El habla de mi tierra!, nos invita a
reconocer. Nome voy a mofar de esa nostalgia por consejos clericales, pero
permítame recordarle que pertenecen al estadio en que el estudio de la lengua
quedaba bajo el ámbito de la teología y al cuidado de los curas. Temo que desde
ese punto de vista se llega muy rápido a la conclusión de que hay un sector
determinado de la población que habla y escribe mal. Yo creí que la
dialectología —disciplina en la que usted es maestro— se trataba de una
ciencia, algo ya emancipada de las amonestaciones.
¿No advierte usted, además, que en la
expresión «castellano de todos» está velando que el «todos» es una abstracción,
que en el caso del español está tramada quirúrgicamente por políticas de
planificación lingüística y por estrategias de mercado de carácter imperial? No
parece desconocerlo cuando afirma que «intereses económicos de envergadura
campean hoy en los territorios donde se habla o se enseña el español,
procurando diseñar una política lingüística supranacional, bautizada como
panhispánica, que facilite una más amplia distribución y venta de sus
productos». Si no desconoce el fondo turbio que acompaña el panhispanismo, ¿por
qué seguir predicando sus lugares comunes? ¿Por qué insistir en que se trata de
algo extraordinario: lástima sus efectos colaterales? Los efectos colaterales
es el hostigamiento, desdén y estigmatización de todas las variedades que no
sean las centrales, esas variedades que usted enseña en la cátedra de
Dialectología Hispanoamericana. Hacer de cuenta que eso es un problema muy
menor para ocuparse de él, o muy gigante como para querer enfrentarlo es una de
las formas del consentimiento.
Cuando usted dice que detrás de la
política panhispánica «existe un notable poderío económico y una clara
determinación política», yo le agrego, en criollo, que no es más que el zuncho a
través del cual la España del siglo XVI tiene agarrada a la América del siglo
XXI de las pelotas. Pensé evitar escribir «pelotas», pero seamos lo más claros
posibles —Juan de Valdés dixit—, que de corrección ya tenemos muchas ediciones
del Ragucci, y en la esplendorosa lengua de Góngora, no encuentro otra palabra
más expresiva para graficar la relación que, sotto voce, la RAE, el Instituto
Cervantes y sus secuaces(Telefónica de España a la cabeza), mantienen con sus
colonias. ¿Le parece muy anticuado hablar de esta manera? La última expedición del
Cervantes es de estos meses, cuando ingresó por la ventana en la UBA, para
arrebatar unos de los botines que creía pertenecerle: nada menos que la
hegemonía absoluta de la enseñanza del español en todo el mundo. No necesito
ser más explícito, presidente, porque sé que usted intentó ingresar a la Sesión
del Consejo Superior donde se consumó el ultraje.
En materia idiomática, América no se
termina de emancipar de España porque, para agravar la dependencia, fundó o
colaboró a fundar academias correspondientesen el mismo suelo americano, para
que no se olvidasen jamás cuál es la que manda. ¿Exagero? Examine bien los
estatutos de la Asociación de Academias de la Lengua Española, cuyo presidente,
por derecho divino, es siempre el presidente de la RAE, aunque casi la
totalidad de lasacademias estén en América. Vamos, no creo que usted lo ignore,
y acaso también lo indigne, pero como no le parece nada grave o lo cree demasiado
establecido como para intentar revertirlo, me veo tentado a recordarlo.
Usted ahora me puede comprender muy bien
a qué es a lo que me refiero cuando afirmo que el discurso normativo es
solidario del panhispánico y del imperial. La «industria editorial poderosa
acompañada por una política exterior consecuente» descansa en esos pilares. Si
España logra imponer sus manuales de estilo en el mundo es, también, porque se
arroga el estilo modélico. ¿No me cree? Pregunte en «el aristocrático barrio
madrileño del Retiro» lo que piensan del habla de los andaluces, o de la forma
que tienen los catalanes de hablar español; se lo digo porque me tomé ese
trabajo cuando visité el extraordinario edificio de la RAE del cual, como ve,
mi «temple» no me permitió recorrerlode manera inmutable. Imagínese, ahora, lo
que esa gente —representantes puros del mejor español del mundo— cree de los
dialectos que se hablan en América; porque aunque siguen publicando
diccionarios panhispánicos de dudas, siguen teniendo la misma duda de siempre:¿se
habla por estas pampas alguna otra cosa que no sea un dialecto?Esa percepción
de la lengua no es espontánea: se fragua en una capa social determinada, se robustece
con una teoría lingüística específica y se difunde por medio de las
instituciones autorizadas para hacerlo. En el caso de la lengua española, no
necesito decirle cuál es la institución que ostenta el monopolio del uso
legítimo de la norma. Saque «norma» y ponga «fuerza» y hablamos de lo mismo.
Usted dice
que «lo que hagan la RAE y el Cervantes es independiente e históricamente
posterior al reclamo de saber lo que está bien y lo que está mal en el uso de
la lengua». No, presidente, y mil veces no; esto es lo que dice la RAE y el
Cervantes, porque en esa aparente imparcialidad con que describen y enseñan la
lengua radica su prestigio. La RAE no es una niña inocente que recoge las mariposas
del jardín y se limita a clasificarlas en una preciosa caja entomológica. A
menudo agarra una mosca, le pinta las alas de verde y le clava que es mariposa.
Si yo escribo,
como usted dice, respetando la canónica posición de las haches, el uso más o
menos etimológico de «b»y«v», y las diferencias entre «s», «c» y «z», lo hago
por disposición histórica de la RAE. ¿No lo cree así? Relea la «Introducción» a
la última Ortografía (2010), donde se explica, de forma que no puede ser
más clara, el origen de la ortografía, la lógica que regula los cambios y el
modo en que se ha establecido la autoridad en esa materia. Porque no me va a
decir, presidente, que cree que la ortografía la define el pueblo, a mano
alzada y en la plaza pública. Quizá si la RAE hubiera querido, ya habríamos
jubilado la hache, simplificado las letras que representan el sonido /b/,
distribuido mejor las funciones de «j» y «g»y, al menos en América, ya
tendríamos una sola letra para representar nuestra /s/,y no tres, desconcierto
entre la mano y los oídos que nos arroja a los varios millones de hispanoamericanos
al deshonroso margen de la incorrección. Nos hubiéramos desembarazado del
principio etimológico para representar nuestras voces—ese que intimidó tanto a
la RAE en sus comienzos—, y del peso de la costumbre, que la RAE se jacta de
haber definido, al mismo tiempo que lamenta verlo ahora tan pesado como para revertirlo.
Tendríamos una ortografía másafín a su misión auténtica, como anhelaron los
americanos Bello y Sarmiento. Pero tronó la voz del escarmiento, el rey se
enojó y la RAE se levantó de su amodorramiento: no iban a permitir que América
diera semejante salto de independencia. Efectivamente, presidente, escribo con
las haches en su lugar y con las zetas, cuando adivino dónde ponerlas, pero lo
hago muy a mi pesar, porque no me olvido que alguna vez tuvimos una ortografía menos
esotérica. Sé quetodo esto es harina de otro costal, pero del costal más
apropiado para recusar eso de la poca injerencia de la RAE en nuestra lengua.
¿Realmente
cree, usted, que esa injerencia es inofensiva? Yo creí que al asumir la presidencia
de la Academia, usted era más optimista. Se me hace que lo es, vamos, pero cuando
se sale a cazar elefantes siempre es más simpático decir que solo vamos tras silvestres
mariposas. El poder normativo de la RAE es tan dilatado que de a rato creemos
que las reglas se dictan solas. De aquí que muchos reproducen sus principios
doctrinales sin saber que son de ella, y a menudo sin saber siquiera qué cuerno
es la RAE. De aquí que yo la perciba como uno de esos poderes más eficientes, porque
no se percibe. Usted lo sabe, presidente, pero cree que debemos despreocuparnos un
poco de la injerencia peninsular en nuestro manejo de la norma, que «hoy
descansa menos en una desvaída fantasmagoría monocéntrica (que no abona ningún
lingüista, filólogo o escritor español que yo conozca) que en una cruda
realidad económica». Yoacuerdo con usted en eso de la «cruda realidad
económica», pero no desatendería la «fantasmagoría monocéntrica», porque en
cuanto a que no hay ningún lingüista, filólogo o escritor español que la sustente,
creo que se olvida de Salvador Gutiérrez Ordóñez, coordinador de la última Ortografía, al que quizá sí conozca.
¿Nunca le preguntó qué piensa de la forma de pronunciar de los americanos? Yo
tengo un amigo que sí lo hizo, y se horrorizó al saber que, si por don Salvador
fuera, nos obligaría a todos a «hablar bien», es decir, a pronunciar la zeta.
Yo no lo encuentro a usted, presidente,
ni un purista, ni un cruzado en favor de la causa católica de la RAE —cargos
que le calzan mejor a su predecesor en el cargo—, sino más bien un hombre
dispuesto a participar de un foro como el del Bicentenario, en el que los
apretones de manos que ahí nos dimos fueron sinceros. No encuentro, ni siquiera
en medio de esta querella, motivos para que no nos los sigamos dando; e incluso
me quiero convencer de que estamos del mismo lado, el de la soberanía de los
pueblos, las causas populares y la riqueza legítima de las naciones. Lo que
sucede es que de este lado, somos muchos los que aún sentimos una carabela
amarrada al puerto de Buenos Aires, destinada a custodiar el tesoro de la
lengua, el más caro a nuestros corazones. Me pongo alerta, por tanto, cuando
usted dice, refiriéndose al panhispanismo, que lo mejor que podemos hacer es
«no interferir con su vitalidad secular», ni «desafiar su mansedumbre
inventándole asechanzas», sino más bien «cumplir con nuestro deber de enseñarlo
y transmitirlo como corresponde». Cuando usted nos llama a no interferir ¿nos
pide que no obstaculicemos la misión doctrinal que acomete enfáticamente España?
Qué más querría la RAE y el Instituto Cervantes que contemplemos impertérritos el
modo en que ellos describen, enseñan y venden el idioma español en todo el
mundo.Si somos conservadores hacia adentro y liberales para los de afuera,
presidente, es la combinación en la que se vacían nuestras arcas, al paso firme
en que se colman las ajenas.
Su forma tan ecuánime de pensar estos
asuntos y su idea de que, ante un poder económico tan deslumbrante,«es preciso
ponderar adecuadamente» nuestras fuerzas, porque al fin y al cabo «los docentes
y lingüistas poco podemos hacer», me sugieren pensar que el statu quo lo satisface. Yo tengo algunos
años menos que usted, pero no quiero pensar que es la juventud la que me anima
a dar estas batallas, ni que son sus años los que lo han «acostumbrado a la
deprimente comprobación de que es posible conversar durante una hora sin
entenderse». Yo creo, más bien, que bastó una sola hora para que nos entendamos
perfectamentebien, tan bien que ameritaba dar la discusión que, acuciados por
el tiempo, no pudimos dar aquella vez.
La Plata, agosto de 2016
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