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Robert Darnton y Alberto Manguel |
Robert Darnton (Nueva
York, 1939) estudió en la Universidad de Harvard y en 1964 obtuvo el doctorado
en Historia en la Universidad de Oxford. Entre 1964 y 1965 se desempeñó como
cronista de policiales en el diario The New York Times. A partir de esa experiencia toma contacto con los archivos
policiales, se familiariza con los informes y expedientes que encuentra allí y
descubre su valor documental para sus futuras investigaciones. En el año 1968
comienza a dictar clases en la Universidad de Princeton, de la cual es
actualmente profesor emérito. Ha recibido diversas becas y distinciones por sus
trabajos centrados fundamentalmente en la cultura del libro y la lectura
durante el siglo XVIII, en Europa. Fue presidente de la American Historical
Association. Desde el año 2007 es profesor Carl H. Pforzheimer y
director de la de Biblioteca de la Universidad de Harvard, una red compuesta por más de 60 bibliotecas y
más de 16 millones de volúmenes. Es uno de los fundadores del Proyecto Gutenberg-e, una biblioteca de
libros electrónicos gratuitos. En estos días, está
en la Argentina y el escritor y traductor Matías
Serra Bradford, del diario Clarín,
lo entrevistó en la Biblioteca Nacional. La entrevista se publicó el pasado 6
de septiembre y en la bajada de ésta se lee: “El gran bibliotecario de Harvard
se opone a las intenciones de Google de monopolizar el acceso al saber”.
Sobre
censores, calumniadores
y otros
villanos de la edición
En
un salón de la Biblioteca Nacional, el director de la biblioteca universitaria
más grande del mundo pone su nariz contra las vitrinas que exhiben los
manuscritos de Borges, uno de sus autores favoritos. Robert Darnton, que dirige
la Biblioteca de Harvard, está de visita en Buenos Aires para diversos
seminarios y conferencias. Vino a hablar de su pasión –la historia de los
libros–, no a promocionar los propios: La
gran masacre de gatos y El beso de
Lamourette, entre otras investigaciones que se leen como novelas de
detectives. Ayer por la mañana dio un seminario para estudiantes de edición;
por la tarde conversó con Alberto Manguel sobre “bibliotecas y censura”.
Durante una pausa entre una actividad y otra, en el auditorio llamado
precisamente Borges, Clarín conversó
con Darnton en un escenario vacío, sin público de testigo, casi en susurros,
como en una biblioteca.
–Se vive un momento de
actualización constante y forzada en los más diversos frentes. ¿De qué manera
una biblioteca –universitaria o nacional– debe actualizarse para sobrevivir?
–Es un problema terrible. El software y el hardware se vuelven obsoletos.
Y peor, los textos electrónicos se desintegran y deben ser grabados de nuevo,
de un formato a otro. El problema de la conservación de material electrónico es
gigantesco y no lo hemos resuelto.
–¿Su postura sigue siendo
anti-Google?
–Es cierto, pero así suena simple. Google es una gran compañía y lo que
hace con su tecnología es estupendo. No obstante, estoy en contra de las
intenciones de Google, de monopolizar el acceso al conocimiento.
–El libro digital tocó un
techo del 10% y ahora bajó a un 7%. Las predicciones apocalípticos acerca del
fin del libro material a esta altura suenan más bien risibles, ¿no?
–Sí, absolutamente. Tengo una pequeña colección de frases de autores
famosos diciendo que el libro está muerto. Ya en 1928 Walter Benjamin decía que
el libro se acercaba a su fin.
–En Censores trabajando,
usted investiga el modo en que se censuraba a los escritores en la República
Democrática Alemana, que terminaban autocensurándose. Hoy, el actual clima
global parece promover una cierta autocensura para prevenir posibles ofensas
hacia fundamentalistas de diversas banderas y creencias, ¿no cree?
–Sí,
claro. Y se puede retrotraer mucho tiempo atrás. Un ejemplo: Voltaire escribió
una pieza llamada “Mahoma”. Hace años un teatro en Ginebra iba a montarla, pero
lo pensaron de nuevo y decidieron que era mejor no hacerla y la cancelaron. Ahí
tenemos un caso de autocensura. La censura puede ser muy astuta e infiltrarse
en nuestra mente. Un escritor de Alemania oriental confesaba que tenía un
pequeño hombre verde en la oreja que le susurraba: ¿”Realmente quieres escribir
esto? Puede traerte problemas”.
–Borges solía decir que la
censura era útil para estimular el uso de la ironía.
–Lo había escuchado. Uno de mis escritores favoritos es el poeta Heinrich
Heine, que era maravilloso para enfrentar la censura. Decía que la censura
podía conseguir que refinaras tu escritura, que el otro leyera entrelíneas,
llegar a un diálogo más inteligente entre autor y lector.
–Por un lado el clima
políticamente correcto, y por otro la xenofobia, hoy estimulan una especie de
censura de posturas críticas. Cada vez se vuelve más delicado criticar (y no
sólo a figuras famosas), por temor a represalias legales.
–La corrección política puede tener el efecto de una censura, está hecha
de una especie de inhibición. Y las personas son menos francas de lo que solían
ser. Sin embargo, y aquí es donde podría estar el debate, creo que cualquier
clase de selección que hagas antes de hablar está filtrada, es un proceso de
selección en toda comunicación, por eso me resisto a llamar censura a todo eso.
Si lo llamo censura es porque el peligro de la intervención del Estado es
serio, y la censura es el ejercicio del poder por autoridades que tienen el
monopolio del poder.
–La calumnia y el libelo
son temas recurrentes en sus historias sobre libros. ¿Cree que las nuevas
tecnologías y las redes sociales –con las que ha vuelto el anonimato y la gente
se siente libre de insultar como sea– son una oportunidad para que la gente
aprenda de nuevo a dar a conocer sus opiniones?
–Sí, claro, la gente común, no sólo Donald Trump. Facebook expone a la
gente a grandes problemas porque ha sido muy suelta para exhibir su vida
privada. Y esta se ve amenazada por el carácter invasivo de las redes. Una persona
debe censurar más qué es lo que dice y ahora es consciente de que una foto
desnuda que le dio a un novio puede ser utilizada en su contra de acá a diez
años.
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