Por
alguna extraña razón, el Administrador de este blog –ocioso y malintencionado como es– estaba
leyendo el prontuario de algunos impresentables premios nacionales españoles a
la traducción –para no hablar de los premios “Esther Benítez”, a los que muchos dicen
(en voz baja, claro) que son todavía peores– y tratando de recordar quién había
escrito sobre el significado de esas distinciones, se topó con esta vieja
columna de Andrés Ehrenhaus,
publicada en El Trujamán, allá por el 29 de octubre de 2014.
A favor de la
premiación
He
hablado mucho en contra de los premios (no, no es un nuevo y ambiguo artículo
sobre Cortázar) y a pesar de que tengo numerosos amigos premiados, no por ello
los considero mejores traductores ni me merecen más respeto o estima de los que
me merecían antes de que les cayera el lauro. De hecho, gran parte del respeto
y cariño que les tengo se fundamentan en que como mucho les ha tocado un premio
o dos, que al fin y al cabo está bastante más cerca de no tener ninguno que de
tener varios. Pero si por mí fuera, se los quitaría ya mismo (no así la
dotación económica, que es como el dinero que uno gana en el juego y hay que
darle un curso particular si no se quiere irritar al hado). Ya lo he dicho,
decía: no tiene más mérito ser un buen traductor que un buen barrendero o un
buen taxista, y que yo sepa a estos profesionales no les toca nunca un Premio
Nacional, un Premio de la Crítica, un Premio Fulano o un Premio Sultano. ¿Y
desde cuándo un determinado traductor es tanto mejor que otros cientos que
jamás serán premiados, o una traducción tanto mejor que otras miles, algunas de
las cuales son imposibles de valorar para un jurado al uso? Venga ya. Sé que
hay quien defiende el aspecto promocional de estas cosas, quien asegura que
brindan la ocasión de hacer más visible una profesión tan pobrecita y desvalida
como esencial e imprescindible. Puede ser. Aunque es un argumento
ostensiblemente defendido por los galardonados, no vamos a negarle cierto viso
de razón. La gente le presta más atención a un traductor laureado que a un
traductor sin laurel; vamos, una atención enorme.
Pero no
descartemos el argumento tan frívolamente. Un premio, más aun si es un premio
bien dotado económicamente y tiene detrás un aparato de promoción editorial comilfó, otorga indiscutible
relevancia a la obra en cuestión y cierto atractivo y caché, a veces
brevérrimos, a su favorecido. Lo cual redunda sin duda en beneficio de la
Profesión: lo concreto al servicio de lo simbólico. Porque, ¿dónde reside el
prestigio de un premio? ¿En su inapelable objetividad, en su honestidad, en su
ecuanimidad, en su justiciero tino? ¿En la institución que lo otorga, en la
inmarcesibilidad del jurado, en su dotación después de impuestos, en el marco
en que se entrega? ¿Es importante el dispendio? ¿O lo es más la salubridad de
la selección? ¿O la condición del premiado? En fin, sea como sea, dejemos de
complicarnos la vida. Hay premios y, según parece, y aunque no se sabe hasta
cuándo, seguirá habiéndolos, así que vamos a aprovecharlos. ¿Que no premian a
los taquilleros de los peajes, a los camilleros, a los conductores de metro?
Pues peor para ellos. Que lo peleen, tendrán todo nuestro apoyo. Entretanto,
nosotros a lo nuestro.
He releído el
primer párrafo y tengo la sensación, si no la entera seguridad, de que huele a
despecho. No hace falta ser una luminaria del psicoanálisis poslacaniano para
advertir que es un párrafo cocido lentamente a la mísera lumbre de la envidia.
Confesémoslo. Es decir, confiéselo yo: no me han otorgado nunca ningún premio.
No sólo de traducción; de nada. Como mucho algún segundo o tercer premio o una
mención en un concurso de dibujo de la escuela primaria. Y ahí se acaba todo.
Tengo, ya lo he dicho, amigos, incluso grandes amigos o amigos muy queridos,
que no sólo tienen un premio sino dos, tres, cuatro. Merecidos, sin duda. Y
meritorios. Yo, en cambio, me tengo que conformar con acudir, si es que se me
invita, a la sonada celebración y felicitarlos de todo corazón, porque más allá
de que les envidie amargamente la premiación, al fin y al cabo acaba
imponiéndose el cariño mutuo. Somos seres humanos, ¿no? De modo que me
propongo, brevísimamente y en este último hálito de texto que me queda, limpiar
con amoníaco la mancha verdosa del resentimiento y tratar de encontrarle alguna
justificación ética al artefacto galardónico, que seguro que la tiene y que
basta con que limpie la pátina de rencor que empaña mis pupilas para poder
verla con nitidez y generoso ecumenismo. Pero el párrafo se acaba y temo. Temo
porque me he aplicado colirios, he utilizado productos de limpieza nuevos y
tradicionales, vinagre (que dicen que puede con casi todo), alopatía,
homeopatía, aromaterapia… Una de dos: o me carcome la envidia o los premios de
traducción no hay por dónde agarrarlos.
No conozco
traductor honesto que no acabe la mejor de sus traducciones plagado de dudas y
aliviado por haberlas resuelto de la única y cándida manera en que se resuelve
un problema de mala solución: jugando a la aporía de que ya no es un problema
sino, publicación mediante, tan solo una sombra del pasado. Que un premio
borra. ¡Epa! ¡Pero si acabo de dar con la respuesta! Bueno, ya puedo dormir la
siesta del fauno más tranquilo. Vivan los premios.
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