José Sánchez del Campo, "Cara Ancha" |
Ricardo Bada
publicó la siguiente columna en El Trujamán del 24 de noviembre pasado. En ella
no se refiere estrictamente a traducción, sino a lo que se pierde, en el propio
idioma, cuando cambiamos de provincia.
Variaciones
sobre un idioma común que nos desune
Quieras
que no, y a pesar de la globalización informativa, los distintos desarrollos
históricos de los países donde dizque se habla y se escribe en español han
creado conjuntos léxicos que ningún diccionario logrará absorber jamás y que
nos permiten asumir la paradoja de Shaw al hablar del distinto inglés que se
habla y escribe en Inglaterra y los Estados Unidos: el idioma común que nos
desune.
En México, a
los autobuses que se dedican al transporte urbano de pasajeros los llaman
«camiones», y para distinguirlos de los camiones dedicados al transporte de
mercancías, a estos se los llama «materialistas». Y me han asegurado, y hasta
lo sé de muy buena tinta, que una de las señales de tráfico que convierten a
México en el paraíso surrealista que entrevió algún día André Breton es aquella
que reza PROHIBIDO A LOS MATERIALISTAS ESTACIONAR EN LO ABSOLUTO.
Convengamos en
que ni siquiera a don Emmanuel Kant, en aquellos momentos de altísima
inspiración donde se sacó del caletre la doctrina del idealismo, ni siquiera a
él, se le hubiese ocurrido semejante exabrupto. ¡Nada menos que prohibirle a
los materialistas el acceso a lo Absoluto! ¡Por Dios!, como clamaba
Álvaro Mutis en estos casos.
Yéndonos ahora
al Cono Sur, me pregunto, por ejemplo, qué es lo que podrá significar para un
chileno el verso de don Antonio Machado que dice, en uno de sus poemas
castellanos, aquello de «ese hombre de un casino provinciano / que vio a
Carancha recibir un día».
En Chile no se
conocen las corridas de toros, es más: las repudian, y por lo tanto Carancha no
es el nombre de un viejo y famoso torero, pero —sobre todo— se ignora allí que
la concatenación torero-matar recibiendo implica una referencia a una de las
suertes más arriesgadas y peligrosas del arte de Cúchares: el matador se
perfila para matar y atrae hacia sí la embestida del toro clavándole a pie
firme el estoque en el morrillo. Es decir: no es el matador quien se vuelca
sobre el toro sino el toro quien se arranca hacia el torero, cuyo pulso debe ser
infalible en ese momento de la verdad, de lo contrario puede pagarlo con la
vida, como le sucedió a Manolete la tarde trágica de agosto de 1947, en
Linares.
Entonces, para
alguien que sabe de toros y que lee u oye el verso de Machado («ese hombre de
un casino provinciano / que vio a Carancha recibir un día»), la cosa está muy
clara: aquel instante ha sido una epifanía en la vida del provinciano visitante
del casino, algo imposible de olvidar. Mientras que para el chileno, el
argentino, el uruguayo, el paraguayo…, en fin, el que viene de países sin
tradición tauromáquica, se trata de algo imposible de descifrar.
Y me gustaría
redondear este trujamán con un tercer ejemplo de incomunicación entre ambos
lados del océano, pero no tiene nada que ver con problemas léxicos sino más
bien con una de las características más emblemáticas de lo que, para
entendernos, llamaré «la raza española», y es la mala uva, que en las más de
las ocasiones no es más que un esperpéntico disfraz de otra de las
características asimismo emblemáticas de esa misma raza, y es la envidia.
En el prólogo
de Juan Benet a la edición española de Palmeras
salvajes, de William Faulkner (Edhasa, Barcelona, 1970), de repente uno se
enfrenta con esa frase: «me veo obligado a transcribir las citas del texto
traducido por Borges, por carecer de otra edición». Imagino lo muy descansado y
satisfecho que se habrá quedado el señor Benet después de arrojar ese puñado de
seudoironía desdeñosa a la tarea de Borges como traductor de Faulkner. Pero lo
que fabricó es un boomerang.
Porque si uno
dice que se ve obligado, para hilar sus argumentos, a citar de un texto
traducido por otro, es evidente, a) que no domina el idioma original del texto
traducido; y b) que si no lo domina, ¿de dónde saca la autoridad para
desautorizar la traducción de la que va a citar? Y, sea como fuere, la
traducción de Borges no debe de ser tan desdeñable puesto que el señor Benet
extrae de ella nada menos que veintisiete citas, alguna de las cuales hasta le
sirven para basar su juicio ¡¡sobre la prosa de Faulkner!! Por la boca muere el
pez.
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