Esto que sigue lo escribió Guillermo Piro en su columna semanal del diario Perfil, el 13 de noviembre pasado.
De una Pizarnik a otra
En un solo desplazamiento pueden caber muchas
conjeturas. Me refiero a cualquier tipo de desplazamiento: a un mueble que
durante años estaba emplazado en un rincón y de pronto decidimos moverlo al
centro del cuarto; a una mudanza, por supuesto; y ni hablar de tres mudanzas,
que son igual a un incendio. La editorial Mardulce acaba de reeditar La vida tranquila, de Marguerite Duras,
en la traducción de Alejandra Pizarnik de 1972 (el mismo año de su muerte). El
libro de Duras había sido editado entonces por el Centro Editor de América
Latina, en la colección Narradores de Hoy que dirigía Luis Gregorich. Luis
Gregorich es uno de los hombres más memoriosos que conozco, de modo que lo
llamé por teléfono para preguntarle detalles de aquella traducción, a saber:
¿quién había propuesto traducir ese libro? ¿La propia Alejandra Pizarnik? ¿En
cuánto tiempo lo tradujo?, etc. El hombre más memorioso que conozco no
recordaba nada. Y no porque hubiera perdido la memoria (sigue intacta) sino
porque en 1975 Marguerite Duras no era la autora tan célebre que es ahora, y
Alejandra Pizarnik tampoco. O al menos su celebridad no llegaba al punto de que
la editorial se vanagloriase del nombre del traductor en la tapa, o en la
contratapa. Nada. Ni siquiera recordaba haber publicado aquel libro. Me creyó
porque le dije que tenía el ejemplar en la mano, pero si no hubiera sido por
eso creo que habría pensado que yo estaba equivocado.
Hablé también con Damián
Tabarovsky, el editor de Mardulce: él también, oportunamente, hizo sus
averiguaciones, pero no llegó más lejos que yo.
Lo que me había llamado la
atención y había motivado las llamadas fue justamente el desplazamiento del
nombre de Alejandra Pizarnik, desde la página de legales, en una tipografía
ínfima en la edición de 1975, a la tapa, y en una tipografía del mismo tamaño
que la de la autora, en la edición de Mardulce de 2016. Cuarenta y un años no
es poco tiempo, pero ese desplazamiento y ese engordamiento no pueden pasar
desapercibidos. No es el momento de contar quién fue Alejandra Pizarnik (la
primera vez que oí hablar de ella fue en 1979 de boca de Yaki Setton, a quien
desde acá le mando un saludo). Mucho menos es el momento de contar quién fue
Marguerite Duras. No es el momento, sobre todo, porque la cosa carece de
importancia.
Todo esto viene a cuento del
proyecto de ley de traducción autoral, presentado por un frente de traductores
argentinos a la Honorable Cámara de Diputados esgrimiendo razones más que justas.
Pero en un punto promueve que el nombre del traductor aparezca en la tapa, en
la portadilla y en los créditos de los libros, lo cual, además de parecerme una
exageración, me resulta injusto para quienes, como en el caso de la poeta
Alejandra Pizarnik, se ganaron un lugar en la tapa a fuerza de escribir una
obra y de haberse matado ingiriendo cincuenta pastillas de Seconal. Ese debería
ser el requisito para que un traductor aparezca en la tapa de un libro. Es lo
justo.
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