Fernando Alfón publicó la siguiente columna de opinión en el diario Contexto. Nos permitimos publicarla porque continúa discutiendo aquello que los miembros de la RAE (principalmente Francisco Rico y el plagiario con cara de pie plano Arturo Pérez Reverte) transformaron en un marasmo, Para mayor contexto, ver entradas del 25 y 26 de octubre pasado.
La visibilización de la mujer y de la RAE
Si prescribe hace política; si no
prescribe, igual. Este es el dilema en el que quedó atrapada la Real Academia
Española frente al problema de la visibilización de la mujer en la lengua. Entre
sus miembros había un pacto de silencio hasta que su prohombre, Ignacio Bosque,
lo rompió en marzo de 2012, cuando decidió escribir un informe al respecto y
explicitar una posición. «No creemos que tenga sentido forzar las estructuras
lingüísticas para que constituyan un espejo de la realidad [...]», rezaba su
conclusión. Es un nosotros el que
habla, porque son varios académicos quienes lo suscriben.
A
Bosque le llama la atención que muchas personas crean que los significados de
las palabras se deciden en asambleas de notables, «y que se negocian y se
promulgan como las leyes». Este informe, cuanto menos, abona esta creencia, y
llama la atención que Bosque no lo advierta. Llevaba por título «Sexismo
lingüístico y visibilidad de la mujer», y entre las deducciones acertadas, dice
que el indefinido omne(del latín hominem) se usaba, ya desde el
castellano medieval, con el sentido de «uno» o «cualquiera» y que eso se
cristalizó en un proceso llamado gramaticalización.
Si se cristalizara la idea de que hombre
ya no representa la totalidad de la especie humana, ¿por qué la RAE debería
intervenir para que esa gramaticalización no se produzca?
El
pasado 2 de octubre, en XL Semanal, Arturo
Pérez-Reverte quiso enfatizar más la iniciativa de Bosque y reclamó mayor
intervención pública de la RAE, tildando a algunos de sus compañeros de
«acomplejados y timoratos». Ignoro a quiénes se refería, pero uno se sintió
aludido y le respondió. El 14 de octubre, en El País, el cervantista y académico de número Francisco Rico dijo
que pronunciarse frente a los desdoblamientos del tipo «todos y todas» se
trataba de una cuestión política en la que la RAE «no tiene por qué
entremeterse»; es decir, no tiene que considerar ni mucho menos aceptarlos.
También creyó oportuno recordar que «la institución se limita a registrar en su
Gramática» la realidad del idioma. La
aseveración de que se «limita a registrar»fue como si la subrayara.
La
cosa habría quedado ahí si Rico no hubiese agregado que el que los invita a
meterse en política es nada menos que «el alatristemente célebre productor de bestsellers». Obviemos el infortunio del
adverbio y vayamos directo al sustantivo: productor de bestsellers. Todos estos calificativos sobrarían si no fuera que
nos permitenescuchar, de boca de los protagonistas, la cuestión académica de
fondo: el dinero. ¿El dinero? ¿Qué tiene que ver el dinero con el «todos y
todas»? Lo pudimos averiguar unos días más tarde(18 de octubre, El País) en la respuesta de
Pérez-Reverte, al acusar a Rico de creerse el dueño de Cervantes. Don Arturo quiso
hacer su versión abreviada del Quijote —una
edición «de forma desinteresada y cediendo todos los derechos editoriales a la
RAE»— a partir de la célebre edición establecida por Rico, quien no se mostró
tan altruista y reclamó su tajada. El abreviador le dijo «que no había derechos
a cobrar por parte de nadie, que se trataba de aportar ingresos a la Academia».
Rico se negó. Mirá vos, lector, dónde arrancó la discusión y hasta dónde llegó:
hasta el bolsillo. Pérez-Reverte cree que, en verdad, Rico sale de repente con
una «biliosa virulencia» contra él por este asuntillo de las regalías.
Hay
quienes dudan de la inteligencia de don Arturo, porque lo encuentran muy
interesado en demostrarla en cada una de sus intervenciones públicas. En este
duelo, al menos,se dio un tiro en la pata. La RAE ha sabido representar muy
bien el papel de neutralidad política; el prestigio que infunde en quienes la
respetan descansa en ese aspecto de imparcialidad. Rico lo comprende bien, y
acaso su premeditado silencio no sea más que una defensa de la riqueza que logró
con él. Si la RAE comenzara a «dar por saco», como quiere el autor de Alatriste, y comenzara a llamar
«pusilánimes a los que lo son, y estúpidos a quienes creen que por meter la
cabeza en un agujero no se les queda el culo al aire» es probable que, ¡ay!, además
del culo,terminen por mostrar la jeta. Don Arturo comparte con Rico la superstición
de que la RAE desempeña una actividad científica, pero, a diferencia de aquel,
parece no advertir que, después de los pronunciamientos públicos, vienen los
desenmascaramientos, cuyo último capítulo es la pulverización de la corporación
como institución descriptiva de la lengua. Si la RAE se decidiera a confesar
que su tarea de fondo es influir en el curso del idioma español —un curso cada
vez menos natural—, debería volver a llamar a su Diccionario «de autoridades», y agregarle de subtítulo, «de las autoridades
que solo ejercen influencia sobre nosotros». Eso sería, además de honesto,
mejor para todos, y también para ella, que podría rearmar su prestigio a partir
del único tesoro legítimo que ostenta: el sesgo español.
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