María José Furió publicó la siguiente columna en El Trujamán del 4 de julio de 2013. Es una excelente oportunidad de volverla a leer.
"Por razones que el lector ignora"
El negro en el mundo editorial —es decir, la persona que escribe o traduce textos que se publican firmados por otro— es una figura interesante y apreciada en la ficción, porque conjuga aspectos como la figura del «doble» o «la sombra» y «el fantasma», pero también la del farsante y el pícaro. La película de Roman Polanski cuyo título original es The Ghost Writer (2010), en España se tituló sencillamente El escritor, probablemente porque El negro no se entendería ni resultaba políticamente correcto, por más que la tarea encomendada al protagonista sea ordenar y terminar el manuscrito de las memorias del ex primer ministro británico. El escritor fantasma —como la titularon en México— puede confundir sobre el género de la película. En Argentina optaron por El escritor oculto, más acertado y menos elegante.
Que un traductor tenga «negros» supone rizar el rizo: si los traductores se lamentan de su invisibilidad, el negro de un traductor la asume como parte del pacto de colaboración, aunque la compense con la impunidad ante los errores de su versión. Se espera que el profesional que subcontrata la tarea supervise el resultado final hasta obtener cierta unidad de conjunto. No siempre sucede, y ahí entramos en el género de la picaresca y en la farsa, que la RAE define como «obra dramática desarreglada, chabacana y grotesca».
Grotesco es el resultado de la colaboración entre dos traductores según narra la novelista argentina Silvia Molloy en El común olvido (Eterna Cadencia Editora, 2012). Un traductor veterano relata cómo, apurado por la urgencia de entregar en plazo fijado el volumen de memorias de la escritora francesa Simone de Beauvoir —«no te puedo decir el tedio, che»—, traspasa una parte a un amigo —«comprendés, la gente siempre se saltea las partes del medio»—, para descubrir demasiado tarde que en la versión de su negro o fantasma —o de «este pedazo de animal» según lo califica el personaje— la pareja Sartre/Beauvoir se tutea. El culpable del desarreglo alega «que sonaba mejor porque más familiar, cuando the whole point en esa relación era esa complicidad que creaba la distancia». El fiasco del que en realidad es responsable primero y último no impide al veterano perorar sobre la existencia de un pacto tácito entre traductor y lector, el cual establece que el traductor ofrece una versión «ajustada al original» —según exigen en sus cláusulas los actuales contratos—.
En esta coproducción, la pareja francesa pasa de tratarse de usted a, «por razones que el lector ignora», tutearse «pequeñoburguesamente en la segunda, y por fin en la tercera, por razones que el lector sigue ignorando, se vuelven a distanciar y vuelven al usted formal». Dado que las decisiones del traductor determinan la recepción del texto y su significado, aquí, las prisas, en una época en que se escribía a máquina, las copias se hacían en papel carbón, y la impresión era con tipos móviles, añadieron a la relación de la pareja de filósofos existencialistas un suplemento de «drama a lo que debe de haber sido una relación bastante aburrida». En esta leccioncilla del veterano traductor a su joven colega, que nos cuenta anda empeñado en verter al inglés al poeta cubano Virgilio Piñera, no falta la coda moral: «te das cuenta del bochorno. Como iba mi nombre y no seudónimo, tuve que avisar a la editorial y luego me desentendí». Tampoco falta la autoindulgencia: «Lo que uno hace para poder vivir en este país».
Cuando hace unos años un editor de mesa se puso en contacto conmigo para corregir la traducción de un autor de quien yo misma había traducido tres títulos, me encontré con una versión «desarreglada, chabacana y grotesca» que sólo con indulgencia cabía reconocer como español. El editor del departamento, que esos días andaba desquiciado porque uno de sus autores estelares se retrasaba en la entrega del original pactado —se retrasaba uno de los negros del autor estelar, a los que éste recurría habitualmente, según se supo un día por un desliz suyo a micrófono abierto en televisión—, confesó con el aplomo que da el sueldo fijo que el traductor había obtenido del escritor, prolífico y especializado en la divulgación de la historia del antiguo Egipto, la exclusiva de sus traducciones al español, de forma que no se pondrían quisquillosos, por evitar que el autor cambiara de editorial. Supongo que esta peripecia también encierra una coda moral, pero el traductor exclusivo la mantuvo en secreto.
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