En
la edición de Página 12 del viernes
13 de abril, Silvia Friera dio
cuenta de la muerte del escritor y traductor mexicano Sergio Pitol, ocurrida un día antes. Lo hizo en los siguientes términos.
Adiós al hombre
que no supo nada de fronteras
Cada
vez que escuchaba a Luciano Pavarotti en su casa en Xalapa, capital de
Veracruz, sonreía. El más excéntrico y políglota de los escritores mexicanos,
Sergio Pitol, murió a los 85 años por las complicaciones provocadas por la
afasia progresiva que sufría desde 2009. No podía moverse ni hablar a causa de
esta enfermedad neurodegenerativa que empezó horadando la producción verbal del
autor de El arte de la fuga. Que no
pudiera articular palabras es una de las ironías más atroces del destino del
Premio Cervantes 2005. Esa sonrisa que esbozaba cuando oía al tenor italiano
era su manera de expresar que estaba contento. Todas las tardes la ópera
vibraba por las paredes de esa vivienda de la calle Pino Suárez. Hasta Homero y
Lola, dos perros que Pitol sacó de un refugio, disfrutaban de esa epifanía
musical. De vez en cuando le leían libros y le mostraban imágenes de su vida y
de sus amigos, especialmente de Carlos Monsiváis.
Pitol
–nacido en Puebla el 18 de marzo de 1933– perdió a su madre (ahogada en el río
Atoyac) a los cuatro años. Al poco tiempo murieron su padre y su hermana, y
estuvo enfermo de malaria de los seis a los doce años. Como no podía salir de
su casa, la vida que pensaba que era real fue la de los libros. Su abuela, que
lo cuidó y educó, era una lectora de tiempo completo. Pronto iniciaría un largo
camino de la mano de Julio Verne, en cuyas historias había muchos huérfanos que
van a buscar a sus padres o se pierden en el mundo. Después llegarían R. L.
Stevenson, Mark Twain y Charles Dickens. De la lectura como “medicina” a la
palabra escrita había apenas un par de pasos. Los dio en la adolescencia,
cuando se animó a escribir. Los dos escritores que más le interesaban, que
admiraba con devoción, eran Borges y William Faulkner. “Si me acercaba
demasiado a Borges, sería un esclavo de ese lenguaje, una mera copia”, recordó
en 2005 en una entrevista con Página 12.
Leer, escribir y viajar formaban parte de un mismo núcleo vital. A los 20 años
salió de México y en Caracas garabateó poemas. “Decir que eran deleznables
sería elogiarlos”, admitía con esa ironía que cultivaba para huir de la
solemnidad. Durante dos décadas publicó cuentos: Tiempo cercado (1959), No hay
tal lugar (1967) y Del encuentro
nupcial (1970).
Miembro
del Servicio Exterior mexicano desde 1960, se desempeñó como agregado cultural
en París, Varsovia, Budapest, Moscú –donde consolidó su afición por la
literatura en general y por Antón Chéjov en particular– y Praga. También vivió
en Roma, Pekín y Barcelona, donde entre 1969 y 1972 tradujo para varias
editoriales, del chino, inglés, húngaro, italiano, polaco y ruso. Una de sus
traducciones más reconocidas es El
corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad; también tradujo a Witold
Gombrowicz (Cosmos, Transatlántico, Bakakai y Diario argentino),
a Jerzy Andrejewski (Las puertas del
paraíso), a Henry James (Las
bostonianas, Una vuelta de tuerca
y Los papeles de Aspern), a Ronald
Firbank (En torno a las excentricidades
del cardenal Pirelli), a Chéjov (Un
drama de caza) y a Vladimir Nabokov (La
defensa), entre otros. Adicto a la invención de historias, acaso el más
chejoviano de los narradores mexicanos, invitaba a sus amigos en los
restaurantes a imaginar las vidas de comensales vecinos, y apelaba al juego, al
dislate, una jubilosa ferocidad en la que ponía a prueba esos procedimientos
narrativos que caracterizan su prosa, especialmente la intuición más
radicalizada y la libertad para aventurarse a escribir distinto a la tradición
en la que se habita. Jamás se sublevó ante la etiqueta de escritor “raro” o excéntrico.
Esa rareza –la libertad de escribir diferente, casi de espaldas a eso que se
podría llamar “sistema literario mexicano”– cristalizó en el hecho de que fue
un narrador secreto o poco reconocido por sus pares mexicanos hasta mediados de
los ‘80. Su prestigio empezó a crecer cuando ganó el Premio Herralde de novela
en 1984 con El desfile del amor, “una
comedia de enredos donde la parodia, lo esperpéntico y lo grotesco juegan un
papel esencial”, definía Pitol a esta novela, la primera de Tríptico del Carnaval, que incluye Domar a la divina garza (1989) y La vida conyugal (1991).
“La parodia es un procedimiento
literario que surge de mi personalidad, de mi modo de mirar el mundo”,
explicaba. “Desde niño vivo, hablo y escribo la parodia. Thomas Mann decía que
todas sus novelas eran paródicas. Cuando leía un trabajo académico sobre uno de
sus libros o su presencia literaria, Mann sentía que ese lenguaje era serio y
que estaba mutilado porque en todas sus novelas, hasta el Doctor Faustus, utilizó las formas paródicas. Para mí la parodia es
el carnaval; son formas de mi organismo mental que ayudan a compensar y a
equilibrar mis neuronas. La literatura paródica es vital en Latinoamérica, pero
hubo épocas tan tenebrosas en nuestros países, las dictaduras militares, que
hicieron casi imposible hacer algo cómico”. El arte pitoliano distorsiona lo
que mira y desconfía de géneros literarios. Enrique Vila-Matas, que prologó Los mejores cuentos del mexicano,
advierte que el estilo Pitol “consiste en contarlo todo pero no resolver el
misterio”.
El autor de Trilogía de la memoria –El
arte de la fuga (1996), El viaje
(2001) y El mago de Viena (2005)– fue
el gran alquimista que difuminó las fronteras entre realidad y ficción con
ensayos que devienen relatos y novelas que se transforman en ensayos. Entre sus
premios destacan el Xavier Villaurrutia (1981) por Nocturno de Bujara –reeditado por Anagrama, la editorial que
publicó toda su obra–, el Juan Rulfo (1999), el Cervantes (2005) y el Alfonso
Reyes (2015). Pitol era un enamorado de las literaturas periféricas. “Las modas
literarias, las supereditoriales, las grandes metrópolis aniquilan cualquier
posibilidad creadora”, advertía. “Mi formación está situada en culturas
periféricas. Vivir en un enclave lingüístico donde la vida cotidiana transcurre
en medio de tres o cuatro lenguas es apasionante y enriquecedor. Algunos de los
logros literarios de este siglo surgen de esta vibración que se establece entre
una cultura lejana y la metrópoli: Irlanda, Austria, Polonia... O los escritores
rusos del XIX: ellos también son literatura periférica.”
“Tengo como orgullo y privilegio el que
mi vida se haya cruzado, al menos por un día, con la obra de Pitol: fui miembro
del jurado que le otorgó el Premio Cervantes una luminosa mañana de diciembre”,
recuerda Rodrigo Fresán. “Salí de allí muy contento y entré en internet (ese
aleph inequívocamente pitoliano) para ver qué se decía sobre el flamante
ganador. Los comentarios eran unánimes en su alegría y, por ahí, flotando en el
ámbar de la electricidad, reparé en una frase de Pitol: ‘La inspiración es el
fruto más delicado de la memoria’. De ser esto cierto –y creo que sí lo es–
entonces Pitol es uno de los frutos más delicados de la inspiración.”
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