Además de ser un excelente escritor y un muy buen traductor, Elvio Gandolfo es un lector empedernido y sagaz. El 3 de diciembre del año pasado, publicó en el diario La Nación la siguiente reseña de Los elementales, del escritor estadounidense Michael McDowell (foto), que, con traducción de Teresa Arijón, publicó La Bestia Equilátera.
Otra joya secreta del terror
En el terreno de la lisa y llana fama pública,
Michael McDowell es relativamente conocido como guionista de dos películas de
Tim Burton: Beetlejuice (1987) y El extraño mundo de Jack (1993),
películas que desplegaban un manejo muy personal del grotesco y el terror. Es a
este último género que McDowell (1950–1999) dedicó sus mayores esfuerzos como
narrador, dando a conocer tanto ediciones de bolsillo originales como guiones
de series. Su interés iba más allá de la literatura: era famosa su colección de
objetos y documentos relacionados con la muerte (fotografías, ataúdes, lápidas
de los estadounidenses) en todas sus formas y épocas, un acopio que a menudo
consultaban los historiadores
.
En alguna entrevista, McDowell declaró que los
principales autores que lo formaron fueron Eudora Welty y H. P. Lovecraft.
Ambos mundos (el sur norteamericano de la primera, los monstruos del segundo)
se cruzan en Los elementales, novela
de 1981 que está considerada su obra principal. La originalidad es notoria: lo
macabro de la historia se va entregando de a poco, al mismo tiempo que se
recupera y renueva la tradición de la casa embrujada.
La muerte de una matrona
sureña, veterana y malvada, provoca ya en las primeras páginas un extraño –también
chocante– rito familiar funerario. Después, el grupo de personajes se traslada
a una zona donde se alzan, a la vista del golfo de México, tres mansiones
góticas victorianas. Dos de ellas, al parecer, inofensivas y habitadas. La
tercera, vacía y ominosa. La arena blanca es un elemento añadido, extraño por
su particular comportamiento.
La personalidad de los distintos personajes se
va afirmando con datos precisos y a la vez singulares. Si hubiera que elegir a
quienes luchan con más vigor contra el Mal, podría nombrarse a India, una niña
criada por un padre medio hippie, y
Odessa, una criada negra conectada con el plano sobrenatural. Dos peligros del
lugar común (la densidad asfixiante de las novelas de familias sureñas, aquí
los McCray y los Savage, y los lugares comunes del terror) son apartados con
buen pulso por McDowell. De hecho, la novela aprovecha a fondo tanto el clima
natural extraño (cruce de playa y niebla fugaz, nada inglesa, con lugar
vacacional y maldito), que mezcla el calor extremo y la lluvia intensa, como la
composición pintoresca y variada del grupo de personajes. En ese sentido, los
diversos protagonistas se recortan con la nitidez de naipes de tarot y alcanzan
un matiz más delicado en la relación entre India y Luker, padre e hija, venidos
ambos de la remota Nueva York.
Los elementos terroríficos, si bien cumplen con
la cuota macabra de rigor, operan con un dinamismo similar. Paralelo al tema
central se desarrolla otro eje, relacionado con una veterana alcohólica y su
marido, político y manipulador, que aparece tardíamente en escena, pero que ya
figuraba en los diálogos previos. Se lo veía como un personaje
"moderno", y, por lo tanto, desde un punto de vista sureño, perverso.
India y Odessa construyen, por un lado, una
típica pareja de luchadoras épicas contra el Mal. Los demás personajes de las
dos familias, por otra, se van relacionando entre sí para establecer
combinaciones dobles o triples, a veces cargadas por el pasado familiar, lejano
o cercano. De todos modos, lo que importa para el lector es sobre todo la
acción del presente. El estilo es ágil y pragmático, también sintético y
sorpresivo con sus golpes de efecto, a puro susto o emoción.
Resulta casi imposible no ir imaginando, a
medida que transcurren las páginas, el film que resultaría de filmarse la
novela, y hasta la larga serie de actores que podrían encarnar a los
personajes. Pero el ajuste final del círculo de terror, que da nombre al libro,
hace olvidar todo lo que no sea la vorágine de movimientos angustiosos de las
últimas páginas, que se ocupan de cerrar la mayoría de los hilos sueltos.
Alguno, adrede, queda suelto.
Stephen King supo elogiar a McDowell: después de
Los elementales dan ganas de conocer
sus otras novelas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario