Antes que nada quiero agradecer
haber sido elegida para dar el discurso de apertura en esta Feria del Libro de
Buenos Aires. La Feria es el evento literario más importante de la ciudad, del
país y de la región. Y una de las ferias en español más destacadas del mundo.
Vengo a esta feria desde antes de ser escritora. Valoro lo que tiene de
literario y también lo que tiene de evento social, de lugar de reunión, de
cofradía, de territorio por el que transitan infinidad de personas buscando un
libro. Desde que fui convocada a dar este discurso me persigue una pregunta:
¿Qué se espera de un escritor? ¿Alguien espera algo de nosotros? Tal vez sí. O
tal vez ni siquiera que escribamos un próximo libro.
Cuando hace
ocho años Griselda Gambaro tuvo que dar su discurso inaugural en la Feria de
Frankfurt citó a Graham Greene quien había dicho: "Debemos admitir que la
verdad del escritor y la deslealtad son términos sinónimos (…) El escritor
estará siempre, en un momento o en otro, en conflicto con la autoridad".
Me atrae ese lugar para el escritor: el de conflicto con la autoridad.
Entendiendo por autoridad –en nuestro caso– el Estado, la industria editorial y
los intolerantes que pretenden imponer cómo debemos vivir. Me siento cómoda en
un colectivo de escritores para los que la lealtad nunca deba ser con la
autoridad, sino con el lector, con el ciudadano, con la literatura y con
nosotros mismos. Y retomo el concepto tal cual lo expresó Gambaro: "Así
debe ser por razones de sano distanciamiento en la preservación del espíritu
crítico, de la disidencia como estado de alerta, si bien es preciso no
confundir la disidencia – trabajo de pensamiento – con la estéril rutina del
antagonismo sistemático." Quiero apropiarme de esa frase de Gambaro:
disentir como estado de alerta, no como antagonismo sistemático. La vida está
llena de gestos que tienen un significado y tratamos de decodificar. Nosotros,
como escritores, estamos atentos a los gestos que nos muestran la industria, el
Estado y por supuesto los lectores. Los nuestros también importan pero solemos
creer que alcanza con escribir. Sin embargo, hay determinadas circunstancias
sociales frente a las cuales la falta de acción o la falta de gesto explícito
también trasmite un mensaje.
Quiero
señalar algunos de esos gestos.
Los escritores
somos parte de la industria editorial. Reivindico el ejercicio de la literatura
como trabajo y nosotros como trabajadores de la palabra. Somos trabajadores
dentro de una industria, pero a veces ni nosotros mismos tenemos conciencia de
ese status. La confusión puede deberse a que trabajamos haciendo lo que más nos
importa en la vida: escribir. Hay textos inolvidables de George Orwell,
Marguerite Duras, Reinaldo Arenas, acerca de por qué escribimos. Dice Arenas:
"Para mí, escribir es una fatalidad, no una razón; una fuerza natural, no
una interpretación". Podría suscribir lo que dicen todos ellos, en
especial sumarme a lo que dice Arenas porque creo que cualquiera de esas
búsquedas del origen de la propia escritura son posteriores al acto. En el acto
de escribir hay pulsión, escribimos porque no tenemos más remedio, porque si no
escribiéramos no seríamos quienes somos. Creo en la escritura como una marca
ontológica.
Nosotros tenemos plena conciencia de la crisis que atraviesa el sector; somos
parte de la cadena de valor tanto como lo son todos los otros eslabones: el
accionista que invierte en el negocio, el editor, el imprentero, el librero, el
distribuidor, los correctores, los traductores y cada uno de los que trabajan
en la industria. Nos gusta lo que hacemos y tal vez, si tuviéramos de qué
vivir, lo haríamos gratis. Pero el trabajo se paga. Se nos debe pagar en tiempo
y forma lo que vale. Algunas editoriales lo hacen, algunas no. No se trata de
tamaños: grandes, medianas o independientes, hay quienes hacen las cosas bien y
quienes las hacen mal. En ese sentido yo me siento privilegiada. Pero tengo la
responsabilidad de hablar no sólo por lo que me pasa a mí sino por mis colegas.
Más allá de
que el 10% por derechos de autor – porcentaje que no tiene otra explicación que
"porque siempre fue así"– se liquide semestralmente y sin ajuste por
inflación, hay editoriales que pudiendo hacerlo no pagan anticipos y otras que
proponen contratos infirmables que no resistirían un análisis ni jurídico ni
ético. ¿Por qué los firmamos? Porque queremos ser publicados, porque sabemos lo
difícil que es conseguirlo, pero también porque estamos convencidos como El mercader de Venecia de Shakespeare,
que aunque el contrato diga que deberemos pagar con una libra de carne, llegado
el caso Shylock no será capaz de tomar el cuchillo y cortarnos un pedazo del
cuerpo: error. Y porque estamos solos. Hay un estado de indefensión ante
ciertos usos y costumbres que deberían ser revisados. Algunos tenemos la suerte
de contar con un agente que nos defienda. Algunos tenemos la suerte de trabajar
con editoriales que cumplen con sus obligaciones. Pero muchos escritores no.
Ante esas inequidades hay una ausencia del Estado. Es poco habitual encontrar
diputados que estén pensando leyes que nos protejan. Los jueces no entienden
nuestros reclamos. Los distintos actores del poder ejecutivo no dan respuestas
a preguntas sobre la continuidad de premios nacionales y municipales, la ley
del libro o la jubilación de los escritores. No pretendo que nos digan que sí a
todo lo que pedimos, pero pretendo un intercambio de opiniones y una respuesta
que demuestre que se nos escucha. La ausencia de gesto también es un gesto. Los
dramaturgos y guionistas cuentan con Argentores, que con errores y aciertos,
defiende sus derechos. El resto de los escritores no tenemos sindicato en el
sentido estricto de la palabra. Tal vez porque somos seres muy solitarios y
poco afectos a lo gregario es que nos cuesta reclamar en conjunto y este
reclamo no puede ser individual. Tal vez porque sentimos que la literatura
tiene que estar por encima de cualquier demanda. Y es cierto, la literatura
debe estar por encima de cualquier demanda; pero hoy, en el 2018, los
escritores somos un engranaje de una industria que genera bienes y servicios y
nuestra tarea tiene que ser honrada como lo que es: trabajo.
Algunos
gestos novedosos y positivos. Han surgido en los últimos tiempos colectivos con
conciencia de la necesidad de visibilizar lo que nos pasa. Por un lado la Unión
de Escritores, que en su razón de ser dice : "Somos un grupo de escritoras
y escritores interesados en instalar el debate sobre la figura del escritor en
tanto trabajador". Un grupo que iniciaron entre otros Selva Almada, Julián
López, Enzo Maqueira, Alejandra Zina, y al que hemos adherido muchos más. Con
ese debate, la Unión intenta lograr que escritores con menos experiencia
adviertan que si alguien pide la libra de carne, no hay que firmar. Por otro
lado está el nacimiento de NP literatura, una Asamblea Permanente de Trabajadoras
Feministas del Campo Cultural, Literario e Intelectual que gestaron entre otras
Cecilia Szperling, Florencia Abatte y Gabriela Cabezón Cámara. Ya adherimos más
de trescientas cincuenta escritoras. NP literatura se define así: Nosotras
proponemos diez puntos para un compromiso ético y solidario en la búsqueda de
la igualdad de espacios, visibilidad y puesta en valor de la mujer en el campo
cultural, literario e intelectual".
Soy mujer y he tenido la suerte de
hacer una carrera que me llevó a los lugares donde quería estar. Incluso a
lugares que no había imaginado. Pero que en un grupo invisibilizado algunas
logremos hacernos ver no invalida la oscuridad sino que la potencia. Me han
hecho infinidad de entrevistas relacionadas con la Feria del Libro y en muchas
me preguntan cómo me siento, dada mi condición de mujer, por abrir esta
edición. Mi respuesta: "El año pasado la abrió Luisa Valenzuela". El
error o el olvido denota la discriminación: es "exótico" que se le
otorgue ese lugar a una mujer.
Cuarenta y
cuatro ediciones, cuatro escritoras. En estos días tuve la suerte y la amarga
experiencia de escuchar numerosos ejemplos de discriminación e invisibilización
de mujeres en el campo literario: en lo académico, en lo editorial, en lo
institucional. No en la elección de los lectores. No en el éxito a lo largo del
mundo. Voy a dar un solo ejemplo. Hoy los medios culturales a nivel mundial
hablan de la literatura argentina nombrando entre otros pero con mucha mayor
frecuencia a Samanta Schewblin, Ariana Harwicz –ambas finalistas del Booker
Prize– y Mariana Enriquez. Schewblin y Harwicz viven en el exterior, pero a
Enriquez la tenemos a pocas cuadras. Si quieren oírla no la busquen en el
programa de la Feria porque acá no estará. Van a tener que ir al Malba cuando
converse con Richard Ford. Un afortunado Richard Ford. Quiero marcar esto no
como reproche sino para que se vea. Como el mingitorio de Duchamp cada
invisibilización grosera de una mujer trabajadora de la literatura debe ser
sacada de su lugar y expuesta para que se tome conciencia. Los festivales de
literatura y las ferias salvo honrosas excepciones están plagadas de mesas para
debatir -entre mujeres por supuesto- si existe la literatura femenina,
literatura y feminismo, el papel de la mujer en la literatura. Pero en las
mesas de cuento, novela, lenguaje, crítica, las mujeres son minoría o no están.
Así como hoy creo que a nadie se le escapa lo políticamente incorrecto que
resultaría preguntarle a Obama qué siente haber sido presidente de los Estados
Unidos siendo negro, o a Johanna Sigundardottr qué se siente ser presidente de
Islandia y lesbiana, llegará un día en que dará vergüenza preguntar qué se
siente ser mujer y abrir la Feria del Libro.
Pero más
allá de los gestos acerca de nuestros derechos particulares, quisiera ahondar
en un gesto que me parece trascendental para definir si se le da importancia o
no a la literatura: la formación de lectores. Nadie nace lector. Se llega a ser
lector transitando un camino de iniciación. ¿Qué estamos haciendo todos, la
industria, los promotores culturales, nosotros escritores y especialmente el
Estado para que haya cada día más lectores? Sin lectores no hay literatura. Lo
dijo Sartre: "La operación de escribir supone la de leer como su
correlativo dialéctico (…) Lo que hará surgir ese objeto concreto e imaginario
que es la obra del espíritu, será el esfuerzo conjugado del autor y del lector.
Sólo hay arte por y para los demás". Permítanme repetirlo, si no hay
lectores no hay literatura.
Hace no
mucho escuché a Martin Kohan hablando de un autor argentino que él considera de
los mejores escritores contemporáneos y a quien lee muy poca gente. Kohan decía
que su trabajo en la Universidad es revertir la situación, formar lectores que
aprecien esa literatura y quieran leerlo. No se quejó de que muchos no lo lean
sino que expresó la conciencia de la necesidad de formar un lector. No
cualquier lector se podrá encontrar con cualquier texto si no se lo entrena.
Esta misma necesidad se puede transportar a otros niveles de lectura y
concluiremos que hay argentinos que no están preparados para leer ningún texto.
La democracia necesita ciudadanos y la lectura forma ciudadanos con pensamiento
crítico y diverso.
Aún sin la
competencia con la tv, el cine, series o entretenimientos virtuales, si una
persona no está entrenada para leer nunca elegirá esa opción. Está claro que si
un chico sale de la escuela primaria sin poder leer de corrido no podrá ser
lector. Y no hablo de operaciones básicas de lectura como la elipsis, la
anticipación, comprender una metáfora, poder hacer relaciones en base a
conocimientos previos. Hablo de leer de corrido. Como primer paso tenemos que
exigir que los alumnos terminen la escuela primaria con las habilidades
indispensables para ser lectores. Lo tenemos que exigir no por la literatura
sino por ellos. De otra manera estarán condenados a la exclusión. Es una deuda
de la educación que lleva décadas. Luego buscar la manera de transmitir el
entusiasmo por la lectura. Si de verdad un país cree en la importancia de leer,
la promoción de la lectura debe ser una política de Estado.
Además de lo
mucho que esta Feria hace por la promoción de la lectura, hay tres modelos muy
exitosos que me gustaría destacar. Uno es el que desde hace años desarrollan
Mempo Giardinelli y Natalia Porta López en el Chaco. No he visto nada igual.
Cientos de maestros, profesores y promotores de lectura absorbiendo materiales
pero sobre todo energía para contagiarla a nuevos lectores. Es una actividad
que emociona. El Estado debería apoyarla con vehemencia. Otro modelo de
promoción de la lectura exitoso es la Conabip, tan reconocido que en este
momento hay personal de esa institución trabajando en el proceso de paz de
Colombia, enseñando el modelo de inclusión social que significan las Bibliotecas
Populares. Lo que sucede con la Conabip además de deslumbrarme por su tarea, me
conmueve porque es una obra de años que pudo sostenerse a través de distintos
gobiernos. Las políticas culturales tienen que ser persistentes en el tiempo
para que surtan efecto. Si un nuevo gobierno borra lo que hizo el anterior
estamos siempre en la línea de largada. He visto la gran labor de la Conabip
desde los años en que estaba María del Carmen Bianchi, hasta hoy que la dirige
con tremendo entusiasmo Leandro Sagastizabal. No hubo ruptura por cambio de
gobierno, el que llegó lo hizo para sumar. Así debería ser siempre. Por último,
el Filba Nacional de la Fundación Filba, que cada año se traslada a una ciudad
del interior a llevar literatura. El festival está pensado en cada caso para el
público local. No son los lectores quienes deben trasladarse sino los
escritores; además de que visibiliza autores de la región. Federalismo puro,
eso que vemos tan poco a pesar de lo que dice la Constitución.
Por último
la pregunta inicial, ¿qué espera el lector de un escritor? ¿qué espera un
ciudadano de nosotros aunque no nos lea? En el mejor de los casos, como dije,
un próximo libro que satisfaga lo que cada lector busca: suspenso, manejo del
lenguaje, personajes inolvidables, entretenimiento, incomodidad, inteligencia,
ampliación del mundo propio. Cada lector exige a su manera. Pero además de un
próximo libro, ¿se espera que opinemos sobre determinados asuntos de la
realidad? Tenemos la habilidad de ver con un lente más fino y mostrar lo que
vemos con palabras. ¿Debemos usar esa herramienta? ¿Esperan que lo hagamos? Hay
escritores a los que no les interesa esta intervención. Hay otros a los que sí
les interesa pero les da temor. Hay algunos a los que les interesa en exceso,
tampoco es necesario opinar de todo. Hace un tiempo Juan Sasturain contó en la
contratapa de Página 12 cómo trataba de mantenerse en silencio en reuniones
familiares o con amigos para no entrar en discusiones. Hasta que de pronto
alguien tocaba un tema y al hacerlo trazaba una línea que lo obligaba a dejar
claro de qué lado estaba. Coincido con él. El año pasado vivimos acá, en esta
Feria, una experiencia parecida cuando se convocó a una marcha para repudiar el
intento de aplicar el cómputo de 2X1 a las condenas de militares por sus
crímenes durante la dictadura. Muchos de nosotros y la misma Feria del Libro
como institución decidimos suspender nuestras actividades para ir a la marcha.
Hace pocos días, nos pasó lo mismo a cuatrocientas escritoras que acordamos
defender con nuestra firma y con nuestro cuerpo la ley de interrupción
voluntaria del embarazo. Yo sentí en la calle el agradecimiento por esos gestos
en aquella oportunidad y ahora, la confirmación de que eran necesarios. Sin
embargo nos cuesta apropiarnos de ese espacio de intervención pública. Tal vez
sea porque nos incomoda la palabra "intelectuales", como definición
del escritor que interviene en la sociedad.
Lo explica
muy bien Carlos Altamirano en su artículo: "Intelectuales: nacimiento y
peripecia de un nombre". Dice: "El concepto de intelectual no tiene
un significado establecido: es multívoco, se presta a la polémica y tiene
límites imprecisos, como el conjunto social que se busca identificar". El
uso del término en la cultura contemporánea nace en Francia en el año 1898 con
el debate por El caso Dreyfus. En 1894, el capitán del Ejército francés Alfred
Dreyfus, alsaciano y de origen judío, fue arrestado bajo la acusación de haber
entregado información secreta al agregado militar alemán en París. Con pruebas
inexistentes o controvertidas, se lo condenó a cadena perpetua en la Isla del
Diablo. Aunque luego quedó claro que era un error, los jefes militares se
negaron a revisar el caso, sostenían que admitirlo afectaría la autoridad del
Ejército. Pero como diría años después Graham Green el lugar del escritor es el
de conflicto con la autoridad y Émile Zola se involucró en el affaire. En enero
de 1898 publica en L'Aurore su carta
abierta al Presidente de la República francesa, Yo acuso. El título se lo
debemos al jefe de redacción Georges Clemenceau. Zolá advierte sobre la
violación de las formas jurídicas en el proceso de 1894 y exige una revisión.
Muchas firmas de peso lo acompañaron: Anatole France , André Gide, Marcel
Proust. También muchísimos desconocidos, profesores, maestros, periodistas. A
los pocos días Clemenceau hizo referencia a quienes firmaron como "esos
intelectuales que se agrupan en torno de una idea y se mantienen
inquebrantables". Un nuevo actor colectivo –en palabras de Altamirano–
"proclamaba su incumbencia en lo referente a la verdad, la razón y la
justicia, no solo frente a la elite política, el Ejército y las magistraturas
del Estado, sino también frente al juicio irrazonado de una multitud arrebatada
por el chovinismo y el antisemitismo." En cambio Maurice Barrès, en una
editorial de Le Journal los
descalificó diciendo: "Estos supuestos intelectuales son un desecho
inevitable del esfuerzo que lleva a cabo la sociedad para crear una
elite". Vuelvo a citar a Altamirano: "El debate sobre el caso Dreyfus
deja ver que la apología del intelectual y el discurso contra el intelectual se
desarrollaron juntos, como hermanos-enemigos. El conocimiento social es siempre
impuro y la lucidez suele ser interesada."
Quizás sea
el elitismo la acusación que más nos incomoda. Pero si la palabra intelectual
incomoda la solución puede ser usar otra en lugar de no actuar. ¿Cuándo y cómo
hacerlo? Cuándo lo sabrá cada uno. Cómo: con nuestros propios recursos. Los
escritores tenemos herramientas literarias y lingüísticas que no todos poseen.
No se trata de elite, se trata de oficio. De ser trabajadores de la palabra.
Voy a destacar hoy tres: la conciencia lingüística, el punto de vista, la
composición de los personajes.
La conciencia lingüística es un término que tomo de Ivonne Bordelois en La palabra amenazada. Dice Bordelois: "Pero si esta cultura ataca la conciencia del lenguaje es, en gran medida, porque de algún modo se adivina que en ella, además de la fuerza refrescante de la poesía, reside la raíz de toda crítica. Para un sistema consumista como el que nos tiraniza, es indispensable la reducción del vocabulario, el aplanamiento y aplastamiento colectivo del lenguaje, la exclusión de los matices".
Nosotros
tenemos conciencia lingüística y por lo tanto podemos señalar a la sociedad
cuando el uso, la desaparición o la apropiación indebida de una palabra es
parte de una operación del lenguaje para manipularnos. Hace poco hablé de la
palabra vida en los debates por la legalización del aborto. Hoy quisiera traer
otra palabra que creo que fue usada de una manera que nos hizo mucho daño:
grieta. Todos sabemos lo que es una grieta. Pero la palabra se usó para definir
la división de nuestra sociedad por pensar diferente. Si hay una grieta hay dos
territorios separados por un vacío. No hay puentes. No hay comunicación
posible. Si uno quiere pasar de un lugar al otro para dialogar se cae en una
zanja. Los que no se sienten parte de ninguno de los dos sectores están
condenados a desplomarse en ese tajo hecho casi de violencia: una grieta no se
piensa, no se planea, desgarra la superficie de forma antojadiza. La democracia
es pluralidad de voces viviendo en un mismo conjunto y espacio social. ¿Éramos
una grieta o el lenguaje operó sobre nosotros y nuestras diferencias para que
no haya diálogo posible? Tal vez, si hubiéramos hecho una advertencia desde la
conciencia lingüística la historia sería diferente.
Tenemos otro
recurso muy valioso: el punto de vista. Nadie mira el mundo desde la misma
ventana y por lo tanto no hay una sola imagen posible. Cuando escribimos
elegimos desde qué personaje contaremos la historia y eso es una decisión
trascendental. El cuento “En el bosque”, de Akutagawa, nos muestra que, en
ciertas ocasiones, ni siquiera en un crimen existe una única verdad. Entender
el concepto de punto de vista, en vez de dibujar una grieta, podría ayudar a
ponernos en la ventana del otro para mirar el mundo, aunque luego uno termine
eligiendo la ventana propia.
Por último
la composición de los personajes. Cuando creamos un personaje necesitamos que
tenga lo que Mauricio Kartun llama tridimensionalidad, que el personaje no sea
plano ni maniqueo. Ese requerimiento nos obliga a hacer un ejercicio de
humildad: un personaje no piensa ni actúa como nosotros, lo hace desde su
propia identidad. Cuando alguien lee también tiene que hacer ese ejercicio.
Caminar con los zapatos de otro ayuda a comprender que ese otro vivirá su vida
como lo indique su historia personal y su esencia. Y esa comprensión nos puede
enseñar a no juzgar, a abrazar aún después de un acto que no compartimos. En
dos de mis novelas y en un cuento toqué la temática del aborto. Pero no me
arrogué la vida de mis personajes, no los hice actuar como yo habría actuado.
En "Tuya", la adolescente que queda embarazada y concurre a un
consultorio clandestino finalmente decide no abortar. En el cuento Basura para
las gallinas una madre le hace un aborto a su hija con una aguja de tejer tal
como vio a su propia madre hacérselo a su hermana. En "Elena sabe",
una mujer es secuestrada por otra en el momento que está por entrar a hacerse
un aborto; años después la mujer que no pudo interrumpir el embarazo es una
persona gris que no ha superado el trauma que le ocasionó tener un hijo contra
su voluntad.
He
mencionado muchos libros en esta tarde de apertura de la Feria. Esa tarea, la
de prescribir lecturas como una entusiasta receta médica, es algo que aprendí
de mi maestro Guillermo Saccomanno. Cuando empecé a trabajar con él me entregó
una lista de más de cien libros imprescindibles que aún conservo, y a la que le
fue sumando generosas recomendaciones a lo largo de los años. Me gusta
recomendar lecturas también. Podría entusiasmarlos con distintos libros ahora
mismo. Pero dado el debate que hoy nos atraviesa y en mi rol de escritora que
sí desea intervenir en la sociedad, quiero dejarles una pequeña lista de
novelas, textos de no ficción y cuentos que plantean el tema no sólo del aborto
sino del derecho a la no maternidad, una cuestión clave en ese debate. En la
buena literatura no encontrarán verdad sino puntos de vista, personajes que
ante un abismo toman decisiones según su esencia y nunca, ojalá, preceptores de
moralidad.
Va mi lista.
Anoten : Lanús, una novela de Sergio
Olguín, Pendiente, una novela de
Mariana Dimopulos, Hospital de Ranas,
una novela de Lorrie Moore, “Una felicidad repulsiva”, un cuento de Guillermo
Martínez, Mátate, amor, una novela de
Ariana Harwicz, “Colinas como elefantes blancos”, un cuento de Ernest
Hemingway, Los príncipes de Maine,
una novela de John Irving, La importancia
de no entenderlo todo, un libro de artículos de Grace Paley, A corazón abierto, una novela de Ricardo
Coler, “La llave”, un cuento de Liliana Heker, Santa Evita, una novela de Tomás Eloy Martínez, Enero, una novela de Sara Gallardo, Palmeras Salvajes, una novela de William
Faulkner, Contra los hijos, un libro
de no ficción de Lina Meruane, “El curandero del amor”, un cuento de Washington
Cucurto, Vía revolucionaria, una
novela de Richard Yates. Sumen los suyos y pásenmelos.
Antes de despedirme
mi especial recuerdo para Liliana Bodoc, una ferviente trabajadora de la
palabra. Liliana fue una mujer que vivió dando gestos, hermosos gestos. Y en
disidencia como estado de alerta. A ella también tendrían que leerla si aún no
lo hicieron.
Buenas
tardes, disfruten la Feria del Libro de Buenos Aires.
Muchas
gracias.
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