martes, 30 de junio de 2009

Cuarta reunión del Club de Traductores Literarios


El viernes 26 de julio se desarrolló la cuarta reunión del Club de Traductores de Buenos Aires. Ese día tuvimos el honor de recibir a Antonio Tursi , quien dio una charla sobre "Roma clásica: la primera cultura bilíngüe y sus criterios de traducción". En líneas generales, lo que se dijo en la ocasión podría resumirse en los siguientes términos:

“Los griegos no tradujeron; los romanos, sí”, afirma un prestigioso filólogo. Roma clásica, por cierto, se presenta como la primera cultura literaria formada sobre textos traducidos. Mientras en otros ámbitos se elaboró rápidamente un vocabulario bilingüe greco-latino, en el ámbito científico-filosófico, por la índole propia del mismo, los autores latinos, traductores y divulgadores del pensamiento griego, problematizaron ya desde sus orígenes los criterios de traducción con los cuales poder asir los originales griegos. El primero y de mayor influencia, Cicerón, ensaya en su obra De finibus bonorum et malorum, cuatro criterios en orden de preferencia para traducir textos filosóficos:

1) verbum e verbo: palabra por palabra, literal o servil respecto de la forma.
2) sensus de sensu: sentido por sentido, libre respecto de su forma
3) plura verba: muchas palabras o circunloquio.
4) nomen graecum: neologismo o transcripción de un término griego.

La tradición latina recurre a esos criterios, como se podría ilustrar con el término filosófico griego de mayor peso filosófico, ousia:
1) essentia, es un neologismo atribuido ya a Cicerón, quien construye sobre el infinitivo del verbo ser esse –ya que el latín clásico no utiliza el participio presente del verbo ser (ens), como sí desde el Bajo Imperio- con los sufijos del participio presente (-nt-) y la desinencia femenina abstracta (-ia). En el siglo XIII aparece la traducción morfológicamente exacta: entitas.
2) natura, en la época clásica; substantia, en el Bajo Imperio.
3) fundamentum primum; natura continens fundamentum omnium, ambos en Séneca.
4) usia, en un comentario anónimo del siglo IV a las Categorías aristotélicas.

Cicerón, en cambio, prefiere para textos de retórica el criterio libre sensus de sensu. Jerónimo en su famosa carta titulada De optimo genere interpretandi adopta, siguiendo a Cicerón, el criterio libre, y restringe el servil sólo a textos sagrados.

La tradición medieval se ajusta al criterio servil ciceroniano y termina abusando del criterio respecto del cual Cicerón guardaba ciertos reparos, el de transcripción y creación de neologismos. De allí las críticas humanistas, como las de Leonardo Bruni y Lorenzo Valla, que tildan las versiones escolásticas de “inapropiadas y grecizantes”. Bruni, en su De recta interpretatione, frente a aquellos cuatro criterios propone un quinto, el de “estilo por estilo”, propio del artista: la traducción debe reflejar toda la riqueza del original sin ser el original, como lo hace una pintura.

Al respecto, permítasenos citar nuestra nota: “Nova rebus novis nomina. Problemas de traducción de textos filosóficos de Cicerón a Leonardo Bruni”, Stromata, 60, 2004.
Hay un excelente artículo de P. Chiesa, “Ad verbum o ad sensum? Modelli e conscienza metodologica della traduzione tra Tarda Antichità e Alto Medioevo”, Medioevo e Rinascimento, I, 1987.
Y los textos clásicos sobre la traducción desde la Roma clásica hasta el Renacimiento están publicados en edición bilingüe original-portugués por Mauri Furlan, Clássicos da Teoria da Traduçâo, NUPLITT, Florianópolis, 2006.

Antonio Tursi es profesor de Filosofía y de Lenguas Clásicas en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Nacional de San Martín. Ha publicado guías de estudio de lengua latina, artículos sobre problemas de traducción en latín clásico, medieval y renacentista, y traducciones de Horacio (Hiperión, en colaboración con Daniel Samoilovich), Séneca, Tomás de Aquino (Losada), Boecio, Abelardo, Savonarola (Winograd), Nicolás de Oresme (Machi), Boecio de Dacia y Jacobo de Pistoia (OPFYL), entre otros. Dirige la colección de textos renacentistas de Editorial Winograd.

lunes, 29 de junio de 2009

Traducir, aunque infame, puede ser divertido


A fines del año 2000 se publicó en castellano Puro humo, que es la versión castellana de Holy Smoke, un libro escrito inglés por el cubano Guillermo Cabrera Infante (foto: Lalo Borja, 1979). Algo después, el autor de Tres tristes tigres le concedió una entrevista a Cecilia Diego, donde, además de hablar sobre las dificultades de traducción que supuso pasar del inglés al castellano ese libro, se refiere igualmente a lo que él llama "la posesión de la lengua" por parte de los españoles. El tema, a la hora de las traducciones y su eventual aceptación o rechazo resulta crucial a uno y otro lado del Atlántico. De ahí su pertinencia en este blog.

"Difícil, mover las cosas cuando se fijan en un idioma"

Puro humo es el libro más esperado entre los aficionados a la narrativa de Guillermo Cabrera Infante, quienes aguardaron quince años para tener la versión en español de Holy Smoke que, como dijo Susan Sontag, colocó al autor entre los sorprendentes escritores con una prosa brillante en más de un idioma al lado de Beckett y Nabokov. Puro humo parecía, pero al final se materializó. Un éxito de ventas y con la crítica, tiene esta historia del tabaco desde su descubrimiento por los europeos, que muestra una de las cosas que el escritor cubano mejor sabe hacer: jugar con las palabras, en un mar de referencias cinematográficas.
Para Cabrera Infante la versión al español de Puro humo no fue un dolor de cabeza, como era de esperarse, por las dificultades lingüísticas del texto en inglés, sino en realidad un dolor en el hígado y a éste atribuye el hecho de que se le reventara la vesícula, lo que derivó en una septicemia que por poco no cuenta. Ahora, ya recuperado con la fantástica edición en manos de miles de lectores que agotaron en pocos días los 17 mil ejemplares del primer tiraje, Cabrera Infante no quiere parecer contento aunque en el fondo lo está. Quien ríe para sí mismo, no ríe: razona.
"No me canso de decirlo, este libro me tomó mucho más que Tres tristes tigres... fue una experiencia terrible, peor que volver a escribir el libro. Tuve que trabajar más en Puro humo, porque debí reconstruir una traducción infame. Me enfermé. Se me reventó la vesícula", dijo en la sala de su casa ubicada al oeste de Londres, donde vive inundado de libros.

Malabarista del lenguaje
"Al final yo me pregunto si está bien o está mal", dice de Cabrera Infante el crítico español Juan Antonio Masoliver, quien señala la necesidad del autor de "regresar a su pasado cubano y a lo cubano. Conviene insistir en este aspecto porque sus detractores han querido ver exclusivamente en él simplemente al divertido malabarista del lenguaje. Divertido, sin duda lo es: es el mayor cómico del lenguaje de nuestra lengua... pero el humor nace siempre de la melancolía. El percibe el lado absurdo de la vida y lo expresa con un lenguaje imaginativo, anarquizante y absurdo".
Cabrera Infante, traductor de James Joyce, fue incapaz de traducirse a sí mismo.
"Lo intenté y me encontré que lo hecho no tenía nada que ver con el libro en inglés. Preferí dejarlo. Tú sabes que cuando las cosas se fijan en un idioma es muy difícil moverlas. Tuve que traducir Dublineses, de James Joyce y me costó mucho trabajo, para que luego vinieran los españoles y me dijeran que eso no era español.
"Traducir, aunque infame, puede ser divertido. Por ejemplo, me divertí poniendo muchas cosas en cubano, apoyándome para justificarlo en que Joyce escribió como un irlandés. Y muchas cosas que eran dublinesas, las transformé en habaneras. Ahí fue donde vino el problema. Hay personas muy atrevidas en España."

Lengua en retirada
"El otro día cuando di una charla en Murcia –prosigue Guillermo Cabrera Infante– se me acercó un señor, era un viejo muy bien parecido, muy elegante, muy atildado y me dijo: 'Usted sabe que aquí no decimos lindo, decimos hermoso, bonito, ¿te das cuenta las cosas que uno tiene que oír?'. Bueno, le dije, usted sabe que en veintiún países de América dicen lindo."
El libro que va ahora en la tercera edición ha sido un éxito que no esperaba, siguiendo los pasos del anterior Cine y sardina.
Ello destaca que los españoles "se han recobrado del impacto que sufrieron con el llamado boom latinoamericano, ahora vino la inversión, cuando hay una ola siempre hay una respuesta de la playa.
"España ha tomado posesión de la lengua y ha vuelto a ser el dueño de una manera muy agresiva, ha vuelto a traducir todo por españoles cuando antes se aceptaban versiones de mexicanos o argentinos.
"Por otro lado, parece que el español en ese país agoniza por el empeño que tienen de hablar cada uno en su lengua. Por ejemplo, en el aeropuerto de Barcelona los letreros están primero en catalán, luego en inglés y en tercer lugar aparecen en español.
"El problema grave que tiene España es el aspecto lingüístico. El idioma está en retirada en todas partes, ¿tú has visto a esos vascos declarando ante el juez en vasco?"

Los elementos creadores de la traducción


Francesc Parcerisas (Begues, Baix Llobregat, 1944) es poeta, traductor y crítico literario. Profesor del departamento de Traducción y de Interpretación de la Universidad Autónoma de Barcelona, de la cual ha sido vicedirector y jefe del Departamento de Traducción, es asimismo un miembro destacado de la generación literaria de los años setenta. En "Traducción versus creación", un viejo artículo, publicado en EIZIE, en julio de 1993, sostiene que la tensión necesaria para toda buena traducción se encuentra entre la fidelidad y la creación.

Para leer el artículo completo, buscar con el Google en
http://www.eizie.org/es/Argitalpenak/Senez/19930701/Parcerisas

domingo, 28 de junio de 2009

Ulises, otra vez


El narrador y poeta Juan José Saer (1937-2005) es uno de los mayores escritores argentinos contemporáneos. Sin embargo, su obra no se agota en la ficción o en la lírica. Precisión e inteligencia son las cualidades fundamentales presentes en sus ensayos. A continuación se transcriben algunas de sus reflexiones sobre el Ulises en castellano, en sus distintas versiones, que provienen del volumen Trabajos (Buenos Aires, Seix Barral, 2006).

J. Salas Subirat

Una tarde de 1967, el autor de este artículo asistió a la escena siguiente: Borges, que había viajado a Santa Fe a hablar sobre Joyce, estaba charlando animadamente en un café antes de la conferencia con un grupito de jóvenes escritores que habían venido a hacerle un reportaje, cuando de pronto se acordó de que en los años cuarenta lo habían invitado a integrar una comisión que se proponía traducir colectivamente Ulises. Borges dijo que la comisión se reunía una vez por semana para discutir los preliminares de la gigantesca tarea que los mejores anglicistas de Buenos Aires se habían propuesto realizar, pero que un día, cuando ya había pasado casi un año de discusiones semanales, uno de los miembros de la comisión llegó blandiendo un enorme libro y gritando "¡Acaba de aparecer una traducción de Ulises!". Borges, riéndose de buena gana de la historia, y aunque nunca la había leído (como probablemente tampoco el original), concluyó diciendo: "Y la traducción era muy mala". A lo cual uno de los jóvenes que lo estaba escuchando replicó: "Puede ser, pero si es así, entonces el señor Salas Subirat es el más grande escritor de lengua española".

La respuesta sugiere el lugar que ocupaba esa traducción en la cultura literario de los jóvenes escritores argentinos durante los años cincuenta y sesenta. El libro de ochocientas quince páginas, fue publicado en 1945 por la editorial Santiago Rueda de Buenos Aires, que publicó también el Retrato del artista adolescente en la traducción Alfonso Donado (léase Dámaso Alonso). En el catálogo de esa editorial figuraban muchos nombres excepcionales, como Faulkner, Dos Passos, Svevo, Proust, Nietszche, para no hablar de las obras completas de Freud en dieciocho volúmenes, presentadas por Ortega y Gasset. A finales de los años cincuenta, esos libros circulaban copiosamente entre todos aquellos a quienes les interesaban los problemas literarios, filosóficos y culturales del siglo XX. Formaban parte de los libros realmente indispensables en cualquier buena biblioteca.

El Ulises de J. Salas Subirat (la inicial impresica le daba al nombre una connotación misteriosa) aparecía todo el tiempo en las conversaciones y sus inagotables hallazgos verbales se intercalaban en ellas sin necesidad de ser aclaradas: toda persona con veleidades de narrador que andaba entre los dieciocho y los treinta años, en Santa Fe, Paraná, Rosario y Buenos Aires los conocía de memoria y los citaba. Muchos escritores de la generación del 50 o del 60, aprendieron varios de sus recursos y de sus técnicas narrativas en esa traducción. La razón es muy simple: el río turbulento de la prosa yoceana, al ser traducido al castellano por un hombre de Buenos Aires, arrastraba consigo la materia viviente del habla que ningún otro autor –aparte quizás de Roberto Arlt– había sido capaz de utilizar con tanta inventiva, exactitud y libertad. La lección de ese trabajo es clarísima: la lengua de todos los días era la fuente de energía que fecundaba la más universal de las literaturas.

Aunque el hecho de haber sido el primero en algo no debe darle a la hazaña realizada más mérito del que posee intrínsecamente, es cierto que quien la lleva a cabo se expone a dos peligros que a menudo son las caras de la misma moneda: la crítica prejuiciosa y el saqueto. Tal ha sido el destino –que algunos, hay que reconocerlo, se empeñan desde hace algún tiempo en corregir– del extraordinario trabajo de Salas Subirat. Sería inadmisible que quien se abocase a una segunda traducción de Ulises al castellano pretendise ignorar que existe ya la primera y tal parece haber sido la actitud del profesor Valverde, quien en las cuarenta y seis páginas de su prólogo, rinde un elogio (justificado)a la versión del Retrato por Dámaso Alonso, pero no dice una palabra de la traducción de Salas Subirat, aunque cuando se comparan las dos versioens se entiende a menduo que las opciones de Valverde tienen como único justificativo la obsesión de no parecerse a la traducción anterior. Ningún traductor serio de Ulises puede ya ignorar que eisten la primera y la segunda traducción (tal es el honesto principio adoptado por los autores de la tercera, Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas), y semejante conocimiento implica que esas traducciones funcionarán siempre como referencias inevitables. Cuando apareció la de Valverde, en cambio, un clima de desdén justiciero daba a entender que la segunda traducción llegaba or fin para reparar la inepcia incalificable de la primera.

En internet, que es la patria natural del dislate, entre varias aberraciones relativas a la primera versión de Ulises, figura también el colmo en la materia. producto de una vulgar operación comercial: la masacre que un tal Chamorro cometió en 1996, corrigiendo "hasta un 50 por ciento" de la versión de Salas Subirat, a la que acusa de caer, entre otras cosas, "en localismos propios del habla porteña", como si un inglés de Londres pretendiese traducir los localismos populares de Dublín que figuran a granel en el original de Joyce al habla de Oxford. De ese acto de piratería, cincuenta y un años después de la aparición del libro en Buenos Aires, hasta quien lo comenta favorablemente no puede dejar de observar que "es en cierto modo una reedición de la t raducción de Salas".

Un trabajo reciente del escritor mejicano Eduardo Lago compara las tres verdaderas traducciones (el acto de vandalismo de Chamorro es juiciosamente descartado), sin otorgarle a ninguna de las tres la etiqueta de perfecta y definitiva, título por otra parte que sería temerario atribuirle a alguna traducción, por excelente que parezca. Con imparcialidad y minucia, comparando diferentes pasajes del texto, Lago verifica en los ttres trabajos lo que ya podía observarse ne los dos primeros, o sea que sus autores resolvieron con menor o mayor acierto las dificultades que se presentaban. El objetivo de una traducción no es exhibir la erudición de su autor, ni su conocimiento del idioma de origen, que son por cierto condiciones necesarias pero no suficientes para emprender el trabajo, sino incorporar un texto viviente a la lengua de llegada. Que cada época, así como cada área lingüística, requiera nuevas traducciones de textos clásicos, es evidente, pero el hecho no exige que sea obligatorio denigrar las anteriores.

José Salas Subirat no era catalán ni chileno como la vaguedad usual de cierto periodismo literario pretendió revelar más de uan vez; nació en Buenos Aires el 23 de noviembre de 1900 y murió en Florida, una localidad bonaerense, el 29 de mayo de 1975. Está enterrado en el cementerio de Olivos. Fue autodidacta y trabajó, entre otras cosas, como agente de seguros, ofcio sobre el que escribió un manual: El seguro de vida. Teoría y Práctica - Análisis de la venta, que publicó en 1944, es decir, un año antes de que saliera la traducción de Ulises. En los años cincuenta publicó libros de autoayuda, como La lucha por éxito y El secreto de la concentración, y una Carta abierta sobre el existencialismo que Santiago Rueda incluyó en su catálogo. Pero había escrito novelas sociales y artículos en la prensa anarquista y socialista de los años treinta, y un librro de poemas, Señalero.

De su obra litearia, probablemente la traducción de Ulises sea la más perdurable realización. Pero sus libros de autoayuda y su tratado sobre la venta de seguros no resultan ni risibles ni indiferentes para quien ha leído a Joyce. Leopold Bloom hubiese podido escribirlos. El primer traductor de Ulises debe haber sentido lo que siente cada lector de verdadera literatura: que el libro que está leyendo habla sobre todo de él, del lector, y no de un mundo extranjero y lejano. Esa intensa revelación ha de haber sido el motor de su trabajo, que le permitió expresar su propia vida a través de un texto ajeno. Porque algo es seguro: dejando de lado las discusiones teóricas y técnicas sobre la traducción, es imposible no reconocer que el mundo de Ulises se parece más al de J. Salas Subirat que al de sus sucesores académicos.

Humor checo


Probablemente por todos conocidos, los problemas del escritor checo Milan Kundera con las traducciones que se han hecho de sus textos podrían perfectamente ser materia de un libro cómico cuyo capítulo central bien podría ser el juicio que le realizó a la editorial Gallimard por la traducción de su novela La broma. Él mismo ha escrito al respecto en "Sesenta y siete palabras", la sexta parte de su ensayo El arte de la novela, fragmento que se reproduce a continuación.

Traducir "con el corazón"

En 1968 y 1969, La broma fue traducida a todos los idiomas occidentales. Pero, ¡menudas sorpresas! En Francia, el traductor reescribió la novela ornamentando mi estilo. En Inglaterra, el editor cortó pasajes reflexivos, eliminó los capítulos musicológicos, cambió el orden de las partes, recompuso la novela. Otro país. Me encuentro con mi traductor: no sabe una sola palabra de checo. "¿Cómo la tradujo?" Me contesta: "Con el corazón", y me enseña una foto mía que saca de su cartera. Era tan simpático que estuve a punto de creer que realmente se podía traducir gracias a una telepatía del corazón. Naturalmente la cosa era más simple: había hecho la traducción a partir del refrito francés, al igual que el traductor en la Argentina. Otro país: se tradujo: del checo. Abro el libro y me encuentro por casualidad con el monólogo de Helena. Las largas frases que en el original forman todo un párrafo están divididas en multitud de pequeñas frases simples... La impresión que me produjeron las traducciones de La broma me marcó para siempre. Por suerte, encontré más tarde a traductores fieles. Pero también, ay, a otros menos fieles... y no obstante para mí, que ya no tengo prácticamente lectores checos, las traducciones lo representan todo. Es por lo que hace unos años, me decidí a poner orden en las ediciones extranjeras de mis libros. Y esto no se llevó a cabo sin conflictos ni fatigas: la lectura, el control, la revisión de mis novelas, antiguas y nuevas, en los tres o cuatro idiomas en los que sé leer han ocupado por completo todo un período de mi vida...

El autor que se afana por supervisar las traducciones de sus novelas corre detrás de las múltiples palabras como un pastor tras un rebaño de corderos salvajes; triste imagen para sí mismo, ridícula para los demás. Sospecho que mi amigo Pierre Nora, director de la revista Le Débat, debió darse cuenta del aspecto tristemente cómico de mi existencia de pastor. En cierta ocasión, con mal disimulada compasión, me dijo: "Olvida de una vez tus tormentos y escribe más bien algo para mí. Las traducciones te han obligado a reflexionar sobre cada una de tus palabras. Escribe pues tu diccionario particular. El diccionario de tus novelas. Tus palabras clave, tus palabras problema, tus palabras amor".

sábado, 27 de junio de 2009


También en Letras Libres, pero esta vez en el número correspondiente a noviembre de 2003, puede leerse –en traducción de Aurelio Mayor– la conferencia a propósito de la traducción que la narradora y ensayista estadounidense Susan Sontag (1933-2004) dictó en la cátedra San Jerónimo, del Queen Elizabeth Hall, de Londres.

El mundo como la India

Traducir significa muchas cosas, entre ellas, poner en circulación, transportar, diseminar, explicar, hacer (más) asequible. Comenzaré con la proposición —exagerada si se quiere— de que por traducción literaria entendemos, podríamos entender, la traducción del reducido porcentaje de libros publicados que en efecto merece la pena leer, es decir, que merece la pena releer. Argumentaré que el adecuado examen del arte de la traducción literaria es en esencia una declaración sobre el valor de la propia literatura. Además de la evidente necesidad de que el traductor facilite el establecimiento de una provisión para la literatura en cuanto pequeño y prestigioso negocio de exportación e importación; además del papel indispensable que traducir desempeña en la cimentación de la literatura como deporte competitivo practicado nacional e internacionalmente (con rivalidades, equipos y lucrativos premios); además de los incentivos mercantiles, agonistas y lúdicos para ejercer la traducción, hay uno más antiguo, manifiestamente evangélico, más difícil de admitir en estos tiempos tan conscientes de su impiedad.
En el que llamo incentivo evangélico, el propósito de la traducción es incrementar el conjunto de lectores de un libro tenido por importante. Supone que unos libros son mejores que otros de modo discernible, que el mérito literario tiene forma piramidal y que es imperativo que las obras próximas a la cúspide estén al alcance de cuantos sea posible, lo cual significa ser ampliamente traducidas y retraducidas con la frecuencia que sea factible. Está claro que semejante concepto de la literatura supone que se puede alcanzar un consenso aproximado sobre las obras esenciales. Esto no implica pensar que el consenso —o el canon— está fijado para siempre y no puede modificarse.
En la cúspide de la pirámide se encuentran los libros considerados escrituras: el conocimiento exotérico indispensable o esencial que, por definición, incita la traducción. (Acaso las traducciones más influyentes en el ámbito lingüístico han sido las de la Biblia: la de San Jerónimo, Lutero, Tyndale, la del rey Jacobo.) La traducción, entonces, y en primer lugar, da a conocer mejor lo que merece ser mejor conocido: porque perfecciona, profundiza, exalta; porque es un indispensable legado pretérito; porque es una contribución al conocimiento, sagrado o de otro orden. En un registro más secular, se creía que la traducción conllevaba un beneficio para el traductor: la traducción era un valioso ejercicio cognitivo, y ético.
En una época en que se propone que los ordenadores —"máquinas traductoras"— pronto serán capaces de desempeñar la mayoría de las tareas de traducción, lo que denominamos traducción literaria perpetúa el sentido tradicional implicado en el oficio. El nuevo criterio es que traducir es hallar equivalentes; o, para dar un giro al símil, una traducción es un problema para el que pueden imaginarse soluciones. En contraste, la antigua pauta es que la traducción consiste en elegir, elegir de modo consciente, no sólo entre las meras dicotomías absolutas de buena o mala, correcta o incorrecta, sino entre una dispersión más compleja de alternativas, como "bueno" frente a "mejor" y "mejor" frente a "inmejorable", por no mencionar alternativas impuras tales como "anticuado" frente a "de moda", "vulgar" frente a "pretencioso" y "sucinto" frente a "prolijo".
Para que semejantes opciones fueran buenas —o mejores— se suponía que implicaban un conocimiento, tan amplio como profundo, por parte del traductor. La traducción, vista aquí como una actividad electiva en el sentido más amplio, era una profesión de individuos portadores de una determinada cultura interior. Traducir meditada, trabajosa, ingeniosa y respetuosamente es la justa medida de la lealtad del traductor a la empresa de la propia literatura.
Las opciones que podrían ser consideradas como meramente lingüísticas siempre implican asimismo modelos éticos, lo cual ha hecho de la actividad de la traducción misma el vehículo de valores tales como la integridad, la responsabilidad, la fidelidad. La osadía. Y la humildad. El criterio ético de la tarea del traductor se originó en la conciencia de que la traducción es en lo fundamental una tarea imposible, si ello significa que el traductor es capaz de recoger el texto de un autor escrito en un idioma y entregarlo, intacto, sin pérdidas, en otro idioma. Es evidente que en esto no hacen hincapié quienes esperan con impaciencia la superación de los dilemas del traductor mediante las equivalencias de mejores y más ingeniosas máquinas traductoras.
La traducción literaria es una rama de la literatura, y es todo menos una tarea mecánica. Pero lo que hace de la traducción una labor tan compleja es que responde a una diversidad de fines: las exigencias que se derivan de la naturaleza de la literatura como forma de comunicación; el mandato, con una obra considerada esencial, de darla a conocer al público más amplio posible; la dificultad de pasar de un idioma a otro; y la intransigencia de determinados textos. Pues hay algo inherente en la obra que está muy lejos de las intenciones o la conciencia de su autor y que surge cuando comienza el ciclo de traducción: una cualidad que, a falta de una palabra mejor, hemos de llamar traducibilidad.


la conferencia completa puede leerse en:
http://www.letraslibres.com/index.php?art=9148

viernes, 26 de junio de 2009

Una empresa descomunal


En el número de la revista Letras Libres, correspondiente a mayo de 2008, Gaëlle Le Calvez firma una nota a propósito de los muchos dolores de cabeza que le valió a Clayton Eshleman la traducción al inglés de César Vallejo.

Yo es otro

Only that which survives the fire counts.
Clayton Eshleman

César Vallejo ha sido una de sus peores pesadillas, su enemigo imaginario y su compañero a lo largo de los últimos cuarenta años. En 1965, antes de emprender el largo y tortuoso periplo que lo llevaría (literal y simbólicamente) a Perú, soñaba con los Poemas humanos en inglés. El cuerpo del poeta peruano llegaba por las noches –con los zapatos llenos de lodo– a interponerse entre él y su primera mujer. Profesor de la Universidad de Eastern Michigan y editor de la revista Sulfur –dedicada a la poesía y la traducción y donde publicara a poetas dioses como Pound y colaboraran Michael Palmer y Eliot Weinberger, entre otros–, Clayton Eshleman es, además de ensayista y poeta, el traductor de Vallejo al inglés.
Las obras de Artaud, Aimé Césaire, Neruda y esta edición bilingüe de Vallejo son la muestra de un trabajo obsesivo y minucioso de traducción. Entendiendo el verbo traducir, en el caso particular de Vallejo, como una forma de aprehender el lenguaje poético –uno de los más crípticos– y el proceso creativo de un escritor que, como bien señaló Rodolfo Mata, no necesitó firmar manifiestos de vanguardia para introducirse “naturalmente en ella”.

Eshleman se adueña de esta poética al hacer de la traducción una forma de vida y no sólo una experiencia literaria. Se jugó la vida mudándose a Perú, con su esposa embarazada, para negociar con una viuda celosa los derechos de traducción de su marido. Siguió los pasos del poeta hasta París, donde se detuvo en su tumba e imaginó la columna vertebral de su poesía. Se acercó a él, también, con dos viajes a México, sin hablar español. México fue para Eshleman, como para Bretón, Artaud o los beatniks, el tren que lo llevaría del desierto a la imaginación: de lo racional a lo irracional o de la oscuridad a la luz. Sin ese estado “irracional” quizá nadie se atrevería a traducir a Vallejo. Hace falta arrojo, culot –sí, mucho– para enfrentarse a “El Intraducible” –en palabras de los propios poetas peruanos. Hacen falta, también, lealtad y determinación, e incluso amor, como sugiere Mario Vargas Llosa en la introducción del libro, para llevar a cabo esta labor titánica.

En los años sesenta, durante una estancia en Japón, Eshleman se inicia con la traducción de los Poemas humanos (1968), guiado por su primer maestro, el poeta y editor Cid Corman. Aunque las últimas palabras de la introducción afirman “My work is done”, no tardará mucho en contradecirse: de regreso en Estados Unidos conoce a José Rubia Barcia, poeta y ensayista que lo anima a seguir con España, aparta de mí este cáliz (1974). El siguiente paso, que supuso su consagración como traductor, fue la edición bilingüe de Trilce en el año 2000. Finalmente, se despidió (ahora sí para siempre) con su versión de Los heraldos negros, primera obra del poeta y apertura lógica de esta edición.

There are blows in life, so powerful... I don’t know!
Blows as from the hatred of God; as if, facing them,
the undertow of everything suffered
welled up in the soul... I don’t know!

Los “heraldos negros” se leen naturalmente en inglés (como dictados por Vallejo).
Permanecen, en la traducción, la vitalidad y la fuerza, el golpe de la estrofa del original; no importa si se lee en español o en inglés: es Vallejo. Eshleman logra, con toda sencillez, traducir lo complejo y poner “al lector en la misma perspectiva que tendría en español”: no ante el poeta intocable y hermético, no ante la interpretación o explicación del poema, sino ante la emoción en bruto, tal y como sucede en castellano:

Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si, ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... Yo no sé!


La principal premisa de Eshleman dice: “traducir es recrear, no interpretar”. Su decálogo coincide con las Tres notas sobre poesía de Weinberger: no “colonizar el texto”; traducir palabra por palabra; no explicar o intentar elipsis que sinteticen el verso; buscar equivalentes; reinventar de acuerdo con la misma lógica “ilógica” del poema; repetir la puntuación, los cortes, los acentos; recrear los sonidos. Sólo bajo estos términos, en la “disolución de la identidad” (o del yo) y sirviéndose de la imaginación para recrear, Eshleman entiende y lleva a cabo la traducción de Trilce:


I sdrive to dddeflect at a blow the blow.
Her two broad leaves, her valve
opening in succulent reception
from multiplicand to multiplier,
her condition excellent for pleasure,
all readies truth.

No hace falta hablar el mismo idioma, pero sí descifrar la respiración de las palabras y comprender que los sonidos significan; según Weinberger, los mejores traductores saben sólo a medias el idioma original (en el caso de los peores, es su idioma materno).

Vusco volvvver de golpe el golpe.
Sus dos hojas anchas, su válvula
que se abre en suculenta recepción
de multiplicando a multiplicador,
su condición excelente para el placer,
todo avía verdad.


Eshleman aprovechó las dificultades literarias y vitales que encontró como traductor y creador. Imaginó en inglés lo imposible (arcaísmos, neologismos, rupturas sintácticas y coloquialismos); sobrevivió toda suerte de obstáculos (la pérdida de borradores) y confrontó sus propias resistencias y demonios. Hizo de la traducción, además de un oficio, una forma de conocimiento y la materia prima de sus poemas. Escribió su obra al tiempo que luchaba con los laberintos vallejianos: escribía para “traducir sus traducciones”. De esta lucha entre uno y otro idioma nació un tercero: su propio lenguaje. Uno de los poemas centrales de Eshleman, “The Book of Yorunomado”, refleja esta relación de lucha con Vallejo:

We locked. I Sank my teeth into
his throat, clenthed, his fangs
tore into my balls, locked


Eshleman exorciza y vence. Las dificultades encontradas a lo largo y ancho de la poesía de Vallejo enriquecen y fortalecen su imaginación; el tiempo invertido en el otro transforma y consolida su escritura. Se apropia de “lo otro”, de lo desconocido (el español, su carga emotiva y su contexto) y de la voz de Vallejo en inglés. De muchas formas, el sacrificio se ve recompensado.

El final de esta historia se resume en una edición bilingüe con prólogo de Mario Vargas Llosa y una introducción de Efraín Kristal, setenta páginas de notas, una cronología detallada de la vida del poeta y un ensayo que registra, en un tono cálido, con la inteligencia y sencillez que caracterizan a Clayton Eshleman, el proceso de The Complete Poetry of César Vallejo (University of California Press, 2007). ~

La traducción sustentable


El poeta y traductor Jorge Bustamante García (Zipaquirá, Colombia, 1951) reside en México desde 1982. Ha publicado los libros de poemas Invención del viaje (1986), El desorden del viento (1989), El canto del mentiroso (1994) y El caos de las cosas perfectas (1996). Ha traducido a numerosos poetas rusos del siglo XX. Entre estos trabajos se destacan: Poemas de Anna Ajmátova (UNAM, México, 1992), Cinco poetas rusos (Editorial Norma, 1995), Poemas escogidos de Anna Ajmátova (Editorial Norma, 1998), Palabra del solitario (Verdehalago, México, 1999) y el ensayo Literatura rusa de fin de milenio (Ediciones Sin Nombre, 1997). En la actualidad prepara El instante maravilloso: poesía rusa del siglo de plata, una traducción de 16 poetas rusos, debidamente comentados y anotados. Recibió el Premio Estatal de Poesía de Michoacán, México, en 1994 y sus poemas han sido incluidos en varias antologías de poesía colombiana en los últimos diez años.
El texto que se presenta a continuación fue leído en el III Seminario Internacional de Traductores de León Tolstoi y otros Escritores Rusos, realizado entre 27 y 30 de agosto de 2008, en la Finca Museo Yásnaia Polaina, cerca de Moscú, y reproducido posteriormente por La Jornada/Semanal, el 4 de enero de 2009.

La traducción: los quehaceres del amante

Son tantas las cosas que se han dicho acerca de la traducción de poesía, que es casi imposible formarse una apreciación práctica sobre el asunto. Pareciera como si la imposibilidad de la traducción poética comenzara a su vez con la imposibilidad de ponerse de acuerdo acerca de lo que es la traducción de poesía. Es algo inherente a la poesía misma: nadie sabe lo que es, pero no es difícil intuirla y reconocerla cuando se da. Como son esencias siamesas, paralelas, quizás podría decirse lo mismo de la traducción de poesía.

Entre las ideas extremas y contrarias sobre la traducción poética, cabría la noción de la traducción sustentable y necesaria. Poetas como Osip Mandelstam, Joseph Brodsky, Robert Frost y muchos otros fueron partidarios acérrimos de la intraducibilidad de la poesía. Brodsky llegó a afirmar que las traducciones al inglés que conocía de Mandesltam no eran más que, en el mejor de los casos, un sacrilegio y, en el peor, una mutilación o un asesinato. Frost, por su parte, afirmó que la poesía es lo que se pierde en la traducción. En el lado opuesto están poetas como Pound y Robert Lowell, que abogaban por versiones de puertas y ventanas abiertas, no constreñidas, que condujeran a una interpretación libre y viva, y que reconstruyeran el texto original en la lengua a la que se quería traducir. Siempre he pensado que entre estos dos extremos se encuentra la infinita gama de la traducción poética sustentable y necesaria, aquella que en muchos casos llevaron a la práctica con toda la diversidad de matices muchos de los más sobresalientes poetas del Siglo de Plata ruso. Innokienti Annienski, por ejemplo, a dmiraba en especial la poesía de Leconte de Lisle, Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud, Verlaine, a quienes tradujo con talento y pasión. En un memorable ensayo sobre la poesía de Balmont afirmó algo que también tiene que ver, en última instancia, con la traducción sustentable: “El verso no le pertenece al poeta, porque la poesía no es de nadie, no está al servicio de nada ni de nadie, ya que por su misma naturaleza es inmemorial y libre. El verso es la palabra nueva iluminada, que cae en el mar del lenguaje en eterna creación”. La “palabra nueva iluminada” es lo que también se debe transmitir en la traducción poética sustentable y posible, que requiere de la interpretación libre y viva, tan cara para Pound.

Traducir sustentablemente podría ser transplantar semillas en la otra lengua, para que se desarrollen y crezcan en ella y se valgan por sí mismas. El poeta colombiano Álvaro Rodríguez Torres, traductor de Baudelaire, Derek Walcott y Vinicius de Moraes, cree que “una buena traducción tiene ante todo que ver con la trasmigración de las almas, con una legítima suplantación que para el caso vendría a ser una reencarnación del otro en su texto”. Y agrega que tal vez todo esto “suene muy místico, muy Benjamin, que para el caso tiene una teoría de la traducción harto incomprensible, pero es que todas lo son en el sentido en que todas son arbitrarias”. Dentro de este contexto e s célebre el caso de Fedor Sologub. Durante dieciocho años, Sologub leyó y tradujo a Verlaine y, cuando publicó sus versiones, el hecho se convirtió en un verdadero acontecimiento literario. El asunto llegó hasta tal punto que el poeta Maximilian Voloshin, también traductor, llegó a decir que con la aparición de las versiones de Sologub, Verlaine se convertía en un poeta ruso. Es decir, los poemas en ruso de Verlaine, a través de Sologub, más que traducciones eran encarnaciones. Seguramente sucedió una suerte de trasmigración, un proceso de creación, en ese transvase. Sologub tocó la partitura que compuso Verlaine y la convirtió en un encuentro vivificador en la otra lengua. Desafortunadamente, Verlaine no tuvo la oportunidad de conocer las versiones de Sologub al ruso y por lo tanto nunca pudo expresar “me adoro en ruso!”, como sí lo pudo decir Paul Valéry cuando apreció la versión de Jorge Guillén de El cementerio marino: “Me adoro en español!”, dijo.

Otro caso de traducción sustentable es el Shakespeare de Pasternak. Fue un trabajo de traducción eficaz y persistente: g eneraciones enteras de rusos y soviéticos, para bien o para mal, leyeron a Shakespeare a través de Pasternak. Supongo que Shakespeare sonaría incompleto en ruso, sin las versiones de Pasternak. Un poeta de la sensibilidad y destreza como las del autor de “Mi hermana, la vida” no podía menos que transplantar las semillas shakespearianas en la lengua de Pushkin. La traducción de los clásicos en los infortunados tiempos del realismo socialista tuvo un significado muy sutil y particular. Fue una actividad que floreció, ejercida por traductores y escritores de gran talento. Los poetas extranjeros, aunque fueran clásicos –y qué mejor contemporáneos que ellos– no estaban sujetos a las mismas normas, ni a las mismas censuras, y por lo tanto su traducción podía abrir puertas y ventanas al mundo, podía incluso “liberar” el lenguaje al que se traducía. Pero aún así, no faltaron los sucesos chuscos. Mandelstam, que era enemigo obstinado de la traducción de poesía, una vez le dijo a Pasternak, en presencia de Ajmátova, no sin cierta sorna: “Sus obras completas consistirán en doce tomos de traducciones y sólo uno de sus propios poemas.” Pero esto, que pretendió sonar como un insulto, debió llegarle a Pasternak como un halago: ¡al lado del gran poeta inglés, un solo libro de buenos poemas propios basta!

Muchos poetas han dicho que el sonido es el principio del poema; si eso es cierto, entonces la traducción de ese poema debería empezar también por el sonido. Si un poema traducido nos suena bien en español, natural y fresco, empezamos a pensar que podría ser una buena traducción. Si un poema traducido suena bien en nuestro idioma materno, podemos pensar que puede sonar al menos igual de bien en el idioma original. Como bien dijo Tsvietáieva al hablar de Pushkin: “El origen del verso es el sonido.” El origen de un verso traducido debería ser también el sonido. “Un verso es un trabajo de oído” dice el poeta mexicano Rubén Bonifaz Nuño. La traducción de un verso también debería ser un trabajo de oído. Si no se tiene oído, es difícil ser poeta o ser traductor.

Octavio Paz creía que la “traducción es una recreación, un juego en que la invención se alía a la fidelidad: el traductor no tiene más remedio que inventar el poema que imita”. Quizás el ideal de un traductor de poesía no sea trasladar un poema de otra lengua, sino urdir un poema a partir de otro. Como la traducción es una recreación, ha sido frecuente que en las ediciones de poetas rusos en Rusia, se incluyan sus versiones, porque son parte de la obra creativa del autor. Es frecuente encontrar en las ediciones recientes de Annieski, Sologub, Gumiliov, Viacheslav Ivánov, Pasternak y otros, una sección con algunas de sus traducciones. En Occidente las ediciones de este tipo son escasas y podrían ser consideradas, más bien, como una extravagancia. Una excepción que confirma la regla es la del propio Paz, quien en la edición de sus obras completas incluyó un tomo con sus traslaciones, bajo el título de Versiones y diversiones.

De cualquier manera el traductor, con diversos grados de confiabilidad, nos acerca, nos aproxima al espíritu de un poema que, de otra manera, si no lo intentara verter, podría quedarse remoto y ajeno para siempre. Un poema debe ser trasladado, debe tener movimiento, no debe quedarse quieto porque se muere, “debe tener a dónde ir”, como dice el traductor de poesía latinoamericana al inglés, Eliot Weinberger. Son los traductores los que abren ese camino, los que facilitan que el poema “tenga a dónde ir” en otras lenguas, y no de cualquier manera, sino con todo el rigor de fidelidad, tono, espíritu y libertad que debe conservar del original el poema inventado.

Mandelstam decía que “cada poeta es un perturbador de sentido”, alguien que subvierte de manera permanente el encadenamiento conceptual al que está sometido nuestro discurso cotidiano. Si el traductor logra captar ese espíritu en el poeta que traduce, su versión también habrá de cumplir con el postulado de Mandelstam, es decir, el poeta traducido también será un “perturbador de sentido” en la lengua de llegada.

En este contexto, por ejemplo, traducir a los poetas rusos suena a verdadera insensatez. Durante años puede uno inventar, imitar, poemas de Blok, Ajmátova, Sologub, Pasternak, Esenin y muchos otros en español, y en realidad es difícil saber lo que se logra con ello. Tal vez nada, o muy poco. Como sea, en el transvase de la poesía rusa al español es casi imposible revelar el significado simbólico de ciertos aspectos del verso de origen, como el del yámbico ruso (recurso de gran incidencia en la tradición poética rusa, como en el caso de Mandelstam que “era un niño judío con el corazón lleno de pentámetros yámbicos rusos” según el decir de Joseph Brodsky), de difusa percepción en la poesía en español. La multiplicidad de significados de una misma palabra, las frecuentes polisemias o ambigüedades semánticas, la obligación y fortaleza de la rima en el verso ruso, el tono y su música, son algunos de los principales problemas con los que se tropieza.
Para traducir poesía no sobraría en ningún momento la convivencia no sólo con el poema o los poemas a traducir, sino también con el espíritu del poeta que se quiere traducir. Si a uno le gusta leer y escribir, entonces traducir podría convertirse en un placer. Esta idea hedonista tanto de la lectura como de la traducción, puede llegar a ser muy fructífera. Cuando mediante la lectura uno convive con un escritor que le gusta, con el tiempo lo va conociendo mejor. Empieza uno a darse cuenta de sus exigencias, sus limitaciones, sus hallazgos y los entramados de su estilo. Entre más conozca el traductor la obra del autor y al autor mismo, es decir su entorno, sus circunstancias personales, históricas y sociales, estará mejor armado para realizar un trasvase sustentado. Esta es la razón por la que en la traducción de un poema primero habría que convivir con él, sin prisa escuchar sus reverberaciones, sus sonidos ocultos, experimentarlo incluso en las emociones que despierta, intentar percibir el “tono”, que es lo que define en últimas el verdadero espíritu del poema, lo que lo mantiene en pie.

Siguiendo esta idea, siempre será aconsejable subrayar aquello con lo que uno más se identifica de un poema de determinado autor, señalando los versos que más le gustan, que mejor entiende, que le ayudan a captar ciertas esencias como cualquier lector, y a veces resulta que esos versos que se han señalado –en ocasiones puede ser un poema completo– son los que con mayor fortuna se logran verter al español. Como lo verdaderamente difícil no es traducir las ideas, sino las emociones que se desprenden de las palabras, de la forma particular que tiene cada poeta de expresarlas y sugerirlas a través de sus construcciones verbales, es por lo que la convivencia preliminar y una cierta “intimidad” con la obra a traducir son de suma importancia.

El español Aurelio Garzón del Camino, traductor de todo Balzac en México en los años sesenta del siglo pasado –10 mil 650 páginas de la Comedia humana en dieciséis tomos– le contó alguna vez en una entrevista al conocido crítico mexicano Emmanuel Carballo: “Leí y estudié a Balzac. Sin embargo, le aseguro, sólo cuando lo traduje le comprendí más o menos a fondo. Traducir es conocer de forma distinta y más profundamente a un autor. Las dificultades con las que uno tropieza son, a menudo, las dificultades con las que tropezó el propio autor. El traductor revive (goza y sufre) el proceso de la creación de una obra.” Esta idea acerca misteriosa y mágicamente al traductor de Balzac en México a un autor italiano del que quizás Garzón del Camino jamás escuchó hablar: Gesualdo Bufalino, quien construyó el enunciado más sorprendente y bello que he leído sobre la condición del que traduce: “El traductor es evidentemente el único auténtico lector de un texto. Por cierto más que cualquier crítico, quizás más que el propio autor. Porque de un texto el crítico es solamente el cortejante ocasional, el autor, el padre y el marido, mientras que el traductor es el amante”.

Complicada y discutida la labor de los traductores. Los traductores de poesía –he recordado el michoacano Neftalí Coria– “son los copistas de la música en su sonoridad primigenia, son como los locos que traducen lo que han dicho las flautas y las abejas: siempre están atendiendo al aire”. Tal vez la traducción sustentable sea aquella que esos locos intentan extraer de la música de esas flautas y abejas, música que llega fresca, legible y disfrutable a cada nueva lengua a la que es trasladada.

jueves, 25 de junio de 2009

Autores que se traducen a sí mismos (II)


En la edición del diario El Mundo, de Madrid, del 12 de marzo de 2009, Darío Prieto se entrevista con el dramaturgo argentino Javier Daulte, a propósito de su "traducción" de Nunca estuviste tan adorable, del argentino al español

«Los argentinos somos una mala traducción»


Javier Daulte (Buenos Aires, 1963), autor y director de Nunca estuviste tan adorable , encarna el buen momento del teatro argentino.

Pregunta.- ¿Cómo ha sido traducir el personaje de su abuela?

Respuesta.- En toda traducción se pierde algo. Quizá los argentinos seamos el producto de una mala traducción. Nunca estuviste tan adorable fue mi primera experiencia de oír un texto mío en español.Fue rarísimo. Al comienzo me parecía casi indecente. No quería que mi escritura se volviese moral ni tampoco atacar a una familia, la mía, a la que adoro. Esos pruritos me llevaron a crear un procedimiento de trabajo. Ahora creo que esos personajes son personajes, aunque tengan los nombres de mis parientes.

P. - Un viaje de ida y vuelta de lo argentino a lo español.

R.- Esto viene de largo, con visitas a la Casa de América en Madrid, por el 99. Luego llevé espectáculos a los festivales de Sitges y Grec, y a la Sala Beckett de Barcelona. Pero la clave fue el hecho de empezar a dar talleres para actores y decidir hacer un espectáculo en catalán, 4D Optic (2003), en el Teatro Lliure. A partir de entonces la fluidez del vínculo transoceánico no se detuvo. Veo el teatro como un fenómeno localista y lo considero intraducible de una cultura a otra. Tal vez la posibilidad de dar ese salto tiene que ver con lograr establecer una mirada local al trabajar en tierra extraña.

Autores que se traducen a sí mismos


El genio maligno es una publicación semestral dedicada a humanidades y ciencias sociales. Allí, en su número 4, de marzo de 2009, Laura Santana Burgos escribió un sesudo ensayo sobre Samuel Beckett, que vale la pena leer.

"Samuel Beckett traductor de sí mismo en En Attendant Godot. Su análisis: una nueva forma de comprender al autor"

Para ubicar el texto, buscar en
http://www.elgeniomaligno.eu/numero4/varia_beckett_santana.html

miércoles, 24 de junio de 2009

Un viejo problema


Un nuevo texto de Jorge Aulicino, escrito para este blog.




El resultado de un conjunto de memorias

La imposibilidad de traducir es directamente proporcional a la voluntad de hacerlo. Casi siempre que escucho "es imposible la traducción", esto proviene de gente altamente adiestrada, que generalmente se gana la vida, en todo o en parte, traduciendo. Y para quienes la traducción es, además, una pasión.
No traduzco profesionalmente ni conozco ningún idioma lo suficiente, ni siquiera el castellano, pero si "quien habla sólo espera hablar con Dios un día", debo entender que quien traduce, en tanto habla, lo hace con la misma expectativa.
Saber idiomas a medias, y usar mucho los diccionarios y los traductores, me permite ver las estructuras antes que los detalles.
Armar el texto, verlo surgir sobre la superficie, es una tarea que fascina, y de paso le da al lenguaje traducido un no sé qué de revelación, de distancia.
Las estructuras no dependen casi nada de la traducción. Viven. Y creo que sobrevivirían aun cuando se tradujera exactamente lo contrario a lo que el diccionario permite inferir en la otra lengua.
He visto varias veces Hamlet, pero sobre todo lo he escuchado y lo he leído. Creo que el monólogo de esta pieza es indestructible, aunque mucho disfruté de las mejores versiones de sus palabras precisas; es decir, de la elegancia con que tal estructura se arma; del uso profesional y eficiente de los calificativos, de las metonimias, de las metáforas.
Pero la estructura del razonamiento es lo que golpea a través de cuatro siglos y de las metamorfosis de las traducciones, y del propio idioma inglés.
Como recordarán, el monólogo comienza con la pregunta famosa. Pero ese interrogante sobre el ser no es ontológico, y bien podría traducirse como "vivir o no vivir". Si hay en ello una filosofía, está en el hecho de que vivir es, para Hamlet, ser. Y vivir significa enfrentar un piélago (océano, mar, según la traducción) de males (o la palabra que el traductor elija). Tal oceáno se enumera a continuación, y lo sabemos bien: el vejámen (o latigazo o insulto) del tiempo; la injuria (o injusticia, o abuso, o barbarie) del opresor (o tirano o déspota), la indiferencia (o desprecio) del soberbio (o del orgulloso o del fatuo), el estiletazo (o dolor agudo) del amor despreciado; LA LENTIDUD DE LA LEY, la insolencia o impudicia del poder, los agravios que recibe el mérito de los indignos. ¿Por qué soportarmos todo esto, si podríamos librarnos con un desnudo puñal, o con una simple daga...?
El monólogo dice: morir, dormir. Pero tal vez soñar. El temor a algo más allá de la muerte embota la voluntad y nos hace soportar los males conocidos, en lugar de volar a los que desconocemos.
La conciencia nos hace cobardes.
Y así el natural color de la decisión enferma ante el hechizo pálido del pensamiento y se extravía el hombre resuelto.
Díganme si esto no puede ser traducido. De hecho, lo hice de memoria, de un conjunto de memorias de diversas traducciones, pues no tengo el texto a la vista.
Debemos esto a que es el monólogo de Hamlet un pensamiento perfecto, una estructura. Lo que el arte literario ha hecho es modificar parcialmente estructuras arcaicas (la de la comedia, la de la tragedia, la del silogismo), de modo que todas han sobrevivido, traducidas en nuevas obras, que a su vez han sido traducidas a distintas lenguas.
Con el propósito de "decir algo al respecto" es que escribo esta anotación, ya que advierto la latencia del viejo problema de la traición en los posteos que sucesivamente han ido apareciendo en este blog.

Cuestiones de sombra


El 25 de marzo de 2002, el escritor y crítico argentino Blas Matamoro escribió un artículo en El Trujamán, donde revisa, a través de una serie de ejemplos, las soluciones encontradas por el mexicano Octavio Paz para traducir "entre dos polos".

Octavio Paz y la traducción

Alto en la poesía y en la prosa, Octavio Paz también lo es en la traducción, que él considera un género literario tan relevante como la redacción de los llamados textos originales. No hay origen en la palabra, porque toda palabra exige ser explicada por otras palabras y así hasta el infinito. Más bien diríamos que la palabra es la búsqueda de un origen imposible e imprescindible.

El traductor, en consecuencia, se tensiona entre dos polos. Dice Paz al respecto: «Perder nuestro nombre es como perder nuestra sombra; ser sólo nuestro nombre es reducirnos a ser sombra». El poeta, en cierto sentido, es quien siempre hace perder el nombre de las cosas para poder rebautizarlas y convertirlas en otras cosas. El que pretende fijar el nombre preciso de las cosas las convierte en meras sombras de cosas y se queda sin esa dimensión de fuga perseguida que tiene todo uso de la palabra.

Daré unos pocos ejemplos tomados de traducciones pacianas. Al traducir a John Donne, el poeta barroco inglés, Paz tiene muy presente el paralelo castellano, que es Quevedo. Pero se cuida mucho de traducir quevedianamente ciertas audacias de figura de Donne, para no cargar las tintas hacia el mal gusto. Luego se encuentra con que Donne menciona un objeto que en castellano se dice corsé. Le parece que corsé es algo muy connotado, para nosotros, con el vodevil del siglo XIX, y se decide por corpiño, que es más barroco y no tiene servidumbres de género literario menor. Es consciente de que ha cometido un desliz filológico, pero pagado con un acierto poético.

En el famoso soneto donde Mallarmé usa la palabra ptyx, que no quiere decir nada en ninguna lengua y que simplemente es una de las rimas de los cuartetos, donde tiene las tres únicas palabras francesas terminadas en yx y necesita una cuarta, que no existe en el código de la lengua pero sí en el léxico del poeta, como ptyx no significa nada y su rima en castellano es forzadísima, Paz la sustituye por conca, y el bibelot del verso siguiente es una caracola que se espirala como una pequeña cámara de ecos y un emblema del infinito, de esa dimensión infinita de la palabra con la cual trabajan los poetas.

Todo poema traducido es otro poema distinto del original, no su equivalente. Al cambiar los significantes por pasar de una lengua a otra, cambia la poesía misma. Lo que el traductor persigue no es conseguir un texto análogo al traducido sino unos efectos análogos a los que proyecta el bien o mal llamado texto original. La fórmula es de Valéry y Paz la recoge con fidelidad. La poesía no es la palabra sino la sombra de la palabra que busca el cuerpo que la proyecta. Cuantas más sombras consigamos, más rica será la imagen del cuerpo, más rico será el mundo que nos rodea y el cual rodeamos.

martes, 23 de junio de 2009

Recuerdo de un traductor (II)


Datos para una biografía: Lysandro Z. D. Galtier

Nacido en 1901 en Pigüé –localidad al sur de la Provincia de Buenos Aires, fundada por colonos franceses a fines del siglo XIX–, Lyzandro Z. D. Galtier comenzó escribiendo poesía en francés hasta que paulatinamente pasó al castellano. Luz de pampa (1950) y Penumbra lúcida (1968) son, probablemente, sus obras más conocidas. Autor de numerosos ensayos, entre los que destacan Carlos de Soussens y la bohemia porteña (1973) y el póstumo Leopoldo Lugones, el enigmático (1993), fue también pintor y ceramista. Sin embargo, es posible que su mayor aporte a la cultura argentina se encuentre en su labor como traductor.

Entre otros méritos, entre 1929 y 1935 dio a conocer buena parte de la obra en francés del entonces influyente poeta lituano Oskar Vladislav de Lubicz Milosz (cuya Association Les Amis de Milosz fundó en París en 1939). Tradujo a Guillaume Apollinaire en 1929, a Henri Michaux (a quien conoció en Uruguay en 1936) en 1959, a Saint-John Perse en 1961, a Aimé Césaire en 1974. Buena parte de esa producción fue recogida en sendas colecciones de poesía –hoy desaparecidas– de Fabril Editora y Ediciones Librerías Fausto, en las décadas de 1960 y 1970, respectivamente.

Galtier fue también el compilador de los tres volúmenes de La traducción literaria, una suerte de historia de la traducción en la Argentina y, a la vez, una suma y balance de toda la poesía extranjera traducida por argentinos y de toda la poesía argentina traducida por extranjeros. Esos tres gruesos volúmenes, hoy poco menos que inhallables, fueron publicados en 1965 por Ediciones Culturales Argentinas, con el auspicio del Ministerio de Educación y Justicia, en una época en que todavía era obligatorio que los funcionarios del Estado nacional estuvieran alfabetizados.

Murió en Buenos Aires en 1985.

Un intento de reparación


La argentina Patricia Willson es doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires, donde enseña literatura argentina, y profesora de Traducción Literaria y de Teoría de la Traducción en el Instituto Superior en Lenguas Vivas “Juan Ramón Fernández”. En 2003 ganó el primer premio en la categoría ensayo del Fondo Nacional de las Artes por su análisis de los distintos modos de traducción presentes en la revista Sur. Un año más tarde ganó el Premio Panhispánico de Traducción Especializada por el Diccionario de teoría crítica y estudios culturales, de Michael Payne (2002). Entre otros autores, ha traducido a Paul Ricoeur, a Jean Starobinsky, a Luce Irigaray, a S. Zizek, Roland Barthes y a Jean-Paul Sartre.
El texto que se reproduce a continuación fue leído por ella en la presentación de La constelación del sur. Traductores y traducciones en la literatura argentina del siglo XX, volumen publicado por la editorial Siglo XXI de Argentina en 2004. A pesar de los años transcurridos, la situación que se enunciaba ese día no ha cambiado. De ahí la pertinencia de recordar esas palabras.

Una reflexión sobre la práctica

La traducción es un campo de cruces, de relaciones, sobre todo si ampliamos el concepto de traducción más allá de lo estrictamente interlingüístico. Eso es, por ejemplo, lo que hace George Steiner en Después de Babel, al afirmar que “entender es traducir”. Esa concepción ampliada de la traducción conduce a pensar que toda traslación de objetos culturales o comunicativos a otro contexto es traducir. La diferencia de contexto puede ser consecuencia de un pasaje a otra cultura, a otro momento de una misma cultura, a otro soporte material o semiótico (español verbal a lengua argentina de señas, una novela llevada al cine), etc. Los ejemplos proliferan y, quizá, cada uno de ustedes pueda agregar uno a la lista.

A pesar de esa vastedad, quisiera empezar mi intervención con una autorreferencia: sabrán disculpar. Como Griselda Marsico, soy traductora literaria, egresada del Lenguas Vivas, de la carrera del traductorado en francés, en mi caso. Esa formación entrañó tres años de literatura francesa en francés, tres años de civilización francesa en francés. En fin, toda una enciclopedia que me hacía pensar que, al obtener mi diploma, me convertiría en una especie de prolongación de Francia en la Argentina. Mi primera experiencia laboral como traductora, sin embargo, me enfrentó con algo totalmente diferente.

Pasé con éxito una prueba de traducción para una editorial que no mencionaré, y por necesidades de calendario de publicaciones (y porque conozco la lengua, claro), me propusieron traducir un best-seller del inglés. La editora fue expeditiva: “No traduzcas los nombres propios, no uses el voseo ni ningún localismo, podés cambiar todo lo que quieras”. Era una novela de 400 páginas, me dieron apenas dos meses para traducirla y me pagaron una miseria. Además, me pusieron el apellido con una sola ele…

Esta primera desventura de un traductor novel puede –y debe– ser sustraída del marco puramente anecdótico en el que la he referido. Primera cuestión importante que deriva de la anécdota: un traductor literario entra en el engranaje editorial de la cultura traductora: sus leyes, sus necesidades, sus imposiciones. Necesariamente, si él es un agente de ese campo cultural, el texto que produce es un texto de la literatura traductora. Sé que Gustavo no coincide con mi visión “nacional” de las literaturas –podemos discutir eso luego, si quieren-; lo que intento decir es que mis años de Ronsard y de Racine, de Moliere, de Flaubert y de Proust, ahora que traducía, no me acercaban ni un poquito a la literatura francesa: estaba más cerca de los escritores argentinos que de los escritores franceses.

Segunda cuestión importante: “Ni localismos ni voseo.” Ese mandato editorial significa tener un ojo puesto en el polo del lector y en la circulación del formato libro más allá de las fronteras nacionales. Pero también hay ínsito un problema ético y estético: la lengua de traducción, pensada en función de una legibilidad universal. ¿En qué altar se consagra esa legibilidad? ¿En el de la lengua panhispánica, una lengua que, por ser de muchos lugares, no es de ningún lugar? ¿En el de la peripecia que se impone a la lengua, al instrumento mismo que la formula y la expresa?

Esto nos lleva a una tercera cuestión, la que manifiesta el “Podés cambiar lo que quieras”. Lo que está en juego es, claramente, una fluctuación del peso del autor y también de la escritura en función del género que se está traduciendo. Como en el cuento de Rodolfo Walsh “Nota al pie”, en el que el traductor, León de Santis, recorre un verdadero escalafón, sí, un escalafón en la carrera de traductor editorial, partiendo de novelas populares hasta los textos de historia, la editora presuponía que ese best-seller resultaría icónicamente vendible: una buena tapa, una buena distribución tenían más peso que pensar en equivalencias entre lenguas.

Cuarta y última cuestión: la paga, el plazo, la errata en mi nombre, eran señales de un estatuto menor y, por momentos, invisible del traductor en la cultura argentina. Tenía compañeros ilustres: la traducción de Bianco de Otra vuelta de tuerca fue pirateada incansablemente, y ni siquiera se inició un proceso.

Haciendo una interpretación quizás abusiva, podría decir que en mi libro intenté repensar todas estas cuestiones, interrogarlas, tal como se dieron en la literatura argentina. De paso, me arrogué ingenuamente la facultad de dispensar justicia; digo ingenuamente porque no creo que, a partir de la publicación de La Constelación del Sur, se mencione más a los traductores, ni se les pague más; pero no importa. Reparar una injusticia también consistió en rescatar a algunos traductores a partir de sus estrategias concretas de traducción, de los modos en que pensaban algunos debates de la literatura argentina, y no tanto por consideraciones generales o anecdóticas de su práctica.

Hay un teórico de la traducción estadounidense, quizás el de mayor renombre en la actualidad, Lawrence Venuti, que afirma que lo peor que podría hacer un traductor para ganar más dinero es traducir más, pasar de una traducción a otra convertirse en un traductor a destajo. El traductor debe reflexionar sobre su práctica, tomarse el tiempo para pensarla y escribir sobre ella. Y es cierto: mientras escribí el libro traduje mucho menos. Los lectores de mis traducciones y de La Constelación... me dirán si valió la pena.

lunes, 22 de junio de 2009

"Modismos que no se utilizan en mi país"


El administrador de este blog cayó accidentalmente en http://www.sumadeletras.com/index.php?s=opiniones&id=124, donde diversos lectores, presumiblemente españoles, discuten un libro de Guillermo del Toro y Chuck Hogan. Allí, entre otros posteos, se lee el siguiente:

"Acabo de comprar el libro 'Nocturna', en la FNAC de Callao (Madrid-España), y no he podido evitar quedar desagradablemente sorprendido al darme cuenta de que la traducción del libro, a cargo, por lo que veo, de un tal Santiago Ochoa, está realizada en español de Sudamérica, no en español de España. ¿Podría alguien, por favor, hacer el favor de explicarme por qué un libro que he comprado en España no está traducido en el español que hablamos aquí? ¿Supone demasiado gasto contratar a un traductor por cada país de habla hispana, y prefieren hacer una sola traducción para todo el mundo hispano? ¿Por qué, después de pagar 22€, tengo que enfrentarme a modismos que no se utilizan en mi país y a una forma de hablar que me es totalmente ajena? Espero que para la segunda y la tercera parte se tomen la molestia de realizar una traducción menos chapucera que ésta. Saludos.
05/6/2009 09:38"

El lector ibérico tiené razón. ¿Por qué debería leer en un castellano que no es el suyo? La respuesta no la deben dar los traductores, sino los responsables del mundo editorial, fulanos generalmente elegantes, quienes, sin despeinarse, después de citar a algún Marx o Kropotkin de su juventud, parecen siempre dispuestos a cortar la soga por la parte más delgada. Esto es, no discutir los precios con la papelera o el distribuidor, sino bajar la tarifa de la traducción.

El caso se repite, sin tanto posmodernismo, del otro lado del Atlántico. ¿Qué podría decir, ante la amargura del lector ibérico, un lector latinoamericano, que al comprar Plegarias atendidas, de Truman Capote, en la traducción de Anagrama (la única disponible en casi toda Latinoamérica, probablemente porque alguien le vendió al Sr. Herralde los derechos "para toda la lengua castellana"), se encuentra con que uno de los protagonistas, "se magreaba la pilila mientras ponía una conferencia"?

Es cierto: cada región –no hay que exagerar, en Argentina solemos entender a los mexicanos y me dicen que en Colombia entienden a los chilenos y en Cuba a los paraguayos– debería tener sus propias traducciones, para lo cual los responsables editoriales deberían provenir exclusivamente del mundo del libro y no ser ex-gerentes de Pepsi Cola o de una fábrica de autos, y los departamentos de compra-venta de derechos deberían hacer caso omiso del consejo de los administradores de empresa así como de otros pajarracos similares, quienes, para ganar tres centavos más, están dispuestos a vender el culo de sus madres cortado en fetas , según la expresión argentina que, supongo, se puede entender en todo el dominio de la lengua.

Mientras el mundo sea así, tanto el atribulado lector ibérico como el desdichado lector latinoamericano deberán seguirles reclamando a las editoriales de sus respectivos lugares de origen en cuanto foro público puedan hacerlo. Caso contrario, deberán acostumbrarse a que hacerse una simple paja a veces se diga "magrearse", "sobarse", "hacerse la del mono", "hacerse la puñeta", "quedarse con Soledad y Manuela" o lo que fuere, sin considerar "chapucero" (palabra que de acuerdo con el Diccionario de la RAE quiere decir "tosco") al párrafo que no se corresponda con el habla de su barrio.

Juez y parte


El siguiente texto del poeta argentino Oliverio Girondo, publicado originalmente en el diario Noticias Gráficas del 2 de junio de 1959, fue recogido mucho después por Jorge Schwartz en Oliverio. Nuevo homenaje a Girondo, un volumen publicado por Beatriz Viterbo Editora en 2007. El autor de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía presenta aquí una justificación –probablemente un tanto impresionista y caprichosa– de la versión de Una temporada en el infierno, de Arthur Rimbaud, que firmó, junto con su amigo Enrique Molina y que publicó por primera vez Fabril Editora en Buenos Aires.

Una temporada en el infierno
(en versión de Oliverio Girondo y Enrique Molina)

No desconocemos la responsabilidad que implica una tarea tan ardua y arriesgada. Pese a la humilde dedicación con que la hemos realizado, es posible que, con demasiada frecuencia, no hayamos encontrado la más valedera solución a los múltiples problemas que ella plantea. Además de los que ofrece cualquier traducción, se añaden en el caso de Rimbaud los provocados por la incandescencia y la extrema tensión que de continuo alcanza su poesía. Nacen otros de la riqueza polifónica de sus resonancias y modulaciones, de los relampagueos de su ritmo interior y, mucho más aún, del extraordinario poder de síntesis que logra su estilo, mediante el empleo de las más violentas contracciones y de la supresión de imprescindibles nexos sintácticos: licencias que obedecen a perentorios designios expresivos o responden a una lógica más profunda que la gramatical. Agruéguese a todo esto el uso –y el abuso– de interpretaciones, modismos y frases hechas que no siempre poseen una estricta equivalencia en nuestra lengua, y se percibirán las dificultades de trasvasar a ella, o a cualquier otra, la vertiginosa fuerza de encantamiento de una obra sobre la que puede afirmarse, sin ningún temor a exagerar, que es una de las más bellas del mundo.
Aunque ello agrave nuestra responsabilidad, advertiremos, sin embargo, que frente a todas estas dificultades, ciertas características del estilo rimbaudiano hacen que se preste particularmente, a ser vertido al español. Demasiado evolucionado, lleno de frases hechas, de lugares comunes y de modos expresivos estereotipados, es el francés un idioma esencialmente lógico y discursivo. Ningún otro, quizá, logre expresar mejor los más variados matices de una idea, las más sutiles graduaciones de un sentimiento. Pero en su afán de ceñirlo todo, como una malla, pierde consistencia, peso, densidad y, demasiado transparente –y, hasta delicado por demás–, prefiere, con excesiva frecuencia, la gracia, el "espíritu de finura", al ímpetu y al vigor.
Sin extremar las repercusiones del enorme esfuerzo que Rimbaud debió realizar, para tonificarlo e infundirle todo el calor –y el color– que requería cuanto anhelaba expresar, parece lícito suponer que esta constante insatisfacción contribuyó de alguna manera a provocar –entre otros trascendentales y cuantiosos motivos– la profunda crisis espiritual que terminaría a decidirlo a no escribir nunca más.
Insistiremos, en todo caso, en subrayar algunas particularidades del español que se adaptan según nuestra opinión y en cierto sentido, por lo menos, al espíritu y al estilo rimbaudiano. No aludimos tan sólo a su riqueza, a su poder expresivo, ni a su libérrima síntesis. Nos referimos también al ascetismo de su construcción, cuya austeridad le permite prescindir de muletillas tan inútiles como los pronombres personales antes del verbo, en que necesita apoyarse el francés, y nos referimos más que nada, a la férrea sonoridad de su fonética, en lque resuenan todavía la gutural aspereza de muchas voces de origen árabe, cualidades y defectos que permiten aproximarse y, en escasos momentos superar la violencia del latigazo de la prosa poética de Rimbaud.
Tras el empeño de que ella no pierda, por lo menos, todo su fulgor, y sin dejar de ceñirnos al texto lo ma´s escrupulosamente posible, no hemos titubeado en emplear vocablos y expresiones que, sin ser estrictamente textuales, son equivalentes, cada vez que lo ha requerido la expresividad y la cadencia de la frase o el genio de nuestro idioma, pues entenedemos que es mucho más importante traducir las íntimas resonancias del estilo de Rimbaud que la aparente exactitud de su contenido.
A la inversa de las traducciones en español anteriores a ésta, que vertieron en prosa todos los poemas que forman parte de Una temporada en el infierno –y lo que es peor aún, en una prosa donde la poesía no se ha hospedado ni un instante–, hemos recurrido al empleo del metro y de la rima, a pesar del riesgo de caer en mayores licencias que las denunciadas porque, de lo contrario, ellos dejarína de cumplir la función que les asignó Rimbaud y que desempeñan con deslumbrante plenitud. Además de conferirle al texto una variedad mayor, es evidente que figuran en él como verdaderas ilustraciones de su "alquimia del verbo", y como ejemplos característicos del originalísimo empleo de un medio de expresión cuyos recursos difieren de los de su época, aunque se sustenten en los mismos principios. La esclarecedora circunstancia de que existan versiones anteriores con numerosas variantes de todas estas poesías, nos ha permitido, por lo demás, si no vencer, al menos soslayar dificultades que, sin ellas, hubiera resultado insuperables. Aunque la particularísima puntuación de Rimbaud suele contrari las normas que rigen la de nuestro idioma, hemos decidido respetarla porque, además de que ella suele violar también las del francés, constituye uno de los tantos recursos de que se vale para el logro de sus más íntimos propósitos.

sábado, 20 de junio de 2009

Dos traducciones para un mismo original


El viernes 6 de marzo de 2009, el diario La Jornada, de México, publicó una nota de Ericka Montaño Garfias a propósito de la traducción realizada por la poeta Pura López Colomé de los Sonetos, del poeta irlandés Seamus Heaney.

Pura López Colomé lleva publicados diez libros de poesía: El sueño del cazador (1985), Un cristal en otro (1989), Aurora (1994), Intemperie (1997), Éter es (1999), Música inaudita (2002), Tragaluz de noche (2003), Quimera (2003), Santo y seña (2007), Reliquia (2008). Asimismo, ha publicado versiones de T.S. Eliot, Emily Dickinson, Gertrude Stein, Rainer Maria Rilke, Bertolt Brecht, H.D. y buena parte de la obra del irlandés Seamus Heaney, entre otros autores. Su labor fue coronada en 1992 con el Premio Nacional de Traducción de Poesía. Con Santo y seña ganó el prestigioso Premio Xavier Villaurrutia en el año 2007.

Traen a México la colección más completa de sonetos del Nobel Seamus Heaney

La obra poética de Seamus Heaney llega de nuevo a México con un libro único en su especie: Sonetos, una edición bilingüe, cuya traducción estuvo a cargo de la poeta y ensayista Pura López Colomé y del poeta chileno Luis Roberto Vera, con fotografías de Alberto Darszon.

El volumen, publicado por la editorial Equilibrista, en coedición con la Fundación O’Teshells, reúne todos los sonetos escritos por el premio Nobel de Literatura 1995. En inglés no existe una colección de sonetos como ésta.

Todavía falta una parte para la publicación de 70 sonetos, con motivo del cumpleaños número 70 del poeta irlandés que se celebra en abril próximo, pues “lleva escritos 67”, adelantó López Colomé, pero un infarto frenó esa producción durante un tiempo.

“Ahora ya está mejor, los médicos le permiten cuatro copas de vino al día y eso para un irlandés es muy bueno”, dijo la poeta durante la presentación del libro, este miércoles en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, en la que también participó Luis Roberto Vera, así como la investigadora y académica Irene Artigas y el promotor cultural Héctor Iván González.

El acento es lo más difícil

Sonetos incluye la versión original del poema y dos traducciones: una en versión libre y la otra ajustada a la forma tradicional del soneto, así como una serie de fotografías abstractas que dan fuerza diferente a los poemas.

“El sentido que le doy a la traducción es que ofrezca algo nuevo a lo que ya estaba ahí; si eso no ocurre y si no hay una actitud básicamente artística, de creación, de juego, de aventura, no le veo mucho sentido”, dijo Pura López Colomé, quien ha traducido la poesía y la obra ensayística de Heaney, además de autores como Rainer Maria Rilke y Bertolt Brecht, y es autora de los poemarios Aurora y Un cristal en otro.

“Llenar una edición como ésta con notas a pie de página es algo que un estudioso podrá hacer por su cuenta y seguramente no estará de acuerdo con lo que estamos haciendo aquí, porque ésta es una obra básicamente poética.

“Sin la intervención de Luis Roberto Vera en el caso de los sonetos –algo que directamente me pidió Seamus– yo no podría haberlo hecho; su dominio de la forma a mí me rebasa, porque lo más difícil del soneto no es el número de sílabas ni la rima, sino el acento, sabiendo que hay muchas formas de acentuar y hasta dónde se puede uno permitir la flexibilidad de combinarlos, como Heaney se permite hacerlo.

“¿Hasta dónde puede uno hacerlo sin que esto constituya una enorme arbitrariedad? Eso lo puede hacer alguien que lo sabe en sus entrañas, y Luis Roberto lo hace de forma automática.”

La gran pregunta que queda tras la traducción de Sonetos, añadió Pura López Colomé, es “¿hasta dónde tiene sentido la forma? Uno recurre a ella para escribir un soneto, ¿por qué motivo?”, y ahora el lector podrá decidir entre la versión libre y la que obedece a la forma.

Participar en la traducción de la poesía de Heaney “me devolvió un mundo de poesía al que pensé que había dado carpetazo hace tiempo”, dijo Vera.

La evidencia de la necesidad de interpretar


Poeta, narrador y ensayista, Fabio Morábito –acaso uno de los escritores mexicanos más importantes de la actualidad– es también traductor. Entre obras, ha vertido al castellano la monumental Poesía completa, de Eugenio Montale, que Galaxia Gutenberg ha publicado en 2006. El siguiente fragmento, corresponde a "La importancia del estilo", una entrevista que le realizó Moctezuma Quistian Ollin Tecandi para Biblioteca Babab.Com (Nº 14, julio de 2002).

"Una generación se define por sus traducciones"

Yo creo que la primera enseñanza que nos da la traducción es cómo toda lectura es única e irrepetible. El traductor, finalmente, está leyendo la obra y nos está dando su lectura personal. Puesto que nos damos cuenta enseguida de qué tan distinta es su interpretación, nos hace ver que todos somos traductores; cuando leemos un libro en nuestra propia lengua estamos traduciéndolo a otra lengua, nuestra lengua íntima, constituida por experiencias, por nuestro universo particular. No existe, por lo tanto, un texto original, un texto dado de una vez para siempre, inamovible, sino que existe en la medida que deba ser traicionado por cada persona que se acerque a él. La traducción nos muestra de una manera palpable que eso es así.
Ahora, propiamente el trabajo de la traducción, más allá de lo obvio, de la actividad pragmática, de que vivimos en un mundo construido por muchas lenguas y por ello debe haber personas que establezcan puentes entre unas y otras, más allá de eso, la traducción es la evidencia de la necesidad de interpretar. En ese sentido la frase traduttore traditore adquiere la mayor relevancia. Por qué, por ejemplo, en México la Tierra baldía de T.S. Eliot ha sido traducido por tantas personas. No creo que ninguno de esos autores haya traducido otra vez el poema de Eliot porque pensara que las traducciones previas fueran un fracaso. Pero de algún modo sí sentía que lo eran porque no percibía puntos, matices, que el traductor en turno creía necesarios.
Y eso lo podemos explayar a una cuestión de generación. Cada generación relee a los clásicos y les da una interpretación distinta. Ve cosas que otras generaciones no habían visto y por tanto retraduce el capital o el acervo cultural que le ha tocado manejar y lo hace siempre de una manera peculiar. Creo que justamente una de las formas más claras de autodefinición de una generación es a través de sus traducciones: cómo traduce, cómo relee a los autores del pasado.

Más de lo mismo


Un artículo firmado por Leslie J. López, publicado en el diario español ABC, del 10 de junio de 2009.

Palimpsestos, la mano discreta del traductor

La veterana y premiada traductora María Teresa Gallego reiteraba sus argumentos de siempre ya convertidos en reivindicación -escuchados como nunca por el auditorio del pabellón Martín Gaite-. “Maltratar al traductor es maltratar al lector.” De este modo, a su vez, salía al paso de acusaciones contra la presumible vanidad de estos profesionales. “La mayor parte de las editorales no valora este trabajo”, apuntaba Teresa Gallego. “La inmensa mayoría no son conocidos, ha habido que luchar para que aparezca su nombre en el volumen”, corroboraba Alberto Conde, que hace ya 20 años que tradujo la primera obra de Le Clézio, y no se vendía.

María Teresa Gallego comenzó a traducir en los años 60, cuando todavía la mayor parte de libros editados en España no llegaban a los lectores desde su lengua original, sino a través de idiomas puente, sobre todo, ediciones del francés y el inglés. En alusión a la ley de Propiedad Intelectual del año 1987, donde se reconoce a los traductores como autores, explicaba Gallego que lo más importante era que trabajaban ya con un marco legal. “Puedes ejercer unos derechos sobre tus trabajos, negocias las tarifas, puedes recurrir a los juzgados en caso de conflictos,...”. Destacó la labor realizada por ACETT, la asociación española que agrupa a “este gremio” y en la que ocupa la vicepresidencia. “En España se pasan siete pueblos, el país que peor paga y peor trata a los traductores”, comentaba Alberto Montes al hilo de estas palabras. Citó como ejemplo a otros países, Francia o Austria, donde se pagaba el doble en el año 2004, 18 euros por página frente a los 9 en España. “La ley a veces no se cumple”, aseguraba.

Atendiendo a la manera de abordar las obras, mientras Teresa explicaba que “se enfrentaba a los textos de manera inocente”, para reproducir del algún modo el aliento de la sorpresa, Alberto, por otro lado, apostaba por no dejar escapar las intenciones que subyacen también en cada libro. Empleó una imagen clarificadora para explicar su trabajo. “Un hombre pasea en un bosque con un perro y un niño. Si el hombre camina seis kilómetros, el niño y el perro caminan mucho más, siempre van y vienen.” Apostilló Conde, “el traductor es un hiperlector.” Un trabajo que, como ambos ponentes reconocían, exige mucho tiempo y resulta absorbente, a pesar de que ahora se cuenta con mejores recursos gracias a internet.

Traductor, traidor

El peso secular del adagio “traductor, traidor” parece haber condenado la labor discreta y silenciosa de estos filólogos siempre en la sombra, que tratan cada obra literaria como un palimpsesto sensible a cualquier exceso interpretativo. El código deontológico de siete puntos que establece ACETT para los traductores recoge en el tercer punto: “El traductor se abstendrá de modificar de forma tendenciosa las ideas o la forma de expresarse del autor y suprimir algo de un texto o añadirlo a menos que cuente con el permiso expreso del autor o de sus derechohabientes”.
Abierto y fructífero siempre este eterno debate de la filología como ciencia estricta, que hace caminar al traductor entre el espíritu y la letra, entre la creatividad y la ciega obediencia de un amanuense al dictado de otra mano.
En una conversación moderada y animada por el tropel de preguntas que realizaba Amelia Gamoneda, al final del coloquio participó una traductora italiana que se encontraba en el público. Frente a un índice de más del 30% de obras traducidas en el mercado editorial español, esta traductora comentó que en su país hay un 64% de obras -traducciones sólo angloamericanas- frente a un 13,6% de producto italiano. En el día de los comicios europeos, “Con traducción no hay Pirineos II” la Feria del Libro nos llevó a Francia, a las obras de Modiano y Le Clézio, pero nos trajo de vuelta a España. La mesa de traductores celebrada en la Feria del Libro puso el punto final con este segundo encuentro.

Un cacho de comparación


Recorriendo la web, en busca de materiales que valgan la pena, el administrador de este blog se topó con un texto del blog "Puto el que lee", que firma un tal Dieguez. Allí, entre otras muchas cosas, se lee el siguiente posteo, correspondiente al 19 de abril de 2007.

Las versiones faulknerianas

Queriendo inmiscuirme en el arduo mundo del amigo William Faulkner, me compré una edición de El sonido y la furia que forma parte de una colección de Premios Nobel que sacó La Nación, y que incluye también títulos de Hemingway, Herman Hesse, etc. En la contratapa tiene un pequeño comentario del nunca bien ponderado Ernesto Sabato, pero ello no fue obstáculo para comprarlo. Era barato y no es un libro que se consiga tan fácilmente.

No hizo falta pasar de la primera página para encontrar la indignación: el negro Luster está retando al idiota Benjy Compson y le dice “deje de gimplar”. ¿Que deje de qué? Tuve que ir a la RAE: gimplar no figura, pero sí jimplar; de ahí te manda a himplar, en donde hay dos definiciones. La primera: “Dicho de una onza o de una pantera: Emitir su voz natural”. La segunda, te manda que busques la palabra himpar.

Yo ya me estaba sintiendo como si estuviera haciendo un trámite en alguna dependencia pública argentina, deambulando de ventanilla en ventanilla, monotributistas tercer piso, regimen estatal atendemos los martes. Y todo para encontrar que himpar significa “gemir con hipo”.

Busqué en la web la versión en inglés: “Hush up that moaning”, escribió Faulkner.

Hoy anduve por la legendaria Librería del Colegio, ahí por la Manzana de las Luces, y encontré una edición vieja de El sonido y la furia, impresa en Buenos Aires en 1947. La traducción es la primera en español (épocas de gloria) y la firma Floreal Mazía. El amigo Floreal no se anda con vueltas y pone “llorar”, aunque exagera demasiado, hasta la parodia, el habla sureña de Luster.

Dice Faulkner:

“Listen at you, now.” Luster said. “Aint you something, thirty three years old, going on that way. After I done went all the way to town to buy you that cake. Hush up that moaning. Aint you going to help me find that quarter so I can go to the show tonight.”
Dice el anónimo gimplar:

“Fíjese”. dijo Luster. “Con treinta y tres años que tiene y mire cómo se pone. Después de haberme ido hasta el pueblo a comprarle la tarta. Deje de gimplar. Es que no me va a ayudar a buscar los veinticinco centavos para poder ir yo a la función de esta noche”.
Dice Floreal Mazía:

-Ecucha -dijo Luster-. No te pa’ece que y’é demasiado, teint’y tres años y potándote d’ete modo. Depué’ que fui hata’l pueblo para comprate esa tota. Deja de yorá’. No vasa’yudame a’ncontrá’ esa moneda de veinticico cetavos para que pueda í’ eta noche a la función.