viernes, 12 de junio de 2009

¿Qué va más allá de la propia lengua?


El escritor, crítico y ensayista italiano Alfonso Berardinelli, fundador de la revista crítica Diario y ex profesor de Literatura Contemporánea en la Universidad de Venecia, es un prolífico autor que en más de una ocasión ha trabajado sobre la poesía de su país. De próxima publicación en la revista cordobesa Fénix (Nº 23, Año XII) y por cortesía de Pablo Anadón, su director y también traductor, un artículo de Berardinelli que, más allá de su especificidad, permite reflexionar sobre los alcances de la traducción en general.

Sobre la traductibilidad de la poesía italiana contemporánea

El arte de la traducción y la necesidad de traducir ya están ocupando una zona central de la actividad literaria, así como de la reflexión crítica y teórica. A menudo, las teorizaciones son tan interesantes en sí mismas, que poseen mayor relevancia como filosofía del lenguaje que como descripción empíricamente fundada y útil en la práctica de la traducción. En fin, puede ocurrir (como en otros campos: el psicoanálisis, la politología, la misma crítica literaria) que un brillante y profundo teórico de la traducción no sea un buen traductor. Y sucede que traductores incluso excelentes, no sabrían qué decir teóricamente a propósito de su actividad. Digo esto para valorizar el trabajo de quien efectivamente sabe traducir y lo hace. No quiero ni por un momento dar la impresión de que una buena teoría de la traducción sea decisiva para garantizar buenas traducciones. El traductor es un escritor, un tipo particular de escritor, al cual se le piden aptitudes y competencias específicas. Ningún traductor puede traducir a cualquier autor de las lenguas que mejor conoce, así como ningún escritor ni ningún crítico pueden escribir sobre cualquier tema o libro o cuestión literaria: si esto sucede, el resultado será una literatura y una crítica mediocre, una traducción mediocre[1]. Cuando en la literatura, y en particular en la poesía, dos lenguas se encuentran, este encuentro puede ocurrir y se realiza sólo con la condición de que exista un adecuado medium literario, un traductor en quien el texto a traducir resuene al mismo tiempo como remoto e inalcanzable, pero también como familiar y necesario.
Veo que estoy casi teorizando, cosa de la cual prefiero abstenerme: por desconfianza, como he dicho, pero asimismo porque mi personal experiencia de traductor es insuficiente. Hace más de quince años traduje El Spleen de París de Baudelaire, la prosa de un gran poeta: un libro que podría ser considerado a su vez la paráfrasis, la reescritura y la traducción en prosa de los versos de Le fleurs du Mal. No les hablaré de esta experiencia, que duró algunos años y cuyo resultado no sabría juzgar (pero cada vez que abro la edición Garzanti con el texto francés a la izquierda y mi traducción a la derecha, siento un principio de pánico: temo encontrar un error a la primera ojeada, o entender que tal frase debía ser traducida de una manera levemente diversa y seguramente mejor: las traducciones, tal vez, deberían ser vistas de nuevo, revisadas, mejoradas, después de un par de años ― si es que no un par de meses).
¿Por qué, entonces, he elegido decir algo sobre la traducibilidad de la poesía italiana contemporánea? Mi interés era mucho más amplio, más general y genérico y podría ser formulado así: ¿cuán exportable y comprensible es la cultura literaria italiana de las últimas décadas? ¿Qué está destinado, en nuestra literatura, al consumo interno y qué puede entrar en el mercado internacional y globalizado? ¿Por qué estoy interesado en esto? Antes que nada, porque hoy, más que en el pasado, literariamente Italia exporta los productos de menor calidad, a menudo deplorables, pero sin duda homologables, estandarizados ―o viceversa, en algunos casos, los productos más pintorescos y folclóricos, reconocibles a la distancia como típicamente nuestros por alguna deformidad muy evidente. Homologados y estandarizados: para entendernos, Umberto Eco o Pietro Citati. Pintorescos y folclóricos: Dario Fo y Andrea Camillieri. En el primer caso, una lengua y un código cultural que traducen, parafrasean, se explican continuamente a sí mismos: parecen traducidos aun antes de ser traducidos, se autotraducen. En el segundo caso, un empaste de lengua y dialecto, un paroxismo expresionista en cuyas raíces se encuentra la noción generalmente adquirida de que la sociedad italiana es vitalísima, caótica, cómica e incomprensible. Una vez que se ha entendido esto, será menos importante entender qué es lo que dice el texto: el texto está al servicio de la idea, ilustra la idea: el materialismo popular contra las ridículas abstracciones del poder, el sano dialecto siciliano como instrumento para desmontar las construcciones del crimen.
Este discurso sería muy largo. Agrego tan sólo, para que se comprenda mi motivación, que por ejemplo los dos críticos más originales y geniales (y muy diferentes) del siglo XX, Giacomo Debenedetti y Gianfranco Contini, no son exportables, de hecho no son traducidos y tal vez sean intraducibles. Su estilo, sus problemáticas, su código cultural parecen no encontrar lugar en la koiné crítica internacional. Pero quien no lee a estos dos críticos no logra entender demasiado de la literatura italiana del último siglo, de sus mejores autores y de sus (para nosotros) exasperantes problemas: la debilidad de nuestra narrativa, su tendencia a la prosa de arte; la frecuente rigidez y clausura de nuestra poesía, demasiado tímida y demasiado oscura en los experimentos, poco interesada en las ideas y en la discursividad, incapaz de encontrar un público, largamente obstruida por dos modas estériles: primero, el hermetismo (manierismo hipermetafórico), luego por la neovanguardia (informal, autorreferencial, asintáctica, asemántica).
Vamos pues a la poesía. Están aquí con nosotros (y hablarán hoy mismo) algunos amigos de quienes conozco de cerca la contribución a la difusión de la poesía italiana: Esteban Nicotra y Betânia Amoroso son excelentes conocedores, estudiosos y traductores de Pier Paolo Pasolini. Pablo Anadón, además de director de la revista de poesía y crítica Fénix, es autor de una benemérita y apasionada antología de poetas italianos contemporáneos. Hablar de “traducibilidad” de la poesía italiana delante de ellos, que saben de eso sin duda más que yo, no puede sino intimidarme. Si he encontrado el valor para afrontar un tema tan vasto y tan poco controlable es sólo porque, como he señalado, temo poderosamente que la cultura literaria italiana, como otros fenómenos de nuestro país, encuentre en el futuro una creciente dificultad, y que cuanto tenemos de mejor se pierda y quede ignorado, mientras que son exportados y considerados importantes autores que simplemente le hacen la vida fácil a los traductores: los autores no sólo más límpidos y accesibles, sino también, a menudo, los más banales.
El binomio globalización-comunicación se está convirtiendo, junto con interculturalidad y comparatística, en la palabra de moda, el ídolo cultural de las facultades humanistas. La Weltliteratur y el cosmopolitismo literario no han nacido hoy. El estudio comparado de las literaturas nacionales, el interés recíproco entre escritores que usan lenguas diferentes, la formación de los géneros literarios dominantes en el Occidente moderno (principalmente la novela, la poesía, el ensayo), caracterizan desde hace siglos la vida literaria. La cultura alemana, mucho más que las otras, ha tomado forma, entre el clasicismo y el romanticismo (con Goethe, Novalis, los Schlegel, Hölderlin, Bettina Brentano), como una cultura ávida de traducciones. Los alemanes se han anglizado traduciendo a Shakespeare, hispanizados traduciendo a Cervantes, italianizados traduciendo a Dante (sobre esto, véase el magnífico libro de Antoine Berman, La prueba de lo extraño, publicado en Italia por Quodlibet). Traductores indefensos y geniales teóricos de la traducción, hasta Benjamin y Enzensberger, los alemanes han vivido de Weltliteratur: su clásico máximo es un mosaico de culturas y la mayor parte de los escritores alemanes ha trabajado arduamente para superar el famoso (y peligroso) provincialismo alemán. Marx ha sido en este sentido un caso típico: su pensamiento combina a la vez el método de Hegel, la práctica y la ideología francesas de la revolución, los economistas ingleses, la aparición de la clase obrera, entrelazando y fundiendo diferentes códigos culturales y realidades de su época.
Pido disculpas por el paréntesis. Era solamente un pequeño ejemplo para aclarar que globalización, interculturalidad y comparatística, no son cosas nacidas ayer.
Nosotros, los italianos, después de 1945 hemos traducido muchísimo: y creo que nuestro uso de las traducciones poéticas con el texto enfrentado (poco utilizado en otros países) es particularmente provechoso. El cosmopolitismo literario de los italianos (especialmente poético y crítico) ha sido en los años ’60 incluso excesivo. Habiendo crecido en esos años, he descubierto, con cerca de veinte años de retraso, que era italiano. Dentro de este descubrimiento tardío hubo también otro: el de la particularidad de la literatura italiana. La neovanguardia y la crítica estructuralista-semiológica habían introducido en Italia un lenguaje tan cosmopolita cuanto abstracto: de un día para el otro, con los Novísimos, pareció que el lenguaje poético italiano ya no tenía ninguna consistencia o herencia histórica: por lo tanto, una lengua poética sin relaciones con la tradición, sin vínculos con la lengua hablada y de uso, una lengua poética especial, materialista y al mismo tiempo vaciada de toda tentación discursiva, representativa, narrativa, teatral. ¿Una lengua poética o antipoética, intraducible? Todo lo contrario. La koiné informal-abstracta ya existía en los años Sesenta también en otros países: sobre todo en Francia (lugar de máxima teorización del lenguaje literario en cuanto autorreferencial: véase Tel Quel), y en Alemania (por ejemplo, Helmut Heissenbüttel) y en Austria (la “Wiener Gruppe”, con Artmann y Jandl). La traducibilidad es favorecida o incluso está garantizada cuando tendencias, modas, programas y estilos afines y homogéneos, se hallan presentes en diferentes literaturas. En estos casos, la fricción es mínima: también es mínimo, sin embargo, el enriquecimiento recíproco. Así, al traducir no se aprende nada nuevo, a la lengua de llegada no llega casi nada que ya no estuviese previsto. Este caso de la traducibilidad del más oscuro lenguaje vanguardista es interesante: no siempre traducibilidad es sinónimo de claridad semántica, de regularidad y simplificación sintáctica y lexical. Cuando el verso es libre hasta el punto de desaparecer y de no “sonar” como verso, cuando el montaje, el collage, la enumeración caótica y el estilo nominal toman el lugar de la sintaxis, el traductor corre menos riesgos: una concreción lingüística autre y ajena ‘casi’ vale lo mismo que otra. En el pasaje de una oscuridad a otra se pierde poco: y pocos, de todas maneras, sabrían entender y decir qué es lo que exactamente se pierde. Las traducciones de Dylan Thomas hechas en los años 60 por Alfredo Giuliani (uno de los Novísimos) y las de la vanguardia rusa realizadas por un excepcional eslavista como Angelo Maria Ripellino, contribuían a introducir en Italia una lengua poética de laboratorio, en apariencia experimental y abierta, en realidad aséptica, completamente extraña, impermeable, justamente, tanto a la lengua de uso como a la lengua poética precedente. La teoría y la escritura de aquellos años han tenido consecuencias que han durado largamente, en algunos casos hasta los umbrales de los años 90.
Entretanto, algo había cambiado. El valor de la poesía de Pasolini sigue siendo controvertido: alguien ha llegado a decir que Pasolini era siempre poeta, pero no lo era, o lo era menos, cuando escribía poesía. Se trata de una paradoja, pero no exenta de una malévola verdad. Después del tour de force en tercetos simil-dantescos de Las cenizas de Gramsci, su poesía tiende cada vez más a eludir los esquemas métricos precisos. Técnicamente, los textos poéticos de Pasolini empeoran. Queda sin embargo el hecho de que Pasolini es el único poeta italiano de la segunda mitad del siglo XX que se atreve a “decirlo todo” (o cualquier cosa) en poesía, rompiendo más que ningún otro los márgenes del lenguaje poético en cuanto código selectivo, depurado, distinguido. Tan es así, que al fin podrá escribir indiferentemente lo que quería escribir tanto en pseudoversos como en una prosa “numerosa”, como decían los latinos, o sea en una prosa rítmica y colmada de figuras retóricas (sobre todo en las Cartas luteranas). La traducibilidad de la poesía de Pasolini diría que es muy alta: hay una sólida base tanto diarístico-narrativa cuanto teatral y argumentativa, la métrica es muy elástica, el léxico oscila desde el uso de formas dialectales hasta algunos preciosismos ensayísticos e ideológicos. Lo cierto es que Pasolini es un poeta intemperante: creyendo que podía introducir “experimentalmente” todo en versos, termina por no controlar más el ritmo y las formas, es decir, las medidas de lo decible. Por esto, salvo excepciones, la poesía de Pasolini (sobre todo los poemas extensos) se vuelve tan fluida que resulta monótona por debilidad de artificios formales (también el inglés W. H. Auden ha escrito demasiados versos, pero su habilidad técnica, especialmente métrica, es de todas maneras sorprendente, como verdadero neoclásico que es). Traducir a Pasolini es posible, a veces es fácil: pero, ¿para qué traducir una poesía así, cuando sus ensayos y artículos autobiográfico-ideológicos son a menudo mejores, formalmente más controlados y semánticamente más eficaces? Pasolini es poco conocido en el extranjero. Es verdad que Pasolini a menudo es mejor que Ginsberg, cuya notoriedad como poeta ha sido por cerca de treinta años quizá superior a la de todo otro poeta occidental. Pero Pasolini no está a la altura de los que podrían ser sus predecesores y sus semejantes: poetas oradores, satírico-panfletistas y teatrales como Eliot, Maiakovsky, Brecht, García Lorca. Aquí, probablemente, está en juego no tanto la traducibilidad lingüística o estilística, cuanto una traducibilidad (“exportabilidad”) del código cultural. El gran tema de Pasolini, vale decir, la atemporalidad y a la vez (¡es un oxímoron!) la destrucción histórica del mundo campesino, subproletario, no burgués y premoderno, es un tema tal vez más apto para el cine y el ensayo político que para la poesía.

*

Entonces, hemos individualizado tres niveles de traducibilidad:
a) Un nivel específicamente lingüístico (léxico, sintaxis).
b) Un nivel específicamente estilístico (un conjunto de figuras, una métrica, una idea de poesía).
c) Un código más ampliamente cultural (temas recurrentes, problemas ideológicos, trasfondo y presupuestos sociales, etc.).
El traductor deberá medirse (encontrar interés, consonancia, afinidad, extraneidad, accesibilidad) con un conjunto articulado de problemas. Este sencillo esquema nos ayuda a entender que, contrariamente a lo que pudiera creerse, el más alto grado de traducibilidad tiende a menudo a coincidir con el grado más bajo de interés, de novedad, de fricción, de enriquecimiento y de descubrimiento en el pasaje de una lengua a otra. El poeta más traducible sería, en otros términos, el que usa el léxico standard, la sintaxis más regular y uniforme, no plantea problemas métricos porque, en vez de escribir versos, se limita a bajar de renglón cada tanto, no juega con las asimetrías entre sintaxis y métrica, los temas son accesibles y no presentan sutilezas sino eventuales, insondables oscuridades, el código estilístico es internacionalmente conocido, es moneda corriente. ¿Existen semejantes poetas? Me parece que sí. Y creo que se están multiplicando como clones. Los imperativos de la comunicación intercultural globalizada están creando un nuevo “esperanto”: una lengua poética pensada para ser traducida e influida más por las traducciones que por los originales. Sin duda, una poesía concebida preliminarmente en vista de su traducción dará menos trabajo a los traductores, no los fatigará y los pondrá contentos.
Auden dijo una vez que la mejor poesía no se parece a las mercaderías de exportación: tiene un sabor local, sólo que ese sabor puede ser apreciado también en otros lugares. Los autores italianos, poetas o no, que hoy son más traducibles y pueden por lo tanto ser traducidos más fácilmente, no se parecen a los mejores poetas italianos que los han precedido, se parecen más bien a las traducciones italianas de poetas extranjeros, principalmente norteamericanos, ingleses o anglófonos.
El problema tradicionalmente más espinoso y quizá irresoluble en la traducción de poesía tenía que ver, como sabemos, con la densidad semántica, la concentración formal, la superposición de juego formal y originalidad de pensamiento, matices, sugerencias, alusiones, citas crípticas. La traducibilidad de la prosa depende mucho más del contenido, del tema, del código cultural: si escribo un libro sobre los mitos griegos o sobre el Danubio, soy traducible, todos entenderán de qué hablo: la forma en que hablo de ello vendrá luego, y en prosa puede suceder incluso que el traductor escriba en una lengua mejor que la del autor. En poesía esto no ocurre. La singularidad formal, aunque no lo sea todo, está de cualquier manera en primer lugar. La lengua y el estilo custodian el significado y el valor del texto poético y constituyen el primer obstáculo que el traductor encuentra. También en poesía, sin embargo, el código cultural, la ideología literaria, el eventual sistema de ideas, temas y mitos, cumplen un papel importante en la determinación del grado de traducibilidad (aunque fuere momentánea, coyuntural, histórica) de un autor, de un texto. Un ejemplo: Giuseppe Ungaretti tal vez sea el poeta italiano del siglo XX más internacionalmente conocido y apreciado, el más traducido. Simplificado, enrarecido, sintácticamente laxo, desarticulado o enigmático, Ungaretti era doblemente traducible: porque era minimalista y primordial, porque era oscuro, porque correspondía plenamente al código poético moderno más aceptado: iluminación, palabra absoluta, musicalidad auroral y sin reglas tradicionales.
Guido Gozzano, por el contrario, poeta no inferior (y quizá superior) a Ungaretti, es poco conocido en el exterior y poco traducido: está lleno de color local, escribe poemas-relatos, habla de Turín y del Canavese, escribe de acuerdo con esquemas métricos tomados manierística e irónicamente de la tradición, expresa sentimientos conocidos pero con alteraciones y matices inesperados, usa magistralmente la rima. ¿Quién tendría el coraje de traducirlo? Pero la poesía italiana del siglo XX, con Ungaretti y sin Gozzano, resulta mutilada. Cosmopolita, tal vez, pero mucho menos italiana. Así, nuestra contribución a la modernidad, en vez de ofrecer sorpresas (Gozzano), ofrece sólo confirmaciones (Ungaretti).
Saltemos a las últimas décadas. Después de Montale (¿traducible en tanto que “el Eliot italiano”?), y Sandro Penna (poco traducible por exceso de claridad y por una musicalidad caprichosamente imponderable), los más importantes poetas, ya canonizados, son Andrea Zanzotto y Giovanni Giudici. Nos encontramos, en este caso, frente a una alternativa análoga a aquella entre Gozzano y Ungaretti. En el primer caso, con Zanzotto, tenemos (estoy simplificando) a un “tardo-hermético” parasurrealista (entre Ungaretti, Lorca y Eluard), que además lee a Lacan y psicoanaliza, no sólo a sí mismo, sino también a Petrarca, a Hölderlin y quizás incluso a Virgilio. Aquí, lo sabemos bien, las dificultades lingüísticas y textuales son muchas: pero son asimismo dificultades conocidas y largamente analizadas por los críticos y por los teóricos. Zanzotto es la quintaesencia de la tradición lírica moderna: y así como Ungaretti había hecho poesía sacando provecho de la revolución futurista, Zanzotto engloba y aprovecha las neovanguardias: ambienta y localiza en los alrededores de Pieve di Soligo los Apocalipsis lingüísticos de los Novísimos: les da un lugar y un tiempo, vivisecciona a través del lenguaje poético la desintegración italiana, el ambiente social y el paisaje, las mitologías del yo poético y la iconografía clasicista. ¿Es realmente traducible Zanzotto? Su cosmopolitismo lo es, su provincialismo mucho menos. El sabor de los colores locales diría que se pierde (la “ciàcola”[2], la nana, la ecolalia véneta): queda el lacaniano que primero hace pedazos la prisión del lenguaje poético, luego la reconstruye de nuevo, una y otra vez. Esta poética es bien conocida en todas las universidades del mundo ―o al menos lo era hasta que la “French Theory” se encontró en el vértice de las cotizaciones―. Zanzotto puede ser traducido en Alemania, Francia, quizás los Estados Unidos, tal vez Japón, y en todo lugar donde Jacques Derrida haya dejado su huella.
¿Pero Giovanni Giudici, que viene de autores casi intraducibles como Pascoli, Gozzano y Saba? Él ha surgido como el poeta de la nueva middle class italiana en los años del “milagro económico” y ha puesto “la vida en versos”: es necesario, pues, para traducirlo, entender esa vida de hombre medio frustrado y en fuga, medio católico y medio comunista ― y es necesario saber traducir esos versos, cosa nada fácil. ¿Qué traductor se atreverá a traducir a Giudici y logrará hacerlo como él ha osado traducir en versos italianos el Eugenio Oneghin? Cuando una poesía está en verdaderos versos, con rimas y asonancias, para traducirla hace falta un traductor-poeta que sepa escribir en versos: versos que sean aceptables en la propia lengua y que, al mismo tiempo, hagan sentir la resonancia de una métrica distinta. Si no se tienen ganas o capacidad para hacer tanto como eso, ¿para qué, me pregunto, traducir poesía?
Existen jergas líricas nacionales, en las cuales cada tanto parece imposible encontrar puntos de contacto con jergas diferentes: el surrealismo hispánico, la coloquialidad inglesa, el énfasis whitmaniano norteamericano, el lirismo tecnicista y teorizado de los franceses.
De todos modos, para traducir a un autor se lo debe entender y conocer: y soñar que esa lengua poética extranjera puede modificar y enriquecer la nuestra.
De H. M. Enzensberger he traducido sólo un poco hace unos veinte años, pero advierto inmediatamente los defectos de muchas traducciones poéticas que circulan. Era un autor que yo conocía muy bien y por lo tanto tenía siempre presente, aun no conociendo bien el alemán, cómo debía ser el italiano apropiado para él, el italiano que él hubiera usado. Me fue bien: Enzensberger recientemente me ha dicho que debo dejar de no hablar el alemán, dado que lo sé: según él, no lo hablo, aun sabiéndolo, sólo porque soy demasiado orgulloso y perfeccionista y temo cometer errores, mientras que cuando se habla una lengua extranjera no se debe tener miedo de equivocarse. Yo no sabría hablar alemán, pero él, dado que lo he traducido en el italiano adecuado, cree que lo sé. Es una pequeña anécdota para mostrar cuánto se puede obtener de un conocimiento crítico preliminar de un autor, de haberlo leído largamente y de apreciar su modo de escribir.
Hay dos tipos extremos de traducción:
a) Una es de servicio, reenvía al original, limitándose a traducir quizás en prosa el significado literal: lo ha hecho A. Bertolucci con Les Fleurs du Mal. Se prevé que con este auxilio el lector sabrá leer el original y podrá apreciarlo.
b) Está luego la traducción que intenta crear un sustituto, un equivalente análogo del original, un texto autónomo, exhaustivo, legible y apreciable de por sí. Pero esto se logra en raros casos: recuerdo la traducción de Garboli del Misántropo (en alejandrinos o dobles heptasílabos, aunque sin rimas), ciertos momentos del Oneghin traducido por Giudici, las Geórgicas de Mario Ramons.
Usualmente, las traducciones poéticas que leemos son una mezcla del tipo a) y del tipo b).
Ciertos poetas aparentemente fáciles, semánticamente comprensibles en una primera lectura, presentan dificultades más insidiosas (dificultad es el opuesto de oscuridad…), que a menudo ni siquiera son identificadas por el traductor: se trata del ritmo no métrico, de la particular música del habla, sobre las cuales el poeta ha producido mínimas pero decisivas modificaciones. El traductor debería saber de memoria los textos que luego traducirá: la voluntad (y la capacidad) de traducir maduran lentamente.
La poesía italiana más reciente ha sufrido un viraje estilístico muy fuerte. Si tuviera que usar una etiqueta un poco obvia, hablaría de “neoclasicismo posmoderno”. La influencia de las neovanguardias ha terminado e incluso Zanzotto, aun contando con admiradores, no tiene seguidores. Penna, el último Montale, un poco el último Pasolini, sobre todo Caproni, algo menos Sereni, Bertolucci y Luzi, son los antecedentes de la nueva poesía. Pero la tentación de saltar hacia atrás el siglo XX es todavía más fuerte: vuelve a emerger en formas inesperadas y reinventadas la tradición del verso italiano, desde Cavalcanti al Barroco y a Metastasio. Tal vez el dato nuevo más evidente es la nueva centralidad de Sandro Penna, que ha abierto el camino a un nuevo uso del lenguaje hablado más suelto y al verso identificable de acuerdo con la tradición.
Hoy el traductor de poesía italiana (hablo de la mejor) debería saber encontrar formas de convivencia entre la lengua de uso extraliteraria y variadas formas clásicas, que se vuelven a usar de un modo más o menos manierista, a veces por un proyecto consciente, otras veces como una herencia casi innata y completamente natural.

[1] Juego de palabras del autor entre los pronombres indefinidos “qualsiasi autore”, “qualunque tema o libro o questione letteraria” y los adjetivos valorativos (negativos) “una critica qualunque, una traduzione qualunque”. En la Argentina, se emplea una forma adjetival semejante en el registro coloquial juvenil: “es (una persona, una obra, un objeto, una actitud, etc.) cualquiera” (N. del T.).

[2] “Charla” en dialecto del Véneto (N. del T.).

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