Poeta,traductor y periodista, el argentino Jorge Aulicino escribió esta verdadera toma de posición respecto de la traducción de poesía –que mucho tiene de arte poética– para el dossier dedicado a la traducción del Diario de Poesía (Nº 10, primavera de 1988)
Elogio de la traducción
El problema de la traducción se me presentó cuando alguien dijo ante mí lo que seguramente había escuchado de otro, quien lo leyera en alguna parte: que aquél que no domine tres o cuatro lenguas está inhabilitado para la poesía. Se me dijo que todo gran poeta tiene otro idioma, uno por lo menos, además del natal.
Se me ocurrió argumentar que eso no es más que un dato estadístico: que la mayor parte de los poetas conocidos y considerados atendibles tenga otro idioma además del natal, no prueba nada en sí mismo. Dije incluso que se podía escribir buena poesía conociendo muy bien la lengua propia y tomando por originales las versiones de poemas de otras lenguas que a uno le entusiasmen. Rieron en mi cara. Dijeron que tomar por originales las versiones de poemas de otras lenguas me colocaría siempre en posición peligrosa. Que, aunque yo no pudiera darme cuenta, la poesía traducida no es la misma poesía que escribió el autor en su lengua y, casi casi, ni siquiera es poesía. Se me advirtió que algo serio podía perturbar mi relación con la lengua si me entusiasmaba demasiado con los fantasmas danzantes de otras lenguas. Por ejemplo: podía emprender una crítica de mi propia lengua desde esos testimonios fantasmales de otras literaturas. Una crítica que carecería de sentido, porque, ¿en nombre de qué inglés -por ejemplo- yo podría decir que el castellano es adiposo o hiperadjetivo? Reconozco que este argumento tiene cierta sutileza. Me parece que no podría decir tales cosas del castellano en nombre del inglés –puesto que sé muy poco de inglés–, pero de todos modos podría decirlas. Y queda sin contestar ni demostrar que las versiones al castellano de poemas de otras lenguas no puedan tomarse por poemas sólo por su condición de versiones.
De todos modos, caí en pesadumbre. Hubieron de ilustrarme las controversias de los traductores, supuestos baqueanos de otros idiomas, acerca del beneficio dudoso que me reportaría el reemplazarlos en su trabajo.
Había hecho ya de mí un personaje resignado a ser, a lo sumo, un buen poeta barrial, pero dada mi escasa dedicación a ese trabajo, comencé a plantearme dos cuestiones: ¿es posible seguir hablando de traducción? Y sobre todo, ¿resulta o no legítimo dejarse impregnar por las versiones de poetas de otros idiomas que a uno parecen entusiasmarlo? Vamos a ver, me dije. Y fui a ver. Un siglo atrás, Bartolomé Mitre, a quien llamaban "el loco" –y bien simpático que lo hace el mote– tradujo La divina comedia, de Dante Alighieri, de manera tal que hasta el más ignorante de la lengua original (el toscano) proclamó la versión por lo menos abominable. Pude escuchar el original recitado. Comprendo bastante algunos cantos de la Comedia; alcanzo a darme cuenta qué cosa es la obra en su idioma original. Sin embargo, no me hace tanto escozor la versión de Mitre. El "loco" hizo algo pasible dé ser gustado en su época. Yo diría casi en el nivel popular. Pasó a un lenguaje literario en boga entonces, y que presentía el modernismo de Rubén Darío, una obra que en definitiva había sido escrita en el lenguaje de su tiempo y sobre todo para ser gustada. La versión de Mitre huele a canto. ¿Me importa cuántas veces suena cursi o traiciona el sentido del original sacralizado, que por su parte muchas veces se retuerce para satisfacer la eufonía?
Escuché más tarde, leído por buenas voces según creo, "El cuervo" de Edgar Poe. Ya saben: es un modelo de musicalidad. Basta escucharlo, sin saber un pepino de inglés, para comprender dónde está lo exaltador del poema. No hace falta leer el análisis que hizo Poe de su propia obra -que vendió como reglas previas y meditadas de composición- para darse cuenta de que toda la gravedad del asunto descansa en el sonido de la palabra more.
Más tarde aun leí "El cuervo" en distintas versiones que me hicieron pensar nuevamente en la terrible desgracia de no comprender muy bien el inglés. Hasta que encontré la clásica traducción de Pérez Bonalde, aquella que comienza: "Una fosca medianoche, cuando en tristes reflexiones/ sobre más de un raro infolio de olvidados cronicones" y debo decir que la disfruté enormemente. Y no sé si su musiquita y la sucesión de arcaísmos, y aún la barbaridad de utilizar la palabra avechucho para que rimara con mucho, dista del efecto general que un poema, escrito en cualquier lengua, debe provocar para ser considerado un objeto de ese orden.
Mitre, Pérez Bonalde hicieron, supongo, una poesía elemental, donde la infatuación de los términos contrasta con el infantilismo de la rima. Pero me pregunto si la rima no es siempre un recurso infantil, primitivo. Sí, sé que uno lee a San Juan de la Cruz y se deslumbra por el equilibrio de sentido y sonido; supongo que eso no se puede traducir a otro idioma sin alterar o el sentido o el sonido. Paul Valéry dice haber descubierto a un monje que logró el efecto sonoro de San Juan de la Cruz en una versión francesa. Alterando la métrica, cambiando el sentido, recreando. Muy bien, pero, ¿importa haber leído a Dante o Poe en versiones llamémosle de tabernas? Estas recreaciones de Poe y Alighieri, ¿son o no son poesía?.
No pretendo defender ninguna traducción, sino ciertas obras que tengo ante mi vista: esas obras que firman Pérez Bonalde y Bartolomé Mitre. Además, ¿qué pasa cuando Rubén Darío escribe: "Era un aire suave de pausados giros, / el hada armonía ritmaba sus vuelos"? ¿Botamos a Darío por saber que giros inevitablemente va a rimar con suspiros y que vuelos no puede sino buscar un sonido semejante -dada la atmósfera del poema- en algo así como violonchelos? ¿Nos caemos de la silla cuando Quevedo rima postrera con lisonjera? ¿Qué invento, qué perfección esperamos de la rima? Una computadora nos revelaría que el número de sus combinaciones es limitado y, sin computadora, podemos comprobar que los sustantivos adjetivados promueven sus formas más fáciles y que la poesía del Siglo de Oro no hace ascos a esos facilismos. La fórmula perfecta de San Juan –una eufonía discreta basada en recursos simples y previsibles–, no elude la cuestión de que lo importante, aún en él, puede ser el sentido. ¿Qué podría yo lamentar de una versión de Darío al inglés? ¿Que no se mantenga la rima de giros con suspiros? Allá ellos. Me resultaría grato, claro, que un traductor les dé a los ingleses una versión poética que funcione con la necesaria autonomía del texto que la generó.
Ajustado a esto, a este valor de la versión como obra, diré que "Las flores del mal" es un libro menor, muy irregular. Hablo del libro firmado por Nidya Lamarque y publicado por la editorial Losada.
Es legítimo, concluyo, dejarse impregnar por las versiones de poesías de otra lenguas en tanto esas versiones nos venzan. Somos grandes traductores y escribimos -como a veces nos dicen- poesía de traducción. Nos hemos dedicado a esa tarea mucho más que otros poetas de habla hispana: [Girri = Wallace Stevens, Williams, Lowell, Hopkins, Eliot; [Alonso = Ungaretti, Pavese, Pessoa]; [Armani = Montale, Pavese, Quasimodo]; [Borges = Whitman]; [Wilcock = Eliot]; [Molina y Girondo=Rimbaud]; [Lila Guerrero = Maiakovsky ]; [Juan Antonio Vasco = e.e. cummings]; [Kovadloff = Pessoa, Ferreira Gullar]... Construimos heterónomos: leímos a Stevens sabiendo que era un invento de Girri; a Rimbaud como personaje de Oliverio y Molina... Otras versiones nos parecieron inferiores, nos alejaron del poeta, no nos parecieron obras, sino simple acto administrativo. Montale es una afortunada creación de Armani y, Pasolini, un gran personaje de Rodolfo Alonso. Hago justicia con un español: Jorge Guillen, que hizo poesía con Valéry.
Resulta evidente que mencioné poetas, no traductores, pero es independiente de su calidad de poetas en sus propias obras lo que hayan logrado con las de sus traducidos. No quiero saber si Eliot fue poeta en su tierra por razones diferentes a las que nos muestran las versiones de Wilcock y Girri. Me dicen que Stevens utilizaba la rima... ¿Me importa? Creo que no. Villon no fue poeta para mí hasta que lo tradujo Rubén Reches. ¿Es de naturaleza más real el Villon de Reches que el Sidney West inventado directamente por Juan Gelman?
Afortunadamente, entre nosotros, la traducción de poesía estuvo casi siempre a cargo de poetas que supieron ser tales al traducir. Octavio Paz, en cambio, demuestra que puede dejar de ser poeta en absoluto en algunas traducciones. Celebro haberme formado con magnífica obras de poesía debidas a autores que se enamoraron de poetas de otras lenguas, leyéndolos en sus originales. No creo que esto haya alterado mi percepción de la respiración y el ritmo de la poesía en mi propia lengua. Cada vez que una traducción me sedujo, fue porque hablaba el mismo idioma que yo buscaba en mis contemporáneos en mi misma lengua. Se me ocurre que quienes postulan leer en idioma original como única alternativa a los problemas equívocos de la traducción, hablan con la voz de la Academia, del gracejo español y del imperialismo retórico y retrógrado. Gracias a Dios, este fue un país que tradujo: reescribió la cultura de su tiempo y dejó para otros la pedantería provinciana de la rima bien lograda que menosprecia el trabajo intenso en el terreno del sentido. Y encontró allá lo que también busca acá. Quizá por eso Borges no se molestó en traducir la obra de poetas ingleses que manifiestamente admiraba: era mejor, supuso, escribir como ellos. Otros, menos mal, nos inventaron poetas, hasta el punto de crear la ilusión de que aquí leímos poesía francesa, inglesa o italiana como el que más. Celebro esto en mis maestros. La Argentina es, en parte gracias a ellos, un país cuyo signo nacional está en su capacidad de inventarse el mundo a su medida. Por eso, es un país que culturalmente existe.
Se me ocurrió argumentar que eso no es más que un dato estadístico: que la mayor parte de los poetas conocidos y considerados atendibles tenga otro idioma además del natal, no prueba nada en sí mismo. Dije incluso que se podía escribir buena poesía conociendo muy bien la lengua propia y tomando por originales las versiones de poemas de otras lenguas que a uno le entusiasmen. Rieron en mi cara. Dijeron que tomar por originales las versiones de poemas de otras lenguas me colocaría siempre en posición peligrosa. Que, aunque yo no pudiera darme cuenta, la poesía traducida no es la misma poesía que escribió el autor en su lengua y, casi casi, ni siquiera es poesía. Se me advirtió que algo serio podía perturbar mi relación con la lengua si me entusiasmaba demasiado con los fantasmas danzantes de otras lenguas. Por ejemplo: podía emprender una crítica de mi propia lengua desde esos testimonios fantasmales de otras literaturas. Una crítica que carecería de sentido, porque, ¿en nombre de qué inglés -por ejemplo- yo podría decir que el castellano es adiposo o hiperadjetivo? Reconozco que este argumento tiene cierta sutileza. Me parece que no podría decir tales cosas del castellano en nombre del inglés –puesto que sé muy poco de inglés–, pero de todos modos podría decirlas. Y queda sin contestar ni demostrar que las versiones al castellano de poemas de otras lenguas no puedan tomarse por poemas sólo por su condición de versiones.
De todos modos, caí en pesadumbre. Hubieron de ilustrarme las controversias de los traductores, supuestos baqueanos de otros idiomas, acerca del beneficio dudoso que me reportaría el reemplazarlos en su trabajo.
Había hecho ya de mí un personaje resignado a ser, a lo sumo, un buen poeta barrial, pero dada mi escasa dedicación a ese trabajo, comencé a plantearme dos cuestiones: ¿es posible seguir hablando de traducción? Y sobre todo, ¿resulta o no legítimo dejarse impregnar por las versiones de poetas de otros idiomas que a uno parecen entusiasmarlo? Vamos a ver, me dije. Y fui a ver. Un siglo atrás, Bartolomé Mitre, a quien llamaban "el loco" –y bien simpático que lo hace el mote– tradujo La divina comedia, de Dante Alighieri, de manera tal que hasta el más ignorante de la lengua original (el toscano) proclamó la versión por lo menos abominable. Pude escuchar el original recitado. Comprendo bastante algunos cantos de la Comedia; alcanzo a darme cuenta qué cosa es la obra en su idioma original. Sin embargo, no me hace tanto escozor la versión de Mitre. El "loco" hizo algo pasible dé ser gustado en su época. Yo diría casi en el nivel popular. Pasó a un lenguaje literario en boga entonces, y que presentía el modernismo de Rubén Darío, una obra que en definitiva había sido escrita en el lenguaje de su tiempo y sobre todo para ser gustada. La versión de Mitre huele a canto. ¿Me importa cuántas veces suena cursi o traiciona el sentido del original sacralizado, que por su parte muchas veces se retuerce para satisfacer la eufonía?
Escuché más tarde, leído por buenas voces según creo, "El cuervo" de Edgar Poe. Ya saben: es un modelo de musicalidad. Basta escucharlo, sin saber un pepino de inglés, para comprender dónde está lo exaltador del poema. No hace falta leer el análisis que hizo Poe de su propia obra -que vendió como reglas previas y meditadas de composición- para darse cuenta de que toda la gravedad del asunto descansa en el sonido de la palabra more.
Más tarde aun leí "El cuervo" en distintas versiones que me hicieron pensar nuevamente en la terrible desgracia de no comprender muy bien el inglés. Hasta que encontré la clásica traducción de Pérez Bonalde, aquella que comienza: "Una fosca medianoche, cuando en tristes reflexiones/ sobre más de un raro infolio de olvidados cronicones" y debo decir que la disfruté enormemente. Y no sé si su musiquita y la sucesión de arcaísmos, y aún la barbaridad de utilizar la palabra avechucho para que rimara con mucho, dista del efecto general que un poema, escrito en cualquier lengua, debe provocar para ser considerado un objeto de ese orden.
Mitre, Pérez Bonalde hicieron, supongo, una poesía elemental, donde la infatuación de los términos contrasta con el infantilismo de la rima. Pero me pregunto si la rima no es siempre un recurso infantil, primitivo. Sí, sé que uno lee a San Juan de la Cruz y se deslumbra por el equilibrio de sentido y sonido; supongo que eso no se puede traducir a otro idioma sin alterar o el sentido o el sonido. Paul Valéry dice haber descubierto a un monje que logró el efecto sonoro de San Juan de la Cruz en una versión francesa. Alterando la métrica, cambiando el sentido, recreando. Muy bien, pero, ¿importa haber leído a Dante o Poe en versiones llamémosle de tabernas? Estas recreaciones de Poe y Alighieri, ¿son o no son poesía?.
No pretendo defender ninguna traducción, sino ciertas obras que tengo ante mi vista: esas obras que firman Pérez Bonalde y Bartolomé Mitre. Además, ¿qué pasa cuando Rubén Darío escribe: "Era un aire suave de pausados giros, / el hada armonía ritmaba sus vuelos"? ¿Botamos a Darío por saber que giros inevitablemente va a rimar con suspiros y que vuelos no puede sino buscar un sonido semejante -dada la atmósfera del poema- en algo así como violonchelos? ¿Nos caemos de la silla cuando Quevedo rima postrera con lisonjera? ¿Qué invento, qué perfección esperamos de la rima? Una computadora nos revelaría que el número de sus combinaciones es limitado y, sin computadora, podemos comprobar que los sustantivos adjetivados promueven sus formas más fáciles y que la poesía del Siglo de Oro no hace ascos a esos facilismos. La fórmula perfecta de San Juan –una eufonía discreta basada en recursos simples y previsibles–, no elude la cuestión de que lo importante, aún en él, puede ser el sentido. ¿Qué podría yo lamentar de una versión de Darío al inglés? ¿Que no se mantenga la rima de giros con suspiros? Allá ellos. Me resultaría grato, claro, que un traductor les dé a los ingleses una versión poética que funcione con la necesaria autonomía del texto que la generó.
Ajustado a esto, a este valor de la versión como obra, diré que "Las flores del mal" es un libro menor, muy irregular. Hablo del libro firmado por Nidya Lamarque y publicado por la editorial Losada.
Es legítimo, concluyo, dejarse impregnar por las versiones de poesías de otra lenguas en tanto esas versiones nos venzan. Somos grandes traductores y escribimos -como a veces nos dicen- poesía de traducción. Nos hemos dedicado a esa tarea mucho más que otros poetas de habla hispana: [Girri = Wallace Stevens, Williams, Lowell, Hopkins, Eliot; [Alonso = Ungaretti, Pavese, Pessoa]; [Armani = Montale, Pavese, Quasimodo]; [Borges = Whitman]; [Wilcock = Eliot]; [Molina y Girondo=Rimbaud]; [Lila Guerrero = Maiakovsky ]; [Juan Antonio Vasco = e.e. cummings]; [Kovadloff = Pessoa, Ferreira Gullar]... Construimos heterónomos: leímos a Stevens sabiendo que era un invento de Girri; a Rimbaud como personaje de Oliverio y Molina... Otras versiones nos parecieron inferiores, nos alejaron del poeta, no nos parecieron obras, sino simple acto administrativo. Montale es una afortunada creación de Armani y, Pasolini, un gran personaje de Rodolfo Alonso. Hago justicia con un español: Jorge Guillen, que hizo poesía con Valéry.
Resulta evidente que mencioné poetas, no traductores, pero es independiente de su calidad de poetas en sus propias obras lo que hayan logrado con las de sus traducidos. No quiero saber si Eliot fue poeta en su tierra por razones diferentes a las que nos muestran las versiones de Wilcock y Girri. Me dicen que Stevens utilizaba la rima... ¿Me importa? Creo que no. Villon no fue poeta para mí hasta que lo tradujo Rubén Reches. ¿Es de naturaleza más real el Villon de Reches que el Sidney West inventado directamente por Juan Gelman?
Afortunadamente, entre nosotros, la traducción de poesía estuvo casi siempre a cargo de poetas que supieron ser tales al traducir. Octavio Paz, en cambio, demuestra que puede dejar de ser poeta en absoluto en algunas traducciones. Celebro haberme formado con magnífica obras de poesía debidas a autores que se enamoraron de poetas de otras lenguas, leyéndolos en sus originales. No creo que esto haya alterado mi percepción de la respiración y el ritmo de la poesía en mi propia lengua. Cada vez que una traducción me sedujo, fue porque hablaba el mismo idioma que yo buscaba en mis contemporáneos en mi misma lengua. Se me ocurre que quienes postulan leer en idioma original como única alternativa a los problemas equívocos de la traducción, hablan con la voz de la Academia, del gracejo español y del imperialismo retórico y retrógrado. Gracias a Dios, este fue un país que tradujo: reescribió la cultura de su tiempo y dejó para otros la pedantería provinciana de la rima bien lograda que menosprecia el trabajo intenso en el terreno del sentido. Y encontró allá lo que también busca acá. Quizá por eso Borges no se molestó en traducir la obra de poetas ingleses que manifiestamente admiraba: era mejor, supuso, escribir como ellos. Otros, menos mal, nos inventaron poetas, hasta el punto de crear la ilusión de que aquí leímos poesía francesa, inglesa o italiana como el que más. Celebro esto en mis maestros. La Argentina es, en parte gracias a ellos, un país cuyo signo nacional está en su capacidad de inventarse el mundo a su medida. Por eso, es un país que culturalmente existe.
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