viernes, 20 de marzo de 2020

Un programa de vida: traducción y miseria


Los lectores de este blog conocen sobradamente a Andrés Ehrenhaus, razón por la cual huelga volver a presentarlo como el excelente narrador que es, sin mencionar su traducción de la poesía completa de  William Shakespeare. Como no puede con su genio –y en este artículo especialmente escrito, así lo confiesa–, acaba de traducir la poesía completa de Edgar Allan Poe. Y como una cosa trae la otra, escribió lo que sigue.

Pasión por la miseria

No traduzcamos más, escribí hace un tiempo, en este mismo espacio. Basta, no les hagamos más el juego a los buitres que nos hambrean. Que traduzcan ellos. Que se bajen los pantalones y traduzcan en bolas, como nuestros hermanos los indios. Y sin embargo… seguimos, seguí traduciendo.

No conozco traductor bueno, y por bueno entiendo traductor apasionado, que sea capaz de dejar de ejercer su oficio durante un prolongado período de tiempo, salvo que se vea privado de su libertad o forzado a la inacción por motivos ajenos a su volición: pero incluso sin manos, incluso sin voz, incluso sin motivo uno sigue traduciendo.

¡No traduzcamos más, colegas, camaradas, atenienses!, clamé entonces. Y sin embargo…

Pero no ha de culparse a nadie de esa renuncia al pataleo sino a mí. Nadie tan culpable como yo, nadie más responsable que yo, nadie más traidor que yo, que fui quien llamó a la desobediencia y, también, a la vez, el primer obsecuente que no dejó nunca de traducir, incluso a precios de ganga, con tarifas de vergüenza, por monedillas tan manoseadas que casi no tenían relieve ni valor. Que no se culpe a nadie sino a mí, el bribón de dos caras, el que ruge hacia fuera como un león herido y gime en la soledad de su duro banco ergonómico mientras pergeña línea a línea una traducción tras otra, con el lomo agachado y la mirada huidiza del inconsecuente consuetudinario. Qué fácil es llamar a la revuelta y dejar que algún incauto ponga el pechito tierno mientra uno traiciona sus propios postulados sin apenas un remordimiento. ¡Y qué difícil a la vez!

Para qué pelear contra la naturaleza humana: los habrá que siempre traduciremos y los que siempre nos pagarán mal, peor, fatal, deleznablemente. Así como a nosotros nos gusta traducir, a ellos les gusta pagar mal. Si nosotros disfrutamos con una frase o –¡peor pagado aún!– un verso redondo, ellos lo hacen con una factura risible, con un impago, con un reclamo balbuciente y jamás escuchado, no digamos ya satisfecho.

No peleemos, pues, colegas, camaradas. Yo, al menos, ya ni peleo ni llamo a la pelea. La inanición es mejor camino. Trabajar mucho, cobrar poco o nada, desfallecer, morir. To work, to faint, perchance to die. La literatura traducida seguirá germinando sobre nuestros fértiles restos y, como en los cementerios judíos, siempre habrá nuevas capas tectónicas de tumbas para cubrir a las anteriores con sus historias de traducción y miseria.

Y como la bondad tiene límites claros pero la maldad no, aún falta por venir el editor que nos pida dinero a cambio de nuestro trabajo. Y sea premiado por ello.

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