Josefina Cornejo
publicó el siguiente texto en El Trujamán del 28 de julio pasado.
¿Quién lo ha traducido?
Ayer,
a las nueve de la tarde, puse el punto final, por fin, a un proyecto que me ha
traído por la calle de la amargura estos tres últimos meses. Acabo de enviarlo
a la editora. Está entregado, mi parte está hecha. Pero ahora me asalta otra
preocupación. ¿Se venderá bien? ¿Gustará el libro? Mejor dicho, ¿gustará la
traducción?
He
traducido documentos privados de cierto personaje que no ha pasado a la
historia por sus grandes hazañas en pos del progreso de la humanidad. Será
recordado más bien como artífice, autor e impulsor de una de las mayores
matanzas de las que fue testigo el siglo que dejamos atrás hace ya unos años.
He vertido al español, pues, la cotidianidad familiar de tan infame figura. Y
resulta que, más allá del valor histórico que puedan representar, puesto que se
concibieron en los años de mayor terror y crueldad, tales escritos están
repletos de faltas ortográficas, hacen gala de una pobre sintaxis, ignoran las
reglas de puntuación y utilizan un alemán llano, muy llano, que solo de vez en
cuando se adorna un poco. En fin, este señor, que pronunció discursos
rimbombantes con una retórica en ocasiones un tanto complicada, en los que
gustaba de referencias a grandes autores del pasado y en los que de continuo
evocaba a sus ancestros, los dioses nórdicos y las raíces privilegiadas y
exclusivas de su pueblo, en su vida privada resulta anodino y, pese a escribir
mucho, descubrimos que no lo hacía muy bien. Sus cartas y diarios nos muestran
a un tipo relajado que no hace gala de alardes literarios; no hay ninguna pretensión
en ellos, como tampoco la hallaremos en la traducción. No es tarea del
traductor corregir el texto, ¿cierto? Pero, ¿lo entenderá así el lector?
¿Escucharemos eso tan manido de «la traducción es muy mala»? ¿Se culpará a
quien la firma de la mediocridad del material?
Observo
desde hace un tiempo que cualquiera —sea lector asiduo, lector esporádico o
alguien que apenas haya pasado las páginas de un libro— se atreve a juzgar
nuestra labor sin más. «Qué pena cuando el libro está mal traducido», escuché
hace unas semanas de boca de una persona que se precia de leída. ¡¿Cómo?! No
creo que tenga la costumbre de leer la traducción al tiempo que la contrasta
con el original. Sinceramente, lo dudo. Entre otras cosas, porque el comentario
en cuestión lo hizo a propósito de una novela escrita en un idioma bastante
alejado del nuestro y con el que guarda bien pocas similitudes: el húngaro.
Me
viene a la memoria otra sutil observación de una compañera de mi
clase de conversación —por esto de no perder el dominio oral tras tantos años
de esfuerzo, trabajo y, admitámoslo, dinero—. Me preguntó que si traducía
libros. He de admitir que aprecio, eso sí, cierta curiosidad en el otro cuando
confiesas que te dedicas a la traducción. Asentí con la cabeza. «¡Qué interesante!»,
dijo uno de los presentes, quien también quiso saber si mi nombre aparecía
impreso. «Sí, pero, bah, la única persona que lo busca es mi madre», reconocí.
«Y yo, cuando el libro está mal traducido», afirmó otro de los que allí se
encontraban. ¿Habrase visto semejante…? No, si ahora resulta que todo el mundo
tiene nociones (¿someras?) de inglés, francés, alemán, y también de ruso,
polaco o chino, o lo que se tercie. Y, por supuesto, no se me ocurre cuestionar
el magistral manejo del español de estos lectores, ya sean asiduos, esporádicos
o que apenas hayan pasado las páginas de un libro. Faltaría más.
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