En su
columna dominical del diario Perfil, Guillermo Piro publicó lo que sigue el
domingo 29 de junio pasado.
La traducción como tributo
“Cualquier
cristiano que no es un héroe es un cerdo”, dijo Léon Bloy, frase con la que se
ganó el odio de Emile Zola, Guy de Maupassant, Renan y Anatole France. A esta
altura me preocupa poco ganarme más odios, de modo que aquí va mi variante:
“Cualquier escritor que no es un traductor es un cerdo”. No sé si Bloy se
dedicó a justificar su afirmación, pero es así como yo justifico la mía.
Desconfío
enormemente de cualquier escritor que no considera que el fruto de su pluma es
mierda. Mierda en sentido figurado, naturalmente, pero mierda al fin. Mierda en
el sentido de detritus, de despojo, de resto abandonado a sí mismo y del que es
necesario alejarse lo antes posible. Mierda. Cultivar la propia obra como un
huerto sagrado es signo de muchas cosas, pero entre todas esas cosas están el
cretinismo, la inseguridad, la estupidez, la ignorancia, la necedad y hasta
cierta suspicacia.
El
modo que muchos escritores tienen y tuvieron para pagar la deuda que implica
lanzar la propia mierda al mundo sin que nadie se lo pida consiste en colaborar
para poner en circulación la obra de otros. Algunos lo hacen editando, otros
corrigiendo, pero está bien visto que un escritor, al menos una vez en la vida,
se ocupe de traducir. Peter Handke lo hizo una vez, dedicándose a volcar al
alemán un par de novelas de su amado Emmanuel Bove: después de eso, pudo seguir
publicando su mierda en paz. Hasta Mario Benedetti, el prototipo del escritor
que nadie debe ser, tuvo la suficiente altura moral como para equilibrar el
peso de su propia mierda con la traducción de Tres mujeres, de Robert Musil. Es sabido que Julio Cortázar tradujo
a Gide, a Yourcenar, a Poe y a Daniel Defoe: otro buen modo de equiparar los
tantos. Borges tradujo a Whitman, y la cuenta está saldada. Alejandra Pizarnik,
a Marguerite Duras. Cabrera Infante tradujo a Joyce (no el Ulises, sino Dublineses).
Haruki Murakami tradujo a Raymond Carver, a John Irving y a Paul Theroux. Thomas
de Quincey, a Ludvig Holberg. La lista es interminable. Todos ellos son de
algún modo grandes fabricantes de mierda. Se me dirá que lo que querían esos
autores era medirse con los grandes frutos que ha dado la literatura universal,
pero yo creo que no, que lo que querían era pagar una deuda.
Naturalmente,
están los traductores que sólo traducen y que se privan de seguir llenando de
mierda el mundo. Mi más sincero respeto para todos ellos. Mi más sincero
respeto también para todos aquellos preocupados por poner en circulación una
literatura mejor que la propia, que antecede a la propia, o que la explica o la
comenta, o que simplemente la anula. Pero esos escritores que se dedican
solamente a escribir, como si eso fuera importante, como si hiciera falta o
como si estuviéramos esperando tal cosa, bueno, esos escritores pueden ser
llamados lisa y llanamente cerdos. Porque otra vez, como decía Léon Bloy, “el
peor mal no es el delito cometido, sino no haber obrado el bien que uno podría haber
hecho”
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