El
artículo, mal titulado, comienza con un par de lugares comunes más que
remanidos, pero después tiene lo suyo. Publicado por la revista colombiana
Arcadia el 4 de marzo pasado, con las firmas de Margaret S. de Oliveira Castro y Conrado Zuluaga, trata sobre
errores detectados en distintas traducciones de Gabriel García Márquez a diversas lenguas. En la bajada se lee: “Las
traducciones de García Márquez han dado pie a un sinnúmero de disparates. Aquí
algunos de los más extravagantes”.
Elogio a una traición
Hay
un viejo dicho italiano que dice, Traduttore,
traditore, es decir, “Traductor, traidor”. ¡Pobres traductores! De
seguro preferirían que se dijera: “Traduttore, trasformatore”.
En
árabe, difieren en algunos aspectos las versiones, se le llamaba turyuman o torjoman a
quien se dedicaba al complejo arte de “interpretar” lenguas, es decir, al
traductor. Con el paso de los años la expresión en español se convirtió en
truchimán o trujimán. Y de significar “intérprete” pasó a designar a la
“persona sagaz y astuta, poco escrupulosa en su proceder”.
Y
mientras en México ser un trucha es
ser muy listo y taimado, y en Argentina y Uruguay significa falso, fraudulento,
en Colombia el trucho es un tipo
astuto, pícaro. En El general en su laberinto García
Márquez pone en boca de Bolívar la siguiente expresión: “Claro que todos son
unos santos varones al lado del truchimán de Santander”. Los traductores de la
obra al inglés, francés y alemán, tradujeron este truchimán como “bastardo
escurridizo” en inglés; como “crápula” en francés –o sea, según la academia
española, ‘hombre de vida licenciosa’– y, por último, como “tramposo” o
“tunante”, en alemán. Aquí ya puede el lector hacerse una idea más precisa de
las trampas insidiosas de la traducción. Ahora bien, a la luz de este ejemplo,
¿los traductores al inglés y al francés en la cuestión de “el truchiman de
Santander”, traicionaron a García Márquez? Si bien es cierto que no le atinan
con la precisión del traductor alemán, logran reflejar la carga negativa que
encierra el término.
Y
con ese consuelo se tendrán que conformar los lectores de García Márquez en
Australia, Uganda y la
Conchinchina. Y , claro está, todos los lectores monolingües.
Porque sin la traducción no tendríamos acceso a gran parte del patrimonio
literario mundial. Sólo a través de los aciertos y de las aproximaciones –que
en muchas ocasiones son errores crasos de los traductores- es la única forma de
acercarse a laa literaturas de otros idiomas, sin tener que aprender, al menos,
una docena de idiomas. Es la única posibilidad de que aquellos talentos
maravillosos que fueron capaces de recrear una atmósfera y penetrar una
intimidad puedan ser leídos por lectores de otras latitudes, ansiosos por
alcanzar, así sea desde la distancia insoslayable de la lectura, las alturas
alcanzadas por esos creadores.
Así
como los conductores cuentan con la
Virgen del Carmen para que los libre de las acechanzas de la
carretera y las imprudencias de los demás conductores, los traductores también
cuentan con un santo patrón, San Jerónimo, para que los ponga a salvo de la
exuberancia lingüística de un autor o de la proliferación de expresiones de un
idioma. San Jerónimo sostenía que bastaba con captar el sentido de la palabra
en un idioma para poder traspasarla a otro. Para él todo era traducible. Por su
parte, Gregory Rabassa, traductor al inglés de García Márquez, Vargas Llosa,
Cortázar, Asturias y otros más –y del cual el Nobel colombiano ha dicho con una
de sus frases pontificales que su versión de Cien
años de soledad es mejor que el original en español–
afirma que la traducción perfecta es imposible, que la gente pretende tener una
reproducción exacta, pero lo más que el traductor puede lograr es apenas una
aproximación. Sin embargo, se dice que fue gracias a las traducciones al inglés
de Gregory Rabassa que fue posible la selección de García Márquez para el
premio Nobel.
En
cuanto a errores, hasta el traductor más experimentado puede cometer uno o
varios desaciertos. El mismo San Jerónimo es responsable de uno de los más
célebres en la historia. Al traducir el Antiguo Testamento del hebreo al latín,
en el pasaje cuando Moisés desciende del Monte Sinaí con las tablas de la ley
en sus manos, el libro de El Éxodo dice que el rostro de Moisés ‘brillaba’,
‘resplandecía’. Pero resulta que la palabra hebrea para brillo, resplandor, karán, tiene un gran parecido fonético con
keren, que significa cuerno (recordemos que en hebreo se escribía sin vocales).
El santo optó por la opción alterna y el pobre Moisés pasó de iluminado a
cornudo. De ahí los dos pequeños cuernos que adornan la frente de Moisés en la
prodigiosa escultura de Miguel Ángel en la basílica de San Pedro Encadenado en
Roma. Sin duda, se trata de uno de los pocos errores de traducción
inmortalizados en mármol, tal vez el único.
Después
de eso hay que perdonar disparates como los siguientes:
•
En La mala hora, el empresario del circo declara
“compramos a peso todo gato que nos lleven sin preguntar de dónde salió, para
alimentar a las fieras”. Los traductores al inglés y al alemán tradujeron
respectivamente: “compramos por libra”, el primero; “compramos según el peso”,
el segundo. Aquí también, en la versión francesa el bollo limpio se transforma
en tostada de pan blanco, las cananas en armas y un mosquitero de punto en
mosquitero de encaje. En inglés será bordado.
•
Cuando en El otoño del patriarca se
describe a los indios nativos, repitiendo el texto una frase de Colón: “son de
la color de los canarios, ni blancos ni negros”, en inglés serán “canarios”
como los pájaros. Eso sí, ni blancos ni negros. De la misma forma la burundanga
se convierte en fruta (inglés), el coralibe en pescador de corales (alemán), la
marimonda en homosexual (inglés), el rumbero en explorador (alemán), las
tiendas en cantinas (francés) o carpas (alemán), las trinitarias no son
buganvilias sino pensamientos (inglés y alemán), las cantinas de vereda son
cafés con terraza (inglés), los labios yertos son delgados (francés y alemán)
un zambapalo no es un riña o gresca sino una danza (francés e inglés) y las
zapatillas no son zapatos de calle sino pantuflas (francés y alemán)
•
En Crónica de una muerte anunciada, el hermano
del narrador “no olvidó nunca el trago mortal que le ofreció Pedro Vicario:
“‘Era candela pura’, me dijo”. En la traducción francesa esa candela pura se
convierte en cera hirviendo y el café cerrero en café de los cerros.
•
En El amor en los tiempos del cólera el
lector se entera de que las mujeres de la clase de Fermina Daza “solían
encerrarse en grupos a hablar de hombres y a fumar, y aun a beber aguardiente
de a dos cuartillos hasta quedar tiradas por los suelos como una marimonda de
albañil”. No lo pondrán en duda ni un instante los lectores de la versión
en inglés, en donde resultan bebiéndose hasta dos litros de aguardiente. Y las
mujeres salen a la calle y soportan el sol abrasador del Caribe “sin más
protección contra el sol que los paraguas de diario”. En la versión francesa
dice literalmente “paraguas de papel periódico”.
•
En La mala hora “el
camellón” donde los hombres se reunían a conversar, se convierte en la versión
alemana en el abrevadero o bebedero de los animales.
•
En el cuento Blacamán el bueno, vendedor de milagros el
narrador tiene “camisas de gusano legítimo”. Bien se sabe que eso significa que
son de seda pura. Pero como en Cuba un “gusano” es un contrarrevolucionario, en
la traducción alemana, Blacamán habla de sus “elegantes camisas de
reaccionario”.
•
En El otoño del patriarca un
“macaco” se convierte en la versión alemana en un “papagayo”, es decir que de
mico se transforma en loro. Al viejo dictador “se le pasó la ventolera de
preguntar si lo querían o no lo querían”. En inglés al patriarca se le pasó “la
pedorrera”. Y la pava no es la mala suerte sino la hembra del pavo (francés y
alemán).
•
En El general en su laberinto las
“callecitas yertas” se convierten en la versión al inglés en “calles tiesas y angostas”.
Y la mestiza en mulata (inglés), los zamarros son abrigos de lana de cordero
(francés) y el huevo tibio no es ni frío ni caliente (francés y alemán).
•
En Los funerales de la mamá grande un
personaje está tan peludo que parece un capuchino, pero ningún traductor lo
asocia con el mono capuchino y lo traducen como religioso de la orden de san
Francisco. Y los mamadores de gallo de la Cueva son criadores de gallos (inglés) o
cebadores de gallos (alemán). Una franela no es una camiseta sino una camisa
hecha de la tela de ese nombre (francés, inglés, alemán).
Esta
relación podría eternizarse a la manera del cuento del gallo capón –una de las
entretenciones en Macondo durante la peste del insomnio– pero como no se trata
de elevar contra nadie un pliego de cargos, sino apenas de mostrar las
dificultades insalvables que afrontan los traductores, es bueno recordar,
aunque sea brevemente, otras desventuras de este oficio tantas veces
vilipendiado.
Vera
Székács, la traductora oficial al húngaro de toda la obra de García Márquez
cuenta cómo tuvo que hacer grandes esfuerzos e intercambiar con el autor una
nutridísima correspondencia para logar con éxito la traducción de Cien años de soledad, cuando todos los
traductores del español de la editorial en donde trabajaba se negaron a hacerlo
y debió ser ella quien afrontó el desafío y pasó de ser lectora en español a
traductora oficial.
Los
autores son conscientes de esos escollos que se les presentan a los
traductores. A veces su opiniones ayudan, aunque a veces también confunden. En
la edición brasileña de Cien
años de soledad hay dos episodios que ilustran
esta circunstancia mejor que nada. En el último capítulo, cuando el sabio
catalán pretende llevar consigo los baúles con sus cuadernos manuscritos, “se
soltó en improperios cartagineses contra los inspectores del ferrocarril que
trataban de mandarlos como carga,…” En la nota de pie de página dice:
“Explicación del autor a la traductora: ‘Es una arbitrariedad mía: supongo que
la lengua catalana es la misma que se usaba en Cartago, lengua fenicia de
mercaderes malcriados. La traducción debe ser literal’”.
Unas
páginas atrás, en el penúltimo capítulo la primera frase dice “Amaranta Úrsula
regresó con los primeros ángeles de diciembre…” En la edición brasileña hay una
maravillosa nota aclaratoria: “Explicación del autor a la traductora: ‘La
traducción debe ser literal, porque todo el mundo sabe que los ángeles llegan
en diciembre. ¿Acaso usted no los ha visto nunca?’”.
En
el libro de Umberto Eco Decir
casi lo mismo. Experiencias de traducción, el autor italiano
empieza por hacerse la pregunta ¿qué significa traducir?, para responderse él
mismo: ‘Quisiéramos dar esta primera respuesta que tranquiliza: dccir lo mismo
en otra lengua. Sin embargo, para comenzar –continúa Eco– nos cuesta definir lo
que significa ‘decir lo mismo’ (…) Luego, frente al texto por traducir, no
sabemos qué es la ‘cosa’. Por último, en ciertos casos, dudamos hasta de lo que
significa ‘decir’”. Trescientas páginas más adelante, en las conclusiones, anota:
“La ‘fidelidad’ evidente de las traducciones es más bien la convicción de que
la traducción siempre es posible, cuando el texto original se interpreta con
una complicidad apasionada, en el empeño de identificar lo que representa el
sentido del texto, y capacidad de negociar a cada instante la solución que
parece más exacta”.
Sería
muy ilustrativo que un día los propios traductores contaran sus desvelos y
pesadillas mientras intentan, solícitos, el traspaso de una lengua, una forma
de mirar y de contar, de una cultura a otra. Los lectores –entre tanto– debemos
dar gracias de su existencia, incluso los que despotricamos contra ese oficio,
el de los intérpretes, pues sin ellos nos habríamos perdido muchos buenos
libros aunque en el empeño terminen por traicionar a los autores.
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