viernes, 18 de julio de 2014

"La renuncia de la autoría de una traducción no sólo no es legal, sino que es ontológicamente imposible"

El viernes 11 de julio pasado, mientras millones de personas se comían las uñas tratando de adivinar si Alemania o la Argentina iban a ser campeones, Andrés Ehrenhaus, ocioso como siempre y a espaldas de sus connacionales, mientras en una esquina de Barcelona se dedicaba a vender las últimas banderitas argentinas (y alemanas) que les había obligado a pintar de apuro a sus hijos, se dedicaba a publicar el siguiente texto en El Trujamán. Hoy, porque se nos da la gana, lo reproducimos.

Como lluvia que cae. Un decálogo de cajón

1-Decir traducción literaria es incurrir en pleonasmo. Toda traducción es intrínsecamente literaria, del mismo modo que todo texto lo es, al menos para una de las tres patas que componen el hecho textual: la poética, la estética y la catártica. Un texto que no ha sido producido por nadie, que no es recibido por nadie y que no comunica nada sencillamente no es un texto.

2-No hay traducción sin autor, del mismo modo que no hay texto sin alguien o algo que lo hayan generado. Ni siquiera una máquina, virtual, analógica o mecánica (verbigracia, su creador u operador), está exenta de responsabilidades y derechos autorales.

3-La comunicación de toda traducción en el sistema ultramercadista genera una plusvalía que no es percibida por su o sus autores, como si éstos cesaran de existir a partir de la poiésis o, incluso, como si la traducción no ocurriese en un tiempo y un espacio reales y, por tanto, careciera a efectos prácticos de autoría.

4-La renuncia de la autoría de una traducción es, pues, un acto de birlibirloque económico, de ventriloquía o de enajenación ideológica. No sólo no es legal sino que es ontológicamente imposible. Así, el texto parececarecer de autor pero, de hecho, jamás dejará de tenerlo.

5-Toda traducción es un acto de violencia sanguinaria. El paradigma del traductor es Macbeth, que tras su victoriosa asonada vive con las manos manchadas de sangre. Ni siquiera su alter ego Pierre Menard ha conseguido no manchárselas. Ergo, la necesidad exime al traductor de la culpa, pero no de la responsabilidad de la sangría.

6-Toda traducción implica una voluntad cultural y, por consiguiente, política. Asimismo la edición, distribución y venta de toda traducción, responsabilidad que deberían asumir con todas sus consecuencias quienes, al emprenderlas, retienen la plusvalía que estas acciones generan.

7-La traducción fija la lengua de su ámbito de influencia cultural en mayor medida que la producción original de esa misma lengua. La responsabilidad lingüística de quien traduce y quienes difunden esa traducción es, por tanto, crucial e irrenunciable. En este terreno, hacerse el sueco es ser literalmente un zoquete.

8-En tanto no sean los propios traductores —ni siquiera los traductólogos— quienes ejerzan la crítica de la traducción, ésta estará librada a los caprichos de la peor de las ignorancias, cual es la que se siente autorizada para ejercerla impúdica y libremente. La falta de una crítica rigurosa y honesta deja el terreno abonado para la comida basura.

9-La traducción es una profesión particular que se aprende con el estudio y la práctica constantes; por tanto, ningún título garantiza la excelencia del traductor, puesto que traducir bien no es acertar sino errar con oficio y arte. Quien se maree ante un miembro amputado, que ni se le ocurra comprarse el delantal ni hojear catálogos de serruchos.

10-El traductor no debe preocuparse por hacerse visible sino, en todo caso, digno de una modesta cuota de respeto. No por ser traductor se es héroe o mártir; tan sólo se es autor de una traducción. Y eso no es motivo de premio.


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