El viernes 11 de julio pasado,
mientras millones de personas se comían las uñas tratando de adivinar si
Alemania o la Argentina
iban a ser campeones, Andrés Ehrenhaus, ocioso como siempre y a espaldas de sus
connacionales, mientras en una esquina de Barcelona se dedicaba a vender las últimas banderitas argentinas (y alemanas) que les había obligado a pintar de apuro a sus hijos, se dedicaba a publicar el siguiente texto en El Trujamán. Hoy, porque se nos da la gana, lo
reproducimos.
Como lluvia que
cae. Un decálogo de cajón
1-Decir
traducción literaria es incurrir en pleonasmo. Toda traducción es
intrínsecamente literaria, del mismo modo que todo texto lo es, al menos para
una de las tres patas que componen el hecho textual: la poética, la estética y
la catártica. Un texto que no ha sido producido por nadie, que no es recibido
por nadie y que no comunica nada sencillamente no es un texto.
2-No hay traducción sin autor, del mismo modo que no hay
texto sin alguien o algo que lo hayan generado. Ni siquiera una máquina,
virtual, analógica o mecánica (verbigracia, su creador u operador), está exenta
de responsabilidades y derechos autorales.
3-La comunicación de toda traducción en el sistema
ultramercadista genera una plusvalía que no es percibida por su o sus autores,
como si éstos cesaran de existir a partir de la poiésis o, incluso, como si la
traducción no ocurriese en un tiempo y un espacio reales y, por tanto,
careciera a efectos prácticos de autoría.
4-La renuncia de la autoría de una traducción es, pues, un
acto de birlibirloque económico, de ventriloquía o de enajenación ideológica.
No sólo no es legal sino que es ontológicamente imposible. Así, el texto parececarecer de autor pero,
de hecho, jamás dejará de tenerlo.
5-Toda traducción es un acto de violencia sanguinaria. El
paradigma del traductor es Macbeth, que tras su victoriosa asonada vive con las
manos manchadas de sangre. Ni siquiera su alter
ego Pierre Menard ha
conseguido no manchárselas. Ergo, la necesidad exime al traductor de la culpa,
pero no de la responsabilidad de la sangría.
6-Toda traducción implica una voluntad cultural y, por
consiguiente, política. Asimismo la edición, distribución y venta de toda
traducción, responsabilidad que deberían asumir con todas sus consecuencias
quienes, al emprenderlas, retienen la plusvalía que estas acciones generan.
7-La traducción fija la lengua de su ámbito de influencia
cultural en mayor medida que la producción original de esa misma lengua. La
responsabilidad lingüística de quien traduce y quienes difunden esa traducción
es, por tanto, crucial e irrenunciable. En este terreno, hacerse el sueco es
ser literalmente un zoquete.
8-En tanto no sean los propios traductores —ni siquiera los
traductólogos— quienes ejerzan la crítica de la traducción, ésta estará librada
a los caprichos de la peor de las ignorancias, cual es la que se siente
autorizada para ejercerla impúdica y libremente. La falta de una crítica
rigurosa y honesta deja el terreno abonado para la comida basura.
9-La traducción es una profesión particular que se aprende
con el estudio y la práctica constantes; por tanto, ningún título garantiza la
excelencia del traductor, puesto que traducir bien no es acertar sino errar con
oficio y arte. Quien se maree ante un miembro amputado, que ni se le ocurra
comprarse el delantal ni hojear catálogos de serruchos.
10-El traductor no debe preocuparse por hacerse visible sino,
en todo caso, digno de una modesta cuota de respeto. No por ser traductor se es
héroe o mártir; tan sólo se es autor de una traducción. Y eso no es motivo de
premio.
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