FOTO: Paulo Slachevsky - De izquierda a derecha: Marisol Vera, Andrés Ehrenahus, Jorge Fondebrider y Pedro Serrano |
La segunda mesa de "Diagnóstico, posibilidades y perspectivas de la traducción literaria en Chile", cuyo título fue "Pasado y presente de la traducción al castellano. España y América Latina", fue moderada por Marisol Vera, actual presidente de la Asociación de Editores de Chile y responsable de la editorial Cuarto Propio. El primer expositor fue Jorge Fondebrider, el Administrador de este blog.
Un estado de situación
Empiezo con estadísticas: en la Argentina tenemos una
tasa de analfabetismo del 1,9%. En buena medida esto se debe a que la educación
es obligatoria (hasta la escuela secundaria incluida) y, fundamentalmente,
gratuita (aunque se puede optar por las universidades privadas, que claramente
son muy inferiores a las nacionales y, para muchos, una señal de que no se
quiere hacer esfuerzos).
La cantidad y variación
interanual (%) de títulos y ejemplares según registro de ISBN. Argentina entre los años 1994 y
2012 son las siguients:
Año Títulos Ejemplares
. Cant. Var.
(%) Cant. Var. (%)
1994 9.640 48.089.996
2012 27.661 -12,72%
96.977.765 -18,30%
Por lo demás, la última encuesta indica que cada argentino lee un
libro y medio por año.
Estos se adquieren en las 2000
librerías (antes de la dictadura de 1976, eran cerca de 6.000), distribuidas
por todo el país, que, a pesar de la disminución de locales, sigue siendo la
mayor red de Latinoamérica.
Debe observarse que, al menos
dos veces por año, los chicos reciben gratuitamente libros en las escuelas a
través de los Ministerios de Educación y de Cultura de la Nación y del Ministerio de
Cultura de la Ciudad
de Buenos Aires. Además, una y otra administración compran libros para las redes
de Bibliotecas Públicas y Bibliotecas Municipales, dependientes de una y otra
institución.
En términos de eventos, además de varios
festivales de literatura que tienen lugar a lo largo del año, tanto en la
capital como en las provincias (FILBA, Festival de Rosario, Festival de
Córdoba, etc.) hay una gran Feria del Libro anual en Buenos Aires (que recibe a
más de un millón y media de visitantes), así como diversas ferias provinciales
y municipales en casi toda ciudad del país.
Luego, todos los diarios de
circulación nacional y buena parte de los de circulación provincial tienen su
suplemento cultural, donde se promocionan y reseñan las novedades
bibliográficas y donde tienen lugar buena parte de las polémicas más
significativas.
Por último, existen asimismo
programas de ayuda a la traducción, de los cuales ya se ocupará de hablar Diego
Lorenzo en la mesa que le corresponde.
Dadas
estas cifras y estos datos, hablar de la traducción en la Argentina , un país que,
en razón de la diversidad de los orígenes de sus habitantes, podría decirse
fundado sobre traducciones, implica hacer un poco de historia. Ésta se remonta
al final de la colonia, donde, como en casi toda Latinoamérica, por más de un
siglo la literatura y la traducción estuvieron en manos de sus gobernantes y de
las clases ilustradas. A modo de ejemplo, recuérdese que en el Virreinato del
Río de la Plata ,
en 1794, Manuel Belgrano tradujo las Máximas
generales del gobierno económico de un reyno agricultor, de François
Quesnay, un texto de naturaleza económica, publicado primero en España y luego
en Buenos Aires. Luego, en 1810,
a poco de realizada la Revolución de Mayo, se
publicó localmente El contrato social,
de Jean-Jacques Rousseau, traducido –y expurgado– por Mariano Moreno, también
traductor de Constantin de Volney y del marqués de Condorcet. Así a través de un proceso de adaptación, apropiación y
recontextualización, la literatura y el pensamiento europeos se acriollaron. Ese
proceso ya se ve con toda claridad en Juan Bautista Alberdi, Esteban Echeverría
y José Mármol, quienes tradujeron y encontraron las palabras para describir el
territorio de la patria en los textos de los visitantes británicos que, a su
vez, habían descrito a la futura Argentina, tomando como modelo la prosa del
naturalista alemán Alexander von Humboldt, y en ese curioso juego de
influencias –como bien señala Adolfo
Prieto en Los viajeros ingleses y la
emergencia de la literatura argentina. 1820-1850– plantaron el germen de
nuestra primera literatura. Domingo Faustino Sarmiento, en cambio, exploró
acaso involuntariamente las posibilidades literarias del error: ya en la
primera página de Facundo, anota “On ne tue
point les idées”, frase de origen dudoso que atribuye a Hippolyte
Fortoul –aunque otros atribuyen al Conde de Volney y,
en otras oportunidades, a Denis Diderot–, que dice haber escrito con carbón al
pasar por los baños de Zonda, en su huída a
Chile, escapando del tirano Rosas, y que el autor de Recuerdos de provincia tradujo mal (“A los hombres se
degüella, a las ideas no”).
Más
adelante está Bartolomé Mitre, traductor de Dante, pero también de Victor Hugo,
de Henry Wadsworth Longfellow, de Lord Byron, de Pierre-Jean de Béranger y de Horacio. Hay una anécdota que también
habla del espíritu traductor argentino. A Mitre lo visita Lucio V. Mansilla, el
gran escritor autor de Una excursión a
los indios ranqueles. Al cabo de una larga espera, Mansilla recibe las
disculpas de su anfitrión, quien se excusa manifestando lo ocupado que estaba
con la primera traducción argentina de la Divina Comedia. Mansilla
entonces lo exhorta: “Hay que darles duro a los
gringos, mi general”. Más allá del chiste, eso era justamente lo que Mitre
estaba haciendo: le estaba dando duro a los gringos, cuando, en la década de
1890, traducía al castellano culto de su época, empleando, acaso por influjo de
la incipiente inmigración, italianismos que después se harían carne en el habla
argentina. Y no me quiero olvidar aquí del político socialista Juan B. Justo,
quien en 1898 tradujo en Buenos Aires el primer tomo de El Capital, de Karl Marx.
¿De qué habla todo esto?
Probablemente, entre otras cosas, de un fenómeno con consecuencias mucho más
perdurables de lo que en principio podría imaginarse y que, más adelante, se
hará patente cuando Roberto Arlt convierta en potente prosa argentina el
castellano de las malas traducciones españolas de Dostoievsky que él leía
editadas por el sello TOR. O cuando el argentino José Salas Subirat
(1900-1970), anticipándose en varias décadas a los traductores ibéricos, tradujo
en 1945 por primera vez a un castellano periférico el Ulises, de James Joyce, sacándole provecho a esa circunstancia ya
que, como señala el escritor Carlos Gamerro, “el Ulises original está
escrito, no en una lengua o dialecto, sino en la tensión entre una variante
desprestigiada (el inglés de Irlanda) y otra dominante (el inglés británico
imperial) – relación que puede compararse, aunque no homologarse, a la que
existe entre el español de España y el de los demás países de habla hispana”.
Y aquí entonces vale la pena
hacer una importante afirmación que no es evidente para todo el mundo: las
buenas traducciones realizadas en cualquier país son parte de la literatura de ese país y entran en una
serie que comparten con los textos producidos por los escritores nacionales.
Llevando entonces este caso a Chile, diría que tanto Egidio Poblete, como Angel
Flores, Angel del Río, Eugenio Florit, María Angélica Grau, Pablo Neruda, Nicanor
Parra, Juan Salas, Orestes Vera, Braulio Arenas, Humberto Díaz Casanueva, Jorge
Teillier, Miguel Castillo Didier
Armando Uribe, Rosamel del Valle, Waldo Rojas, Verónica Zondek, Gonzalo Millán,
Pedro Ignacio Vicuña, Armando Roa Vial, Pablo Oyarzún, Oscar Luis Molina, Rodrigo Olavarría, Marcelo Pellegrini, Andrés
Anwandter, Leonardo Anhueza, Braulio Fernández, Kurt Folch han hecho que su
trabajo fuera literatura chilena.
Ahora
bien, a esta historia hay que asociar la historia editorial argentina, que está
íntimamente ligada a la historia de la traducción en el país. Muy en el principio,
, los libros que llegaban a la
Argentina se publicaban en casas de Francia (Hachette,
Garnier, Viuda de Ch.Bouret, Armand Colin, A. Roger y
F. Chernovitz, Louis-Michaud), Alemania (Herder), el Reino Unido (Thomas
Nelson) o de los EE.UU. (Appleton), pero nunca de España.
Esas
editoriales ofrecían libros en castellano, traducciones y originales que se
importaron, hasta que, primero tímidamente y luego, en virtud de la progresiva
alfabetización, los libros dejaron de ser un producto suntuario para convertirse
en productos de primera necesidad. Por ejemplo, entre noviembre de 1901 y enero de 1920, con frecuencia semanal, el diario La Nación ,
de Buenos Aires, editó, a 50 centavos la edición en rústica y a un peso la de
tapa dura, la colección “La
Biblioteca de La
Nación ”, que constituye el primer proyecto editorial
persistente en el tiempo del país. Luego, en 1916, Juan Carlos
Torrendell (1895-1961) un catalán que había llegado a la Argentina siendo niño,
funda la editorial a la que inicialmente bautiza con su apellido, denominación
que se acorta luego a Tor, y que publica desde su fundación a 1971 unos 12.000
títulos. Luego, en 1922, el andaluz Antonio Zamora funda la editorial Claridad,
a partir de la cual se conocieron cientos de títulos en el país.
El
negocio, a la distancia, se veía bien. Por eso, en 1922, se instaló en Buenos
Aires una delegación de
Espasa-Calpe. Alentados por el impacto inicial de esta operación, los
representantes de Emanuele Maucci, Ramón Sopena y Pablo Salvat, entre otros, empezaron
a viajar a la Argentina ,
a Chile y a México desde España y ayudaron a capitalizar a sus casas matrices
de la Península
gracias a las ventas americanas, que equivalían al 50 por ciento de la
producción editorial española.
En 1928, Gonzalo Losada llegó
de España. Venía a hacerse cargo de Espasa, pero diversas diferencias con la
casa matriz lo llevaron a separarse de ésta y a crear su propia editorial. Otro
tanto ocurrió con Julián Urgoiti, quien pasó a ser director de la flamante
Sudamericana. La tercera empresa que se creó en 1939 fue Emecé, fundada por el
gallego Mariano Medina del Río. Tanto Emecé como Sudamericana tuvieron origen
en capitales nacionales. Jacobo Saslavsky, Antonio Santamarina, Alejandro Shaw,
Eduardo Bullrich, Carlos Mayer, Alejandro Menéndez Behety, Victoria Ocampo y
Oliverio Girondo fueron los socios capitalistas de Sudamericana; la familia
Braun Menéndez, de Emecé. Desde entonces, Losada, Sudamericana y Emecé fueron
consideradas empresas argentinas (ahora ya no lo son).
El resto de la historia es conocida: entre las
décadas de 1940 y 1970, las editoriales argentinas dominaron el mercado
editorial en lengua castellana. Cada etapa de esa historia esta marcada por una
intensa actividad traductoril. Mucha está ligada las editoriales antes
mencionadas. Otra, a la revista y editorial Sur, de Victoria Ocampo. Hay también
una gran labor desarrollada por pequeñas editoriales hoy desaparecidas (Viau,
Assandri, Santiago Rueda, Juan Goyanarte, Siglo XX, Schapire, Columba, Jorge
Álvarez, Del Mediodía, Rodolfo Alonso Editor, Marymar, Fausto, Calicanto,
Goncourt, etc. ), cuyos catálogos fueron saqueados por las editoriales
españolas y sus traducciones españolizadas para que los peninsulares pudieran
entenderlas. También, una enorme masa de traducciones argentinas publicadas por
sellos extranjeros con filiales en el país (como, por ejemplo, Espasa Calpe,
Alianza Editorial, Monte Ávila, Siglo XXI, Fondo de Cultura Económica, etc.).
Finalmente, llegó la debacle de los militares y sus quemas de libros, lo cual le dejó vía libre a
España, que para esos mismos años salía de la dictadura de Franco. Ellos
ocuparon todos los espacios que las editoriales argentinas iban dejando libres.
Luego llegaron sus abusos. Primero, el dumping;
vale decir la venta a precio vil en Latinoamerica del remanente de las
ediciones españolas, lo cual aseguraba que las cuentas cerraran en las casas
matrices e inundaba el mercado de nuestros países con ofertas con las cuales no
se podía competir. Luego, la territorialización para la venta de derechos
globales; las diferencias de tapa dura, tapa blanda, bolsillo y etcétera. En
ambas operaciones intervinieron los agentes literarios españoles, quienes
establecieron quién y cómo se repartían los derechos de autor y de traducción.
De esa distribución quedaron cartas emblemáticas como las que enviaba la
agencia de Carmen Balcells a las editoriales argentinas en 1978, en plena
dictadura militar: “Me permito reiterarles a ustedes, porque al parecer no ha
quedado suficientemente claro en nuestra comunicación anterior, que siguiendo
los expresos deseos del señor Graham Greene se ha procedido ya a la división
del mercado para esta obra”.
Para coronar esta catástrofe
vino otra: la neo-liberal de la década de 1990, que desembocó en la gran crisis
económica de 2001. Y como las multinacionales del libro ya se habían comprado
todo y no publicaban libros en el país, y mucho menos de autores argentinos,
vino entonces un lento resurgir que, en la actualidad, tiene como principales
protagonistas a los pequeños y medianos sellos independientes (Bajo la luna,
Eterna Cadencia, La Bestia Equilatera ,
Adriana Hidalgo, Caja Negra, Cactus, Cebra, Interzona, Cuenco de Plata, Katz
Editores, Winograd, etc.), que son los que hoy traducen y retoman la vieja
tradición argentina.
Llegados
entonces a este punto, no nos queda otro remedio que admitir que, cuando se
discute el tema de la traducción en ámbitos compartidos por editores,
traductores y otros actores del mundo del libro, los problemas suelen enfocarse
desde una perspectiva meramente económica: qué se traduce, qué tipo de derechos
se compran –vale decir, para un país, para un territorio, para toda la lengua
y, en todos esos casos, para una tirada de cuántos ejemplares–, cuánto cuesta
comprar esos derechos, cuánto se paga la traducción, etc. Pero saber cuánto hay
que invertir y evaluar cuánto se puede ganar es una parte del asunto que hace,
fundamentalmente, a la perspectiva económica; el problema se resume así en una
cuestión de mercado, con lo que lo único que se tiene es una perspectiva de mercachifles y nada más.
Podemos
también pasar a otra dimensión de naturaleza más política. Las preguntas,
entonces, son otras. Por ejemplo, desde qué lugares se traduce, qué es lo que
se traduce desde los lugares que traduce, para quién se traduce, con qué objeto
y con quiénes. Porque, convengamos, no es lo mismo traducir a Platón o Ludwig
Wittgenstein que a Paulo Coelho, Osho o Pilar Sordo: los traductores y los
lectores en uno y otro caso serán otros. De hecho, ni siquiera hace falta irse
a tales extremos: no es lo mismo traducir filosofía que historia, y no es lo
mismo traducir literatura que antropología. En cada caso, así como habrá
lectores con un determinado perfil, será necesario que haya traductores que
puedan hacerse cargo de solucionar los problemas que cada especie determina.
Por supuesto que, en cada caso particular, las expectativas de ganancia de los
editores, serán diferentes. Un libro de Coelho se traduce rápido y sin
diccionario. Con Hegel hace falta otra formación. Elegir publicar a uno u otro
implica asimismo dotar a la editorial en cuestión de un sesgo determinado: en
el primer caso se apuntará a ventas rápidas y masivas; en el segundo, a ventas
acotadas y continuadas a través del tiempo, generalmente sostenidas a partir de
una idea distinta que la de ganar dinero. Luego, traducir a Coelho es más
barato que traducir a Hegel. Traducir mal a Hegel es carísimo.
Como
se ve, el problema de mercado sigue estando presente, pero lo que pasa a ocupar
un primer plano ya no es de manera exclusiva el dinero que se invierte y el que
se gana o el que eventualmente se pierde, sino el impacto que esas traducciones
tendrán en los lectores, con lo que también se abre la posibilidad de influir
ideológicamente sobre otra realidad. En síntesis, hacer que un país o una
región imponga sobre otras una manera propia de percibir la realidad a través
de la lectura, así como unos valores determinados sobre otros valores posibles es
una manera de simplificar el mundo y dominarlo para que el flujo de capitales
circule en una única dirección.
Ésta
no es una formulación general ni tampoco una hipótesis. Aquí van algunas
estadísticas concretas: desde hace al menos tres décadas asistimos a un
prolongado proceso de transformación del mundo editorial que se inició en los
Estados Unidos contagiando luego a Europa. Si por un momento consideramos que
España forma parte de Europa (no siempre los españoles, naturalmente
acomplejados, lo ven así), desde allá llegó a las filiales latinoamericanas de
los sellos editoriales españoles que, si uno analiza la actual composición de
sus directorios, comprobará que tan españoles no son.
¿De
qué hablan las estadísticas? Según los especialistas, las tendencias
fundamentales pueden resumirse así: 1) un notable aumento en la cantidad de
títulos y una importante disminución de las tiradas; 2) un cambio en las
modalidades de venta; 3) una enorme concentración empresarial. Para abundar
sobre este último punto, si echamos una mirada al mercado norteamericano –el
mayor de Occidente– comprobaremos que está controlado por seis grupos que
concentran el 80% de la torta. Estos grupos son 1)
Bertelsman/Random House (división del
consorcio alemán Bertelsman), multimedia que nuclear radio, televisión,
prensa periódica, música (BMG) y más de sesenta sellos editoriales sólo en los
Estados Unidos (además de filiales en al menos doce países); 2) Holztbrinck/
GmbH: grupo alemán que posee medios electrónicos, prensa periódica y más de
cuarenta sellos editoriales; 3) Hachette Book
Group (subsidiaria de Lagardère) con prensa periódica (en Francia), radio,
televisión y más de 17 sellos editoriales en los Estados Unidos; 4)
Murdoch/Harper Collins (de Murdoch’s Corporation) que posee la cadena de
televisión Fox, productoras cinematográficas como 20th Century Fox, televisión,
prensa periódica y más de 30 sellos editoriales en los Estados Unidos, además
de filiales en UK, Canadá, Australia e India; 5) Pearson Group (también
multimedia con divisiones en los mismos países que Murdoch) y más de 16 sellos
en USA, entre los cuales se cuenta Penguin Books (editores de la obra de
Borges), y 6) CBS/Simon & Schuster, multimedia con más de trece
sellos en USA. En este escenario, el espacio para la edición independiente
es mínimo: apenas el 5% del mercado.
Este fenómeno, que, como he
dicho, tiene su correlato en Europa, determina que, en términos del mercado
global del libro (que incluye impresión, distribución, comercialización y
venta, y donde los montos por traducciones ocupan un lugar más periférico) el
primer lugar lo ocupen los Estados Unidos, con un mercado valuado en 27.445
millones de euros; el segundo lugar, China, con 10.602 millones de euros, y el
tercero, Alemania, con 9.734 millones de euros. España se ubica en noveno
lugar, con 2.891 millones de euros. Reunidos, Estados Unidos y Gran Bretaña (es
decir, los países centrales de producción en lengua inglesa) suman un total de
31.525 millones de euros. (Datos tomados del informe Global Publishing
Market, realizado por la consultora Rüdiger Wischenbart y presentado en la Feria del Libro de Londres
en abril de 2012).
Estas
estadísticas son para libros publicados. ¿Qué porcentaje de esos libros son
traducciones? En líneas generales, el porcentaje de libros traducidos desde
cualquier otra lengua al inglés en Gran Bretaña y los Estados Unidos apenas
roza un 3% de la producción total. En cambio, en términos de extraducción
–termino más bien feo que significa “traducción de libros propios al exterior”
–, los autores de habla inglesa (en especial norteamericanos y británicos) se
encuentran al tope de las listas de best-sellers
en España, Italia, Francia y, por supuesto, en varios países de América latina.
Sólo
para tener en cuenta en el panorama general, apuntemos que Francia, uno de los
países con mayor tradición de extraducción del mundo, realiza el 60% de sus
traducciones del inglés; en este marco, tres de cada cuatro novelas publicadas
en Francia son traducidas del inglés. En tanto en Alemania, en 2007, el inglés
mantuvo una posición de liderazgo, con el 60.2% de las traducciones (3.691
títulos), en especial novelas. En Italia, el panorama es semejante, aunque con
ligeros ajustes: el inglés se lleva el 54.5% de las traducciones, seguido del
francés, el alemán y el español (en ese orden).
En América Latina, de acuerdo
con la formación del mercado editorial continental y con políticas culturales
de larga data, los países que más traducen son Brasil, Argentina y México, en
ese orden (aunque los volúmenes y niveles de facturación son significativamente
menores que los europeos).
Supongo que no se puede esperar
que la gran industria tome en cuenta a los traductores. En prácticamente todo
el mundo la cosa es igual: se trata de un trabajo mal pago, realizado
generalmente en condiciones precarias y no siempre por la gente más idónea. Se
especula –vale decir, los editores especulan– con el hambre, el amor propio y
la incomunicación de los traductores con sus pares para así poder fijar los
valores del mercado cortando la cadena por el eslabón más débil, ya que nunca
los argumentos utilizados para pagarles mal a los traductores podrían emplearse
para el trato con las papeleras, las imprentas y, mucho menos, las
distribuidoras. Sin embargo, así como los porcentajes de los autores tienden a
bajar o son liquidados discrecionalmente, en el caso de las traducciones, sin
ese eslabón no hay cadena, razón por la cual, por ahora resultamos
imprescindibles, tenemos un saber que quienes están del otro lado del mostrador
no comprenden y por el cual, aunque mal, tienen que seguir pagando. Hasta aquí, entonces, el estado general de
las cosas en el mundo entero.
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