Notas para contestar
una pregunta de Pola Iriarte:
una pregunta de Pola Iriarte:
¿Por qué necesitamos
nuestras propias traducciones?
nuestras propias traducciones?
¿Qué quiere decir tener una traducción
propia? ¿Qué está hecha acá? ¿Qué tiene un léxico vernáculo? ¿Es nuestra la
traducción (hablo como argentina) porque hay voseo? ¿Es nuestra la traducción
(hablo como latinoamericana) porque no decimos vosotros? ¿Esto quiere decir que hay que defender a rajatabla las
particularidades dialectales, que constituyen lo propio? En principio, habría
que contestar que no. Creo incluso que unir el problema de lo propio con el de
las particularidades dialectales es hacerle el juego a las imposiciones
editoriales que nos vienen de España.
Para empezar, la identificación de la
especificidad de la lengua con la pertenencia nacional es una problemática que
es histórica, y que en realidad ya está superada: reenvía a las discusiones
transatlánticas de las décadas del 20 y del 30 sobre el meridiano intelectual
de Hispanoamérica, que los españoles querían naturalmente hacer pasar por
Madrid, por motivos ideológicos y sobre todo económicos.
Lejos quedó el tiempo en que España
podía considerar, como lo quería Guillermo De Torre, “al área intelectual
americana como una prolongación del área española[i]” y en
el que, tanto en América como en España, se sobreentendía que la lengua
literaria no debía hacerse eco de las grandes diferencias dialectales orales.
Lejos quedaron, también, las discusiones sobre el nombre del continente: Hispanoamérica, Latinoamérica, según se
buscara defender la tradición ideológica de la llamada lengua común o, al
contrario, se buscara abrir hacia otras tradiciones ya más genéricamente
latinas que, en casos como el de la Argentina con Italia o Francia, iban casi
de suyo.
Quiero decir: el tener traducciones que
respeten las particularidades de nuestra habla ya nada tiene que ver con el
gesto histórico de la emancipación colonial. Hay un consenso, de ambos lados
del Atlántico, sobre la naturaleza pluricéntrica del español como lengua que no
posee una norma y un uso únicos, sino dos o más, iguales en prestigio[ii].
A esto me contestarán que si ya no
existe el problema de la legitimación de la variante dialectal que hablamos, sí
persiste el problema de la distribución y de la aceptación de las variantes de
traducción americanas en un mercado editorial amplio, cuyas pautas en muchos
casos se rigen por las normas hispánicas: como todo traductor americano que
haya trabajado para España sabe, la aceptación pasa por su adaptabilidad al
oído peninsular.
[Un comentario al margen respecto de
esto: a ningún editor español se le ocurriría pedirle a García Márquez que
descolombianice sus textos, pero sí se lo pedirá a un traductor colombiano. En
épocas pasadas, la práctica era de hecho directamente “fusilar” la traducción peinándola
de cualquier marca gramatical, léxica o prosódica latinoamericana.
Si viviéramos en un mundo donde la traducción tuviera
el mismo estatuto que el texto original como trabajo de creación, esa limpieza
lingüística sería impensable. Es de hecho impensable esa limpieza cuando el
traductor es un autor: ¿quién se
atreve acaso en Francia a tocar las traducciones de Poe hechas por Baudelaire,
o en la Argentina la traducciones que hizo Borges de Faulkner o de Virginia
Woolf, o incluso hoy en día las que hace Aira? El problema no está en el texto
final, sino en el nivel de legitimación de quién lo produce.]
Pero volviendo más pragmáticamente a
los problemas de distribución, es un hecho que las traducciones demasiado
localistas, si bien son interesantes desde un punto de vista traductológico,
son poco vendibles. Pienso por ejemplo en una versión de Pantagruel que salió hace tres o cuatro años en Buenos Aires, por
Dedalus Editores, en la que el faubourg Saint-Marceau se convierte en el arrabal Saint-Marceau,
y los comentarios soeces de Panurgo son traducidos por juegos de palabras
sacados del mundo escolar argentino, por ejemplo la repetición muy rápida de la
expresión “lápiz japonés”.
Se calcula que la literatura argentina contemporánea tiene en la Argentina
20.000 lectores potenciales: ¿cuántos de ellos estarán dispuestos a apostar por
una traducción tan localista de Rabelais? Si uno reduce lo propio a las
particularidades lingüísticas, hay menos lectores. Y eso es un problema, porque
las traducciones, que están el inicio de la cadena editorial, dependen de su
último eslabón, que es la venta.
Es evidente que por nuestras propias condiciones (lectorado finalmente
pequeño y cautivo) no podemos ser todo lo etnocéntricos que queremos.
Lo que me lleva a la pregunta inicial:
¿qué es entonces una traducción propia? Podría ser interesante considerarlo en
dos niveles, uno individual y el otro colectivo.
Desde
lo individual, pensar la traducción como la construcción de un entramado
que contiene muchas y variadas cosas que constituyen lo propio:
-Primero, obvio, la bajada de línea editorial que pega sobre
la versión propuesta y que siempre va a ser específica, circunstancial, y
va a estar adscripta a un espacio propio (qué es lo que se pacta con la
editorial respecto del nivel de localismo lingüístico)
-Segundo, el propio idiolecto del traductor, que por más
invisible que sea no deja de ser quien elige las palabras y su disposición
gramatical en la lengua de llegada. Todo traductor tiene mañas, giros,
señas que surgen de su historia, de su saber y de sus circunstancias de
producción; el traductor argentino Marcelo Cohen[iii]
llega incluso a comparar la traducción con la identidad: ambos son, dice,
siempre un “agregado”, y “muchos de sus componentes provienen de elecciones
o adherencias azarosas”;
-Tercero, la historia de las traducciones anteriores de ese
texto. Mariana Dimópulos –a quien quiero nombrar porque discutí muchas de
estas ideas con ella– siempre marca cómo la traducción de textos
filosóficos tiene que tomar en cuenta la historia y los circuitos de
transmisión de los términos. También: hay títulos, hay incipits que tienen
una historia que hay que considerar– La
metamorfosis siendo el caso más célebre;
Por último –y quizás este último punto del entramado sea un
poco vaporoso, pero quiero decirlo igual porque es fruto de mi propia
experiencia como traductora– creo que la traducción es propia cuando se
arma una relación conciente entre el texto original y la lengua a la que
se lo traduce. Me parece (pero es del orden de la intuición) que existen
afinidades electivas entre ciertos textos y ciertas variantes dialectales
cuya presencia termina negociándose en el texto traducido. Doy muy
brevemente un ejemplo personal, que viene de la experiencia de traducción
con Rojo y Negro:
Creo que Le Rouge et le Noir está escrito en un
francés que contiene a priori, de antemano, su propia traductibilidad al
español rioplatense; es una obra que se halla en el español rioplatense, aunque
sin caer por supuesto en dialectismos exagerados (ni che, ni voseo). Esto, por
varias razones que identifiqué en la práctica de traducción, por ejemplo 1) un
sistema de tiempos verbales que encastra bien con el que usa Stendhal: formas
simples en vez de compuestas, perfectos simples connaturales al Río de la Plata
en vez pretéritos perfectos compuestos peninsulares que recargan; futuros
perifrásticos que refuerzan el coloquialismo stendhaliano; 2) también (es
consecuencia de lo primero), un patrón rítmico y tonal, una prosodia, que hace
que cierta oralidad de superficie del estilo de Stendhal se trasluzca en la
entonación, en la dicción, en el débit rioplatense;
3) finalmente, el léxico argentino que se nutre de palabras extranjeras y que
tiene un eco perfecto en el rol de los extranjerismos[iv] en la
prosa de Stendhal: los críticos[v] hablan de babeylismo,
haciendo un juego con el apellido real del escritor, Beyle. Hay en Stendhal una
superposición de la morfología de las lenguas que es constante; ese fenómeno se
da, como bien se sabe, en el español de Argentina, donde abundan calcos
gramaticales y sintácticos, en particular del italiano.
Posibilidad de pensar esta intimidad
entre ciertas variables dialectales y el estilo de un texto, o en cualquier
caso –y eso quizá sea más interesante- intentar justificar formalmente esa
intimidad.
Esto entonces en cuanto a lo propio
como entramado individual, que no necesariamente remite al localismo extremo, a
la problemática excluyente de las variantes dialectales.
La
segunda perspectiva para pensar lo propio es desde lo colectivo, cuando lo propio surge de un conjunto de
acciones entre los distintos actores del campo editorial, entre las cuales
pueden contarse: el desarrollo de un campo editorial fuerte, con capital, que
pueda comprar derechos; elegir títulos; pagar traducciones nuevas; pagar
propuestas, informes, lecturas de scouting
a los traductores, que son muchas veces los primeros en manejar lo nuevo;
permitir en consecuencia una circulación verdadera de textos, ideas, libros, y
con ellos de autores y lectores, desde las Ferias de Libros donde se da el
encuentro lector-autor, hasta los peregrinajes privados de lectores.
En suma: constituir lo propio al poder
armar nosotros mismos el catálogo de títulos que traducimos, editamos,
comercializamos, leemos.
[i] Guillermo De Torre, “Madrid, Meridiano intelectual de
Hispanoamérica”, 1927.
[ii] Tener en cuenta quand
même que para el Diccionario Panhispánico de Dudas (2005), el 70% de los
“errores” que se sancionan corresponde a usos americanos. Ver al respecto “Para
una soberanía idiomática”.
[iii] “Nuevas batallas por la
propiedad de la lengua”, 2007 (reproducido en la entrada de este blog del 23 de abril de 2010).
[iv] Artículo 3, Privilèges : « Cent fois par an, il saura pour
vingt-quatre heures la langue qu’il voudra ».
[v] Éric Bordas, « Le babeylisme
scriptural de Stendhal, ou le style comme langue étrangère », 2011.
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