La mesa "Pasado y presente de la traducción al castellano. España y América Latina" se cerró con la participación del narrador y traductor Andrés Ehrenhaus, quien, al cabo de más de 35 años de vida en España, se refirió a la situación de los traductores en la Península.
Traducir en España:
la leyenda del
santo traductor profesional
Voy a empezar partiendo mi
intervención, como nos pedía un profesor de dibujo en el colegio secundario, en
dos mitades iguales y agarrando, acto seguido, la más grande. Antes supongo que
conviene que aclare un aspecto crucial del título, es decir, que defina qué
entiendo por profesional en lo que hace a la traducción literaria o, como
prefiero llamarla tautológicamente, la traducción autoral.
Entiendo por profesional a aquel traductor, titulado o no, con o sin estudios
específicos, etc., que intenta denodadamente ganarse la vida traduciendo (y en
la mayoría de los casos no lo consigue). Es decir, al traductor que considera
la traducción como su actividad principal, aún a pesar de que en la práctica
sólo consiga que sea esporádica.
Tomo por ejemplo mi caso: yo
doy clases en una universidad y, entre los cursos presenciales y los cursos
online, la docencia ocupa cierta parte de mi tiempo; sin embargo, y aunque en
algún momento mi actividad traductora decline un poco, diré siempre sin dudarlo
que soy traductor antes que docente, e incluso antes que escritor. Así, de lo
que se trata es de cómo se sitúa cada uno ante las contingencias del mundo, y
cómo esas contingencias nos van perfilando.
Tengo la seguridad de que el
hecho de haberme planteado la traducción como un modo de subsistencia en España
no es ajeno a esta visión pragmática del objeto. No porque la cultura española
sea pragmática en sí sino porque las características de la traducción ahí están
íntimamente ligadas a -y condicionadas por- la realidad industrial de la
edición de libros, lo cual tiene dos claras consecuencias: a) ofrece una
posibilidad potencialmente más palpable de profesionalizar la traducción que en
marcos menos industriales como Argentina o Chile, y b) dificulta o inhibe la
ineludible necesidad de pensar en esa profesión en progreso de un modo no
exclusivamente profesional o, para seguir con la taxonomía, “industrial”.
Puesto que a) y b) son en cierto modo antagónicas, podemos decir que, por
paradójico que suene, el profesionalismo se opone a la progresiva formación de
una conciencia de la traducción en el profesional en ciernes.
Ya hemos delineado, pues,
las dos mitades aludidas y la fricción con que conviven. Examinemos un poco más
a fondo la mitad más obesa, la de la industria de la traducción en España. Para
eso me voy a remitir a los números y su interpretación más palmaria,
disculpándome de antemano por las ocasiones en que me pueda pasar de grueso en
aras del expresionismo dialéctico. De todos modos, los datos que voy a citar
son oficiales, provienen de los informes anuales de la FGEE , están publicados por el
ministerio de Educación, Cultura y Deporte, y corresponden a los ejercicios
2013 o, en su defecto, 2012. Estos datos anuales han venido experimentando una
mengua general de un 3 a
un 5% anual a partir del pico de 2009; aún así, su envergadura, como se puede
apreciar, sigue siendo considerable.
En España hay unas 2.300
editoriales privadas, que facturaron en 2012 unos 2.400 millones de euros; si
eso estuviera repartido de burda manera matemática, estaríamos hablando de un
millón anual de facturación por editorial, pero evidentemente no es así: en el
desglose, se llevan la mayor parte las editoriales grandes que son, además y
como es obvio, menos numerosas y, por tanto, facturan muy por encima del millón
de euros anuales. El volumen de la facturación no implica un beneficio
proporcionalmente mayor pero sí, como también es obvio, una mayor incidencia en
el mercado en sí, que no sólo se manifiesta en la cantidad de títulos
publicados o en sus tiradas sino también en una mayor capacidad de regular las
prácticas consuetudinarias del sector. Quien más publica, contrata, imprime,
vende, etc., más presiona y decide.
Veamos cómo. En 2013 se
publicaron en España unos 80 mil nuevos títulos, de los cuales 10 mil
corresponden a libros de texto. Del resto, un 22% son traducciones, es decir,
el 22% de 70 mil = 15.400. Si consideramos que el traductor profesional
promedio puede o suele o necesita traducir entre 3,5 libros al año (entendiendo
por libro estándar un volumen de entre 200 y 300 páginas), podemos comprobar
fácilmente que esa industria puede dar trabajo a unos 4.400 traductores al año.
Por supuesto, el traductor estándar no existe o, si existe, no es
necesariamente el más numeroso, así que encontraremos en este heterogéneo
mercado laboral potencial desde traductores eventuales o esporádicos hasta
verdaderos titanes de la traducción, súperprofesionales capaces de traducir 6 o
más libros al año. Una industria así, con ese poder de producción, distribución,
venta y promoción, requiere de unas condiciones muy determinadas para
funcionar. A saber:
1-Los plazos de entrega, producción,
etc., son cortos, a veces cortísimos.
2-El traductor no elige la obra sino que
se la encarga el editor.
3-El traductor no se especializa ni
profundiza en determinados autores o movimientos estéticos; a veces ni siquiera
en determinados géneros.
4-Las tarifas están reguladas por el
mercado y la libre competencia.
5-A pesar de que la LPI es elocuente y clara en su
defensa del autor, no establece mecanismos eficaces de control de tirada y
liquidación de derechos.
6-En general, los criterios de edición y
traducción no están consensuados sino que vienen impuestos por la práctica
consuetudinaria de la editorial.
7-Las facultades de traducción, en lugar
de formar traductores profesionales, están generando un sector laboral titulado
pero sin experiencia y, por consiguiente, dispuesto a aceptar tarifas amateurs.
-
8-La traducción no goza de prestigio
intelectual (por múltiples razones que podríamos o deberíamos revisar) y está
constantemente sospechada.
9-La política cultural ligada a la
edición se ha convertido (de hecho, lo viene siendo desde Nebrija) en cuestión
estratégica de estado y es, por tanto, etnocéntrica e impermeable a los
cuestionamientos o polémicas.
10-El traductor, en contra de lo que dice
el siempre disponible Berman (se puede concebir la traducción sin teoría pero
no sin pensamiento), es invitado a no pensar.
Así, el mercado ofrece un
atiborrado panorama de oportunidades laborales en un marco de competencia
acérrima y escaso margen de elección. Pero ni siquiera la sumisión a esas
reglas le garantiza la subsistencia al santo traductor profesional. Imaginemos
al traductor asiduo, que no llega a titán pero casi, porque es capaz de
traducir sin problemas 4 libros al año. Digamos que estos libros son volúmenes
promedio de unas 250 pp traducidas. Siendo como lo es que la tarifa media
estándar es de 9 a
10 euros por página de 2100 caracteres (ojo: ni la más alta, que puede –o
podía- llegar a los 18, ni la más baja, que ronda los 6), este traductor habría
ganado unos 9.500 euros brutos al año, es decir, si les quitamos el 21% de
impuesto a la renta, 7.410 euros, o sea, 617 euros por mes. A ello hay que
restarle aún la cuota mínima de autónomo, que ronda los 290 euros. ¿Qué nos
queda? 324 euros, que es lo que cuesta alquilar una habitación en un
departamento compartido en Madrid o Barcelona. Ni hablar de comer, vestirse o, ¡detente
lucifer!, comprar un libro o ir al cine. Ni, por supuesto, de tener hijos.
Hasta ahí los números que
marcan a fierro la cotidianeidad “industrial” del traductor en España. Repasemos
ahora brevemente la segunda mitad, la de la mirada sobre la profesión en sí, que
es esencialmente más magra. De entrada, lo es porque el profesional en general,
en tanto ser-ahí, no tiende a tomarse seriamente como objeto de análisis o, si
lo hace, es desde una estricta perspectiva laboral (la profesión en el mercado)
o, en todo caso, académica (no soy como pienso que soy o debería ser o en lo
que soy o debería o podría o no quisiera ser sino cómo me dicen que debo de ser
quienes se ocupan de estudiarlo y que a mí, en realidad, apenas me afecta). Ni
siquiera la profesión en sí es digna de ser revisitada periódicamente si no es,
en el caso específico de los santos traductores, para constatar y reafirmar los
lugares comunes que la definen y confinan, el más paradigmático de los cuales
es la invisibilidad. Puesto que la invisibilidad parecería redundar de manera
directa en las condiciones laborales (legales, económicas, etc.) del
profesional, ésta sí es objeto de queja. Puesto que de lugares comunes se
trata, la casuística de la invisibilidad tiende a relacionarse causal y
proporcionalmente –cuando se la relaciona- al prestigio cultural y la
dialéctica de la fidelidad y la traición.
Hay excepciones. Como bien
señala Alejandrina Falcón en su interesante y pormenorizado artículo sobre la
experiencia de los traductores latinoamericanos (y, en especial, argentinos) en
las décadas del 70 y 80 en España (y, en especial, en Barcelona) y sus
repercusiones actuales en el campo de la traducción hispanoamericana, esta
tensión entre las mitades a) y b) produjo en ciertos sectores del
traduccionismo sudaca la necesidad de una reflexión más profunda o, para
quitarle todo matiz ético, más urgente o deseperada acerca del papel del
traductor como agente activo doble o triple en el escenario de las políticas
editoriales, culturales y, sobretodo, lingüísticas. Vale la pena leer a fondo
el artículo (Traductores del exilio: el caso argentino en España (1976-1983),
revista Mutatis Mutandis, vol. 6, No. 1, 2013 http://aprendeenlinea.udea.edu.co/revistas/index.php/mutatismutandis/article/view/15174).
De manera tímida o
balbuceante al principio, esta reflexión ha ido ganando cuerpo y a enviar
mensajes que llegan en forma de olas cruzadas a unas costas y otras. Profesionales
sensibles, no sólo del ámbito de la traducción sino correctores, lingüistas,
académicos e incluso editores españoles empiezan, aunque más no sea por mero
principio de contigüidad, a abrir los oídos al rumor descentralizante que se
siente zumbar tanto desde dentro del macrosistema editorial y cultural
peninsular como desde los centros de producción editorial y, por tanto, de
traducciones de América Latina. Un rumor que, como apunta Falcón, pareció
tender a resolverse al principio en favor de la mitad a) y que ahora, quizás
porque la crisis europea obligó al sector editorial español a revisar la
política de “burbuja inmobiliaria” y a perder ímpetu comercial (aunque no
ideológico, toda vez que la
Marca España sigue empujando tozudamente a contramano), vuelve
a entrar en liza.
Sin duda esta perspectiva de
alto condicionamiento profesional contrasta con la casuística latinoamericana.
El traductor que acaba profesionalizándose ahí, en la medida de las
posibilidades y oportunidades que la realidad editorial ofrece, arranca de un
sustrato mucho más próximo a la materia de la traducción que a la traducción
misma: se trata de poetas que empezaron a traducir a otros poetas afines,
investigadores que se interesan por los ensayos de otros investigadores,
narradores que traducen la narrativa que constituye su lectura habitual. Está,
por tanto, bastante más cerca de la figura del traductor “literato” o
“pulsional” que describe el ya citado Antoine Berman. Sin embargo, en estos
mercados, donde la mitad a) no está tan al alcance de la mano y la fricción se
resuelve aparentemente en favor de la mitad b), el santo traductor no sólo no
garantiza para sí una mayor visibilidad cultural sino que, en cierto modo, la
disuelve o nebuliza en el medio inestable del sistema libresco local, sumando a
sus precariedades y vaivenes político-culturales los de los propios autores,
cuyo aparente prestigio no alcanza para hacerles un lugar alimenticio en el
mercado.
Sin duda, la manera en que
se le haga frente y se trabaje para resolver la fricción entre conciencia
profesional y responsabilidad cultural del traductor resultarán determinantes
para la evolución y la pervivencia de la actividad sobre la que se sustenta la
construcción sensible de una biblioteca universal en todas direcciones. parafraseando
el viejo adagio marxista, también no pensar en lo que se hace es una forma
activa de pensamiento.
linda foto!
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