El 28 de octubre de este año, la traductora española María José Furió publicó la siguiente
columna en El Trujamán. Su segunda parte, publicada el 17 de noviembre, podrá
leerse mañana.
Así pasen diez años (1):
Reacciones a la bajada de tarifas de
traducción
Ningún
traductor profesional en español ignora, me figuro, que el grupo Penguin Random
House impuso a principios de 2015 una bajada «unilateral» de tarifas de
traducción, hecho que provocó un ligerísimo escalofrío con cierto eco en blogs
especializados y algún diario digital. No tengo cifras concretas de la tarifa
rebajada, aunque el comunicado de protesta difundido por ACETraductores
informaba de un recorte del 6 % al
15 %. Varias cartas
dirigidas a directivos del grupo encarecían la tarea de los traductores
literarios y nuestra contribución a la cadena de valor del libro, además de
otros intangibles vinculados a la literatura traducida que son fruto exclusivo
de la experiencia y valía del traductor profesional. Como sabemos, esta
imposición coincide con la expansión del grupo transnacional —hoy en una
posición de oligopolio en competencia directa con el Grupo Planeta—, con la
larga crisis económica que afecta sobremanera al sur de Europa, y con la
transformación del sector editorial y de las comunicaciones por la revolución
digital. Un club de traductores refería, aludiendo a una fuente que escondía su
identidad, que el recorte no se gestó en Barcelona, sede principal del grupo en
España, sino en Madrid, donde las tarifas son —aseguran, aunque el dato es
falso— habitualmente más bajas.
Intrigada por la falta de una respuesta conjunta y coherente
con los avances consolidados de la profesión frente a la imposición del grupo
editorial que se jacta de publicar lo más progresista, enrollado, vanguardista y radical en
literatura, ensayo y periodismo —junto a la marea infinita de obras comerciales
de gran consumo propia de toda corporación—, sondeé a varios colegas que
trabajan con ellos. Una veterana traductora de inglés me sorprendió al admitir
que «aún no había calculado» la rebaja y la consiguiente pérdida de ingresos,
pese a tener la novela ya medio traducida. Excusó su falta de combatividad
arguyendo ser solo «una traductora del montón» («yo también», respondí. Más del
montón cuanto menos cobramos). Otro, que llevaba «un año sin traducir para
ellos», me comentó que el mismo grupo impuso a una empresa de fotocomposición
con la que llevaba largos años un recorte del 35 %,
que el empresario no aceptó y borró al grupo de sus clientes. Otro colega me
aseguró que, si editores del grupo «volvían» a llamarle, no dudaría en
informarme acerca de la «variación» de la tarifa, transmitiendo así su
disposición a aceptar la rebaja.
No
parece necesario explicar las consecuencias y objetivos de esta estrategia
megaeditorial y sí la reacción tibia o fatalista de los traductores.
Personalmente, me preocupaba el resultado de este desequilibrio pronunciado de
fuerzas porque subraya la capacidad de la empresa para imponer sus condiciones
en un contexto de crisis económica, y por cómo uno de los valores que más
apreciamos los traductores, nuestra independencia, puede volverse contra la
profesión en su conjunto.
La actitud de mis colegas seguía intrigándome. Parecía claro
que, antes que los insensatos seis
puntos del Código de buenas prácticas de la traducción, preferían la
sabiduría inapelable de algún decálogo budista. Mejor que «la remuneración por
la obra encargada será equitativa y permitirá al traductor vivir decentemente
de ella y ofrecer una traducción de buena calidad literaria» les parecía la
máxima «más vale usar pantuflas que alfombrar el mundo». Antes que «a la firma
del contrato, el traductor percibirá un adelanto a cuenta de la remuneración de
al menos un tercio del total. El resto le será abonado como muy tarde a la
entrega del manuscrito», preferían la
sabia máxima «no es más rico quien más tiene sino quien menos necesita». Como
también asegura el budismo: «el dolor [del recorte de tarifa] es inevitable,
pero el sufrimiento [por la pérdida de valor adquisitivo] es opcional», acepté,
imitándoles, que «para entender todo es necesario olvidarlo todo» y me desentendí
del asunto.
Parecía inevitable, también, añorar tiempos más optimistas y
combativos de la traducción y la cultura; por suerte, de nuevo el budismo vino
a disipar mis nostalgias: «Alégrate porque todo lugar es aquí y todo momento es
ahora». ¿Podía entonces considerar que la bajada de tarifas no se ha producido
ni mis colegas han consentido la rebaja sin pelea? Ya metida en frases de la
alta cultura popular, recordé el mantra de Don Draper en Mad Men: «Esto no ha
sucedido. Ni te imaginas cuántas cosas no han sucedido».
No hay comentarios:
Publicar un comentario