En
el número 161 del periódico digital Pausa,
publicado el 9 de septiembre pasado, Analía
Gerbaudo, profesora de la Universidad Nacional del Litoral (Santa Fe, Argentina) e investigadora
del Conicet, publicó el siguiente artículo a propósito de lo que se dice de la
literatura y desde dónde se lo dice.
Literaturas y clasificaciones:
invitación a la sospecha
Siempre me llamaron la atención
algunos títulos de estudios sobre literatura como La República mundial
de las letras publicado por Pascale Casanova en 1999, el Atlas de la novela europea 1800-1900 que
Franco Moretti pone en circulación en 1997 o el El canon occidental. La escuela y los libros de todas las épocas
que Harold Bloom escribe por 1994. El efecto de lectura que cada uno de estos
libros me ha provocado fue más o menos similar: una rotunda decepción ante la
más o menos previsible imposibilidad de cumplir la promesa que el título
realizaba.
El problema no pasa sólo por no
poder dar cuenta en unas pocas páginas (mil páginas es, en cada uno de estos
casos, una cifra demasiado escueta para la dimensión del tema recortado)
de semejantes cuestiones sin reducir excesivamente, sin empobrecer, sin
banalizar, sino en especial por no intentar al menos transparentar la posición
(de poder) desde la que se trazan semejantes dictámenes. Una posición que
“habilita” una mirada que circunscribe el mundo a Francia, Estados Unidos,
Alemania, Inglaterra e Italia y, con mucho viento a favor, alguito más. Una
posición que se consolida desde un discurso que se declina con preferencia en
inglés, y en su defecto, en francés, en alemán o en italiano.
¿Qué posibilidades reales tiene el
conocimiento que no se enuncia, ya no desde esos países sino desde sus
instituciones más prestigiosas y/o que no se articula en esas lenguas, de ubicarse
en el debate internacional de las ideas? ¿Y qué posibilidades tiene la literatura
que no se escribe y/o que no se traduce a esas lenguas de ingresar en estos
cartografiados?
A este problema se agrega otro. En
el Tercer Argentino de Literatura celebrado en la Universidad Nacional
del Litoral en 2007, Josefina Ludmer arrojaba un diagnóstico demoledor: “se
vende lengua” era la frase sintética usada para denunciar el aplanamiento del
español de Latinoamérica y su estandarización según la variable peninsular en
aras de la circulación internacional y comercial de los textos. Una práctica
resistida desde las editoriales independientes que apuestan a la escritura
literaria más allá, no sólo del mercado sino también de las morales con las que
la ley, en algunas desquiciadas situaciones y desconociendo las tendencias de
producción artísticas actuales, sanciona su creatividad (el “caso” del proceso
a Pablo Katchadjian por su “aleph engordado” invita a un análisis que excede
estas pocas líneas).
En definitiva, y para decirlo
brevemente: la posición (central o periférica) de los escritores en el campo
literario, la lengua (dominante o minoritaria) desde la que escriben, la
editorial desde la que publican (cabe atender aquí a su prestigio, número de ejemplares
y ediciones, difusión y circulación de sus productos, relación con los grandes
medios, etc.) y el lugar desde el que producen así como la posición de los
críticos que los retoman en el campo de los estudios literarios, la lengua en
la que estos escriben y la institución en la que trabajan condicionan las taxonomías que ordenan
los productos de esas prácticas en locales o universales, regionales o
mundiales. Taxonomías que, en definitiva, no solamente atienden a la “calidad” del
producto, ya sea este un artefacto artístico o de pretensión más bien científica.
Es necesario tener en cuenta estos factores, al menos para empezar a dudar de
estas clasificaciones, a sospechar de su fiabilidad y a estar alertas sobre sus
efectos que se traducen en las prácticas de los lectores en general pero
también en las lógicas de la enseñanza en todos sus niveles y en las de la
investigación que, no suficientemente alertada aún respecto de los colonialismos,
en muchos casos sucumbe ante el deslumbramiento de lo santificado desde New
Haven, Londres o París.
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